Leonardo Padura - Pasado Perfecto

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El primer fin de semana de 1989 una insistente llamada de teléfono arranca de su resaca al teniente Mario Conde, un policía escéptico y desengañado. El Viejo, su jefe en la Central, le llama para encargarle un misterioso y urgente caso: Rafael Morín, jefe de la Empresa de Importaciones y Exportaciones del Ministerio de Industrias, falta de su domicilio desde el día de Año Nuevo. Quiere el azar que el desaparecido sea un ex compañero de estudios de Conde, un tipo que ya entonces, aun acatando las normas establecidas, se destacaba por su brillantez y autodisciplina. Por si fuera poco, este caso enfrenta al teniente con el recuerdo de su antiguo amor por la joven Tamara, ahora casada con Morín. «El Conde» irá descubriendo ciertas sombras inquietantes en el aparente pasado perfecto sobre el que Rafael Morín ha ido labrando su brillante carrera de burócrata.

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– Pon otro cubierto -le dijo el Conde al entrar en la cocina, besó la frente sudada de la mujer y preparó la suya para el beso devuelto que, sin embargo, ella no llegó a darle porque el teniente sintió un ataque de amor y tristeza que lo obligó a abrazarla con fuerza de estrangulador y a decirle-: Cómo te quiero, José -antes de soltarla y caminar hacia la meseta donde estaba el termo del café, y evitar la salida de unas lágrimas que sabía inminentes.

– ¿Qué tú haces aquí, Condesito, ya terminaste el trabajo?

– Ojalá, José -le respondió mientras bebía el café-, pero a lo que vine fue a comerme esa yuca con mojo.

– Oye, muchacho -dijo ella y abandonó por un instante los preparativos de la comida-. ¿En qué lío tú andas metido?

– Ni te lo imaginas, vieja, una de las cagazones mías.

– ¿Con la muchacha que fue compañera de ustedes?

– Oye, oye, ¿qué te dijo la bestia de tu hijo?

– No te hagas el loco, que a media cuadra se oían los gritos de ustedes ayer.

El Conde levantó los hombros y sonrió. ¿Por fin qué habría dicho?

– Oye, ¿y por qué tú andas tan elegante? -le preguntó, mirándola de pies a cabeza.

– ¿Elegante yo? Mira eso, tú ni te imaginas qué cosa soy yo cuando de verdad me pongo elegante… Nada, que llegué ahorita mismo del médico y no tuve tiempo para cambiarme.

– ¿Y qué te pasa, José? -le preguntó y se inclinó para verle la cara, vuelta hacia el fogón.

– No sé, mijo. Es un dolor viejo, pero que se me está haciendo insoportable. Empieza como una ardentía aquí, debajo del estómago, y hay veces que me duele como si me hubieran enterrado un cuchillo.

– ¿Y qué dijo el médico?

– Como decirme, todavía nada. Me mandó a hacerme análisis, una placa y esa prueba de tragarse la manguera.

– ¿Pero no te dijo nada, nada más que eso?

– ¿Qué más quieres, Condesito?

– No sé. Pero no me habías dicho nada. Yo hubiera hablado con Andrés, el que estudió con nosotros. Es tremendo médico.

– Pero no te preocupes, este médico también es bueno.

– Cómo no me voy a preocupar, vieja, si tú nunca chistas. Oye, mañana estoy hablando con Andrés para el lío de esas pruebas y que el Flaco llame…

Josefina dejó la cazuela y miró al amigo de su hijo.

– Que él no llame a nadie. No le digas nada, ¿quieres?

Entonces el Conde necesitó servirse otra dosis de café y encender otro cigarro, para no abrazar a Josefina y decirle que tenía mucho miedo.

– No te preocupes. Yo soy el que llama. ¿Huele bien ese sancocho, no? -Y salió de la cocina.

La ruta de los recuerdos de Mario Conde siempre terminaba en la melancolía. Cuando atravesó la barrera de los treinta años y su relación con Haydée se agotó con los estertores del desenfreno de sus combates sexuales, descubrió que le gustaba recordar con la esperanza de mejorar su vida, y trataba a su destino como un ser vivo y culpable, al que se le podían lanzar reproches y recriminaciones, insatisfacciones y dudas. Su propio trabajo sufría de aquellos juicios, y aunque sabía que no era duro, ni especialmente sagaz, ni siquiera un modelo de conducta, y que sin embargo algunos de sus compañeros lo consideraban un buen policía, pensaba que en otra profesión hubiera sido más útil, pero entonces convertía sus lamentaciones en una estudiada eficacia que le reportaba un prestigio que él mismo asumía como un fraude insoluble y jamás explicable. Y el retorno de Tamara venía a complicarle ahora aquella pesada tranquilidad, conseguida después del engaño de Haydée, a base de noches de béisbol, tragos, música de nostalgia y platos desbordados, mientras conversaba con el Flaco, y deseando a la vez que aquello fuera mentira, que el Flaco otra vez fuera flaco, que nunca se iba a morir y no se parecía a la bola de carne y grasa que, sin camisa, trataba ahora de absorber el sol del mediodía en el patio de la casa. El Conde vio las roscas que se sobreponían en su estómago y aquellos puntitos rojos que le cubrían la espalda, el cuello y el pecho, como picaduras de insectos voraces.

