Leonardo Padura - Pasado Perfecto

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El primer fin de semana de 1989 una insistente llamada de teléfono arranca de su resaca al teniente Mario Conde, un policía escéptico y desengañado. El Viejo, su jefe en la Central, le llama para encargarle un misterioso y urgente caso: Rafael Morín, jefe de la Empresa de Importaciones y Exportaciones del Ministerio de Industrias, falta de su domicilio desde el día de Año Nuevo. Quiere el azar que el desaparecido sea un ex compañero de estudios de Conde, un tipo que ya entonces, aun acatando las normas establecidas, se destacaba por su brillantez y autodisciplina. Por si fuera poco, este caso enfrenta al teniente con el recuerdo de su antiguo amor por la joven Tamara, ahora casada con Morín. «El Conde» irá descubriendo ciertas sombras inquietantes en el aparente pasado perfecto sobre el que Rafael Morín ha ido labrando su brillante carrera de burócrata.

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– No, compinche si acaso. Fíjate que tenía cuatro mil y pico de dólares en el banco y lo de Rafael es de cientos de miles. Hay algo raro ahí. De todas formas, ahora voy a interrogarlo con Manolo a ver si podemos sacarle algo nuevo.

El mayor se puso de pie y caminó hasta el amplio ventanal de su oficina. Apenas eran las seis y ya oscurecía en La Habana. Desde aquella altura los laureles se veían con una perspectiva que no le interesaba al Conde, él prefería la vista fija de su pequeña ventana y permaneció en la butaca.

– Hace falta que encuentres a ese hijoeputa aunque esté debajo de la tierra -dijo entonces el Viejo con su entonación más terrible y visceral, detestaba aquellas situaciones, se sentía timado y le molestaba que sólo después de consumadas aquellas barbaridades vinieran a caer en sus manos-. Yo voy a llamar al ministro de Industrias, para que resuelva lo del dinero de España y para que vaya pensando, porque esto es un problema más de ellos que de nosotros. Pero ahora dime una cosa, Mario, ¿por qué un hombre como Rafael Morín pudo hacer una cosa como ésa?

– Tenemos visita, creo que es mejor empezar otra vez.

– ¿Pero qué quiere que le diga, sargento? -respondió preguntando René Maciques, y miró al Conde que entró y fue a sentarse en una silla junto a la ventana. El teniente encendió un cigarro y cambió una mirada con el sargento. Dale, apriétalo.

– ¿De qué hablaron Morín y usted el día 31?

– Ya se lo dije, cosas normales de trabajo, lo bien que había cerrado el año y los informes que teníamos que presentar.

– ¿Y no lo volvió a ver?

– No, yo me fui de la fiesta un poco antes que él.

– ¿Y qué sabía usted de este fraude?

– Ya le dije que nada, sargento, ni me imaginaba que eso estuviera pasando. Y casi todavía ni lo creo, no sé por qué él pudo hacer algo así.

– ¿Cuál es su grado de responsabilidad en este asunto?

– ¿El mío? ¿El mío? Ninguno, sargento, yo soy un simple jefe de despacho que no decide nada.

El Conde apagó su cigarro y se puso de pie. Avanzó hacia el buró.

– Me conmueve su inocencia, Maciques.

– Pero es que yo…

– No se esfuerce más. ¿Qué le recuerda esto?

El Conde extrajo del sobre las dos fotocopias y las dejó en el buró, frente a Maciques. El jefe de despacho miró a los dos policías y por fin se inclinó hacia adelante y se mantuvo inclinado un tiempo que parecía infinito: era como si de pronto fuera incapaz de leer.

– El teniente le hizo una pregunta -dijo Manolo y recogió las fotocopias-. ¿Qué le recuerda esto?

– ¿Dónde estaban esos papeles?

– Como siempre sucede, usted me obliga a recordar que las preguntas las hacemos nosotros… Pero lo voy a complacer. Estaban muy bien guardados, en una caja fuerte, en casa de Rafael Morín. ¿Qué significan estos documentos, Maciques? -insistió Manolo, y se ubicó entre el hombre y el buró.

René Maciques levantó la mirada hacia su interrogador. Era un hombre confundido, un bibliotecario melancólico y envejecido. El sargento Manuel Palacios le dio su tiempo, sabía que estaba en el punto decisivo del interrogatorio, cuando el detenido debe decidirse entre soltar la verdad o aferrarse a la esperanza de la mentira. Pero Maciques no tenía opciones.

– Esto es una trampa de Rafael -dijo, sin embargo-. Yo no sé nada de estos papeles. No los había visto nunca en mi vida. Ustedes no dicen que hacía cosas con mi nombre. Ahí tienen, ésa es una de ellas.

– ¿Entonces Rafael Morín quería perjudicarlo a usted?

– Eso parece.

– Maciques, ¿qué podremos encontrar en su casa si hacemos un registro?

– En mi casa… Nada. Cosas normales. Uno viaja al extranjero y hace sus compras.

