– ¿Qué hay de Guardafronteras?
– Poca cosa. Con este viento del norte no se tira mucha gente, pero mira, esto acaba de llegar de La Habana del Este. Lee a ver…
El Conde tomó el folio de computadora que le ofrecía la sargento y apenas leyó después del encabezamiento:
«Cadáver no identificado. Evidencias de asesinato. Señales de lucha. Caso abierto. Informe preliminar del forense: entre 72 y 96 horas de su muerte. Hallado en casa vacía, residencial Brisas del Mar. Enero 5/89, 11:00 p.m.».
Y volteó la hoja sobre el buró.
– ¿Cuándo llegó esto, Dalita?
– Hace diez minutos, teniente.
– ¿Y por qué no me llamaste?
– Lo llamé en cuanto llegó y Manolo me dijo que usted venía para acá.
– ¿Hay más información?
– Esta otra hoja, de Medicina Legal.
– Dámela, ahorita te las devuelvo. Gracias.
Todavía andaba vestido de uniforme, siempre iba con un maletín y me cogía cualquier hora trabajando en los archivos y con aquella computadora vieja, Felicia, parecía un escaparate misterioso y demasiado eficaz. Usaba la pistola en el cinturón, pero no resistía la gorra y trataba de no ponérmela nunca después que leí en una revista que la gorra es la causa número uno de la calvicie, y aquel día eran casi las nueve de la noche y lo único que quería era caer en la cama, pensaba en la cama mientras caminaba hacia la parada de la guagua cuando oí el claxon insistente, maldije como maldigo siempre a los que tocan el claxon así, y miré para ver la estampa del tipo, tendría dos tarritos y hasta un tridente en la mano y vi el brazo que me hacía un gesto de saludo sobre el techo del carro. ¿A mí? Sí, a ti mismo, el brillo del parabrisas no me dejaba ver bien y estaba oscuro, y me acerqué con la esperanza de coger una botella. Hacía como cinco años que no lo veía, pero así hubieran pasado cien lo iba a reconocer.
– Coño, mi hermano, por poco se me cae la mano dándote pitazos -me dijo, sonreía como siempre y no sé por qué yo también sonreí.
– Dime, Rafael -lo saludé y metí la mano por la ventanilla, me dio un apretón fuerte-, hacía rato que no te veía. ¿Y Tamara cómo anda?
– ¿Vas para tu casa?.
– Sí, terminé ahora y me iba…
– Dale, que te empujo hasta La Víbora. -Y monté en el Lada, olía a cuero y a linimento y a nuevo, y Rafael arrancó, aquella última vez que conversamos.
– ¿Dónde estás metido? -le pregunté, como le pregunto a todo el mundo que conozco.
– Donde mismo, en el Ministerio de Industrias, tirando ahí a ver qué sale -me informó como despreocupado, y tenía la misma voz afable y convincente que usaba a nivel de socios, distinta a aquella dura y más convincente que empleaba en las tribunas.
– ¿Y ya te tocaron con el carro?, ¿no?
– No, no, todavía, éste es asignado y vaya, lo tengo como si fuera mío, porque mira esto, ahora mismo fue que salí de una reunión en la Cámara de Comercio, y me paso la vida así. Es un trabajo duro…
– ¿Y Tamara? -insistí, y apenas me dijo que bien, pasó el servicio social ahí mismo, en Bejucal, y ahora estaba en una clínica nueva que abrieron en Lawton. No, no, todavía no tenemos muchachos, pero en cualquier momento encargamos uno, me dijo.
– ¿Y a ti cómo te va?
Traté de ver qué película ponían en el cine Florida cuando atravesamos Agua Dulce y pensé decirle que no me iba tan bien, que era un burócrata que procesaba información, que el mes pasado habían operado otra vez al Flaco, que no sabía por qué me había casado con Martiza, pero no me dio la gana.
– Bien, compadre, bien.
– Oye, ve un día por casa y nos tomamos un trago -me propuso entonces a la altura de Diez de Octubre y Dolores y pensé que Rafael jamás me había dicho algo así, ni se lo había dicho al Flaco, al Conejo o a Andrés, a ninguno de nosotros y cuando arrimó en el semáforo de Santa Catalina para que yo me bajara fui capaz de decirle:
– Deja ver, un día de estos. Dale recuerdos a Tamara.