– ¿En qué piensas, bestia? -le dijo mientras le alborotaba el pelo.

– En nada, salvaje. Estaba pensando en todo el lío de Rafael y de pronto me quedé así, con la mente en blanco -respondió su amigo y miró el reloj-. ¿A qué hora vienen a buscarte?

– Ya me voy. Manolo debe de estar al caer. Si no pudiera venir esta noche te llamo y te digo lo que hay.

– Pero no pienses mucho, te va a caer mal el almuerzo.

– ¿Qué remedio, Flaco?

– No, mi socio. Sácate un poco de mierda de la cabeza porque lo que está jodido no se va a arreglar porque te pases el día pensando. Esto, y todo, es igual que la pelota: para ganar hay que tener timbales, tú. Y a nosotros nos roncan, hasta cuando estamos despiertos. Por eso por poco les ganamos entre tú y yo aquel juego a las tiñosas flacas del Pre de La Habana, ¿te acuerdas?

– Como si fuera hoy -dijo, y se paró dispuesto a batear y entonces hizo un swing . Los dos vieron cómo la pelota volaba hasta chocar con la cerca, debajo de la pizarra, allá en la última soledad del centerfield .

– Surprise ! -exclamó la teniente Patricia Wóng, se le perdieron los ojos porque se reía, y movía en la mano derecha las planillas presilladas de las que parecía emanar toda su alegría. El Conde sintió en su pecho que el alborozo de la China era como una transfusión: le entraba al cuerpo por vía directa y empezaba a inundarlo, con una carrera que lo agitaba y hacía latir su corazón.

– ¿Lo cogimos? -preguntó, buscando un cigarro en el bolsillo del jacket , y casi gritó cuando vio el rostro otra vez sin ojos de su compañera que se movía afirmativamente.

– Por fin hay algo, coño -resopló Manolo e interceptó en el aire el cigarro que el Conde se llevaba a los labios. El teniente, que odiaba aquel chiste esporádico pero recurrente de su compañero, olvidó los insultos habituales y prefirió arrastrar una silla hasta ubicarla junto a la teniente Patricia Wong.

– Habla, China, ¿cómo es la cosa?

– Lo que tú dijiste, Mayo, lo que tú dijiste, pero más complicado todavía. Mira, aquí debe de estar el origen de todo y eso que nos faltan por revisar una pila de papeles, una pila -insistió, y empezó a buscar algo en las planillas-. Pero esto quema, Mayo, aquí. En el último semestre del 88, que es lo que hemos visto, Rafael Morín hizo dos viajes a España y uno a Japón. Tiene más horas de vuelo que un cosmonauta… Mira, el de Japón fue para un negocio con la Mitachi, pero después te hablo de eso.

– Dale, dale -le exigió el Conde.

– Oye esto, los viajes eran por dieciséis y dieciocho días los dos de España, y por nueve el de Japón, y en cada caso debía cerrar cuatro contratos, menos en el primero a España, ahí eran nada más que tres. Como gastos de representación, que nunca me imaginé que fuera tanto, son una pila de dólares, después te saco la cuenta, hay una circular que los proporciona con los contactos comerciales que se vayan a realizar, pero oye esto, él siempre se asignaba el doble, como si fuera a trabajar más o a estar más tiempo. Eso es terrible, pero lo inexplicable es lo de las dietas, Mayo. No están los modelos que debió llenar para esos tres viajes que te dije, y sin embargo lo más increíble es que aparezca una dieta para un viaje a Panamá que se suspendió y no la liquidó. No me lo explico, porque cualquier auditor lo podía descubrir.

– Sí, eso está raro, ¿pero hay más?, ¿no? -preguntó el teniente cuando Patricia depositó las hojas sobre el buró. Su alegría empezaba a desaparecer, aquella chapucería no llevaba el sello de Morín.

– Hay, Mayo, estate quieto. Déjame terminar.

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