– ¿Con qué dinero, con gastos de representación?

– Ya le expliqué que uno ahorra de las dietas.

– ¿Y cuando se cierra un negocio gordo no hay regalías en especie? ¿Un carro, por ejemplo?

– Pero yo no cerraba negocios gordos.

– Maciques, ¿usted es capaz de matar a un hombre?

El jefe de despacho volvió a levantar la vista, pero en sus ojos ya no había brillo alguno.

– ¿Qué quiere decir eso?

– ¿Es capaz o no?

– No, claro que no.

Y continuó moviendo la cabeza: negaba.

– ¿Qué fue a hacer el día 31 a la Empresa? Y no vuelva a decir lo del aire acondicionado.

– ¿Y qué quiere que le diga?

Entonces el Conde avanzó otra vez hacia el buró y se detuvo junto a Maciques.

– Mire, Maciques, yo no tengo la paciencia del sargento. Le voy a decir ahora todo lo que pienso de usted y sé que de una forma o de otra, usted lo va a admitir, hoy, mañana, pasado… Usted es un mierda y es tan ladrón como su jefe, pero más cauteloso y con menos poder. Ya están verificando en España la validez de estos papeles y quizás el banco no dé información, pero la pista del carro es más simple de lo que usted piensa. Por alguna razón, que todavía no sé, Rafael guardó bien estos papeles, quizás para protegerse de usted, porque sabía que usted era capaz de ponerle en los expedientes la dieta que no liquidó y los gastos duplicados. Y Rafael va a aparecer, no sé si vivo o muerto, en España o en Groenlandia, pero va a aparecer, y usted va a hablar, pero aunque no hable está envuelto en mierda, Maciques. Acuérdese de eso. Y para que piense mejor, va a estar solo mucho rato. Desde hoy empieza a vivir aquí en la Central… Sargento, prepare los papeles y pídale a Fiscalía medida cautelar para el ciudadano René Maciques. Que sea prorrogable. Nos vemos, Maciques.

Mario Conde miró otros laureles, los que inauguraban el Paseo del Prado, muy cerca del mar, y se repitió la pregunta. De la boca de la bahía se levantaba un viento cortante que lo obligaba a mantener las manos en los bolsillos del jacket , pero necesitaba pensar y caminar, perderse entre las gentes y esconder su alegría pírrica y su frustración de policía satisfecho por descubrir la maldad de los otros. ¿Por qué Rafael Morín pudo hacer una cosa como ésta? ¿Por qué quería más, todavía más, mucho más? El Conde observó el Palacio de los Matrimonios y el Chrysler 57, negro brillante y adornado con globos y flores, que esperaba el descenso nupcial de aquellos cuarentones que todavía se atrevían y sonreían para la foto indispensable en la escalera. Observó a los persistentes que desafiaban el frío haciendo cola en la pizzería de Prado y vio los papeles, prendidos en el tronco de un laurel, de los que necesitaban ampliarse, oían proposiciones honestas y deshonestas, pero necesitaban algunos metros cuadrados de techo donde vivir. Observó a dos homosexuales fatales y dispersos que pasaron por su lado tiritando de frío y ellos lo observaron a él, con ojos candorosos y bien intencionados. Observó al mulato apacible, recostado en la farola, con su pinta de rastafari sin vocación y sus trenzas perfectas bajo la boina negra, esperando quizás el paso del primer extranjero elocuente para proponerle un desesperado cinco por uno, seis, míster, siete por uno, mi bróder, y tengo hierba, todo para abrirse las puertas del mundo prohibido de la abundancia con pasaporte. Observó la farola del flanco opuesto, se moría de frío la rubia maquillada con incontenible lascivia, con promesas de ser caliente aunque nevara, con su boca de mamadora empedernida; la rubia para la que un mortal de producción nacional como Mario Conde valía menos que un gargajo de borracho, esperaba los mismos dólares que su amigo el mulato rastafari y le propondría uno por treinta: su sexo juvenil y entrenado y perfumado y garantizado contra la rabia y otros males, por aquellos dólares de sus desvelos, mamada con tarifa extra, of course . Observó al niño que patinaba, saltaba sobre un cajón de madera y seguía patinando hacia la oscuridad. Llegó al Parque Central y casi pensó en terciar en la eterna disputa beisbolera que más allá del frío o del calor se armaba cada día, queriendo buscar la explicación a otro fracaso de aquellos cabrones Industriales; Cojones, cojones es lo que le falta a esa gente, habría gritado en honor al Flaco que ya no era ni flaco ni ágil para estar allí y gritarlo por sí mismo. Observó las luces del Hotel Inglaterra y la penumbra del Teatro García Lorca, la cola del cine Payret, la tristeza fétida de los portales del Centro Asturiano y la fealdad agresiva y desconchada de la Manzana de Gómez. Percibió los latidos incontenibles de una ciudad que él trataba de hacer mejor y pensó en Tamara, ella lo esperaba y él iba a acudir, tal vez para hacerle aquella misma pregunta, y nada más.

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