El teniente le entregó entonces la fotografía. El capitán Jesús Contreras la observó unos minutos y el Conde trató de imaginarse cómo funcionaba el atestado archivo de su cerebro. Lo que una vez pasaba por los ojos del Gordo Contreras quedaba registrado en su memoria con los más recónditos pelos y señales. Ese era su mayor orgullo, y el segundo siempre fue saberse útil y casi imprescindible, porque el Gordo se ocupaba directamente del tráfico de divisas y nadie diría jamás que le faltaba trabajo. Su equipo, los Gorditos de Contreras, se había propuesto ser la pesadilla cotidiana de los jinetes y vendedores de dólares de La Habana, y en los últimos meses mantenía un récord envidiable de jinetes desmontados.
– No es del negocio -concluyó, sin dejar de mirar la fotografía-. ¿Qué dice la computadora?
– Nada, limpio como el culo de un niño recién bañado.
– Lo sabía. ¿Y qué quieres exactamente?
– Que me verifiques con tus informantes y con algunos de los que están a la sombra si lo conocen de haber vendido dólares alguna vez. Manejaba mucho dinero cubano y pienso que lo sacaba de ahí. También quiero que me investigues a otro del que ahorita te mando la fotografía.
– ¿Cómo se llaman?
– Éste, Rafael Morín, y el otro, René Maciques, pero no te guíes por los nombres, trabaja con las caras.
– Oye, oye, Conde, ¿pero éste no es el pincho que desapareció?
– Mucho gusto, Gordo.
– ¿Y tú te volviste loco? Oye, no me quieras meter en candela que este hombre tiene vara alta… Hay un ministro que llama al Viejo y todo. ¿Tú sabes de cajón si ha estado metido en el lío de los fulas? -preguntó Contreras y dejó la fotografía sobre el buró, como si se hubiera calentado sin previo aviso.
– Mierda es lo que sé, Gordo. Es una corazonada, más bien un dolor de cabeza. De algún lado sacaba mucho dinero, Gordo, y no era un bisnero.
– A lo mejor, a lo mejor sí. Pero estás revolviendo mierda, Conde, y la mierda salpica -dijo el Gordo y regresó a su maltratada silla-. Bueno, ¿para cuándo?
– Me hace falta para ayer. El Viejo está cabrón porque llevo tres días en esto. Está a punto de pedir sangre y sospecho que le gustaría la mía. Ayúdame, Gordo.
Entonces el capitán Contreras volvió a reír. Al Conde también le asombraba que todo le diera gracia, porque en realidad el Gordo era el policía más duro que había conocido, sin duda el mejor en su especialidad, aunque tras su rostro de obeso feliz escondía casi trescientas libras de complejos. Su inseparable olor a cebo quemado y el final precipitado de sus dos intentos de matrimonio eran un estigma demasiado grueso para él. Pero se defendía con su risa y el convencimiento de que había nacido para policía y era un buen policía.
– Está bien, está bien, por ser a ti… Mándame la otra foto y déjame dicho dónde te puedo localizar si aparece algo.
El Conde extendió su mano sobre el buró del capitán Contreras, dispuesto a sufrir sin un lamento el apretón de aquella mano capaz de ahorcar un caballo.
– Y gracias, Gordo.
Abandonó la oficina envuelto en las carcajadas de Contreras y subió hacia el despacho del Viejo. Maruchi mecanografiaba algo y el Conde se maravilló de que pudiera hablar, mirarlo incluso, sin dejar de teclear.
– Llegaste tarde, marqués. Digo, Conde. El mayor salió ahorita mismo -le anunció la muchacha-. Fue a una reunión en la Dirección Política.
– Anjá, creo que es mejor -dijo el teniente, que prefería no enfrentarse todavía con el mayor Rangel-. Me hace falta que le digas que me espere hasta las cinco y media que creo que hoy le entrego este caso. ¿Está bien?
– No hay problemas, teniente.
– Oye, para un minuto -le pidió, y la secretaria detuvo su trabajo y lo miró resignada-. Regálame dos duralginas ahí, anda.
– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó el Conde y sonrió.
Manolo, Patricia y las especialistas de Delito Económico lo miraron sorprendidos. Placía sólo una hora que había abandonado la Empresa diciendo que regresaba por la tarde y ahora aparecía pidiendo noticias. El teniente hizo un espacio en el buró de aquella oficina de la subdirección económica que les habían prestado para la investigación y se sentó, dejando descansar apenas media nalga.
– No aparece nada, Mayo -dijo Patricia, y cerró el file con el rótulo ÓRDENES DE SERVICIO-. Te advertí que esto no iba a ser fácil.
– Lo que yo no entiendo es para qué carajos hacen falta tantos papeles -protestó Manolo y abrió los brazos, como si tratara de abarcar la inmensidad de la oficina, tomada por la papelería que conformaba la memoria diaria de la Empresa-. Y eso que nada más es del 88. En cualquier momento hay que inventar una empresa para los papeles de esta empresa.
– Pero imagínate, Mayo, con todos estos controles y con los arqueos y auditorías, y hay más robo, malversación y desvío de recursos de lo que nadie se pueda imaginar. Sin papeles no habría quien aguantara esto.
– ¿Y ahí está todo lo que tiene que ver con los viajes de Rafael al extranjero y los negocios que hacía aquí? -preguntó el Conde y desistió de la idea de encender un cigarro.
– Están los contratos, los cheques y la deducción de costos. Y, claro, los desgloses en cada caso -dijo Patricia Wong indicando dos montañas de papeles-. Había que empezar por el principio.
– ¿Y cuánto tiempo hace falta para enderezar todo esto, China?
La teniente volvió a reír, con aquella risa de resignación asiática que le cerraba los ojos. Seguro que no ve, no puede ver.
– Por lo menos dos días, Mayo.
– ¡No, China! -gritó el Conde y miró a Manolo. El sargento le rogaba con los ojos sácame de aquí, viejo, y parecía más flaco y más desvalido que nunca.
– Yo no soy Chan-Li-Po. Esto