Y nos dimos otra vez la mano y lo vi doblar por Santa Catalina, el indicador rojo parpadeaba, pitó dos veces como despedida y se alejó en el carro que olía a nuevo. Entonces pensé: cabrón, te interesa ser mi amigo porque soy policía, ¿no? Y tuve que reírme, aquella última vez que vi a Rafael Morín.
Ahora faltaba el brillo claro de sus ojos y la voz, dramáticamente lanzada sobre la multitud. Faltaba el hálito inmaculado de su rostro recién afeitado, bañado, despertado. Faltaba la sonrisa infalible y segura que derrochaba luz y simpatías. Parecía que hubiera engordado, con una gordura violácea y enfermiza, y necesitaba urgentemente peinar su cabello castaño.
– Pero es él -dijo el Conde, y el forense lo volvió a cubrir con la sábana, como el telón que cae en el último acto de una obra sin encanto ni emoción.
– Vaya, pero si es mi amigo el Conde -dijo, y el Conde pensó: Es más negro que un dolor de apendicitis.
El teniente Raúl Booz sonreía y sus dientes blancos de caballo joven daban un poco de luz a la masa nigérrima de su cara. Nadie aseguraría que aquel hombre tenía más de siete pies o pesara trescientas libras, pero sólo de verlo el Conde se ponía nervioso. Cómo puede ser tan grande y tan negro, se decía cuando se levantó y estrechó la mano del teniente investigador Raúl Booz.
– Ya conoces al sargento Manuel Palacios, ¿verdad?
– Sí, sí -dijo Booz, también le sonrió a Manolo y se acomodó en el sofá que ocupaba una de las paredes de la oficina-. Así que tú eras el que estaba buscando a este hombre.
El Conde asintió y le explicó la historia de la desaparición de Rafael Morín Rodríguez.
– Pues te lo entrego empaquetadito, mi hermano. Va a ser el caso más fácil de tu vida. Mira esto. -Y le entregó al Conde un file que había sobre el sofá-. En una uña tenía un pelo con tejido capilar. Por supuesto, debe ser del hombre que lo mató.
– ¿Y qué dice la autopsia, teniente?
– Más claro ni el agua. Murió el día primero por la noche o el dos por la madrugada. El forense no puede estar seguro porque con el frío hubo cierta conservación, y por eso nadie supo que allí había un cadáver. Tenía una fractura en la segunda y tercera vértebra cervical, que le oprimió la médula, y fue lo que le ocasionó la muerte, y también una contusión cerebral fuerte, aunque no mortal.
– ¿Pero cómo fue, teniente, cómo pudo haber sido la cosa? -saltó Manolo sin mirar el file que el Conde le entregaba.
El teniente Raúl Booz, jefe del grupo de criminalística de La Habana del Este, se miró las uñas antes de hablar.
– Ayer, a eso de las diez de la noche, llamaron a la Estación de Guanabo para decir que en una casa vacía de Brisas del Mar había un olor raro y que la puerta del fondo tenía la cerradura astillada. Es una cuadra donde hay sólo dos casas, esta que se queda vacía en invierno, y la de la mujer que llamó, que está a unos veinte metros. La gente de Guanabo fue y encontraron el cadáver en el baño. Todo parece indicar que murió al caer contra la bañadera, pero la fuerza del golpe es tan grande que no existe la posibilidad de un resbalón, Palacios. Lo empujaron y antes hubo una pelea, quizás muy breve, en la que el muerto arañó al asesino y le arrancó el pelo que analizamos. Es de un hombre blanco, de unos cuarenta años, entre cinco cuatro y cinco ocho de estatura y, por supuesto, de pelo negro… Ahí tienen para empezar.
– Más bien para terminar, teniente -dijo el Conde.
– Pero hay algo que complica la historia. Aunque quizás el asesinato no haya sido premeditado, después pasó algo muy raro. El asesino desvistió a la víctima y se llevó la ropa, y no aparece tampoco un maletín o una bolsa de cuero que el muerto debió de tener en sus manos poco antes de la pelea, porque tiene restos de cuero en las dos manos, así que debía de pesar bastante y andaba pasándoselo de una mano para la otra.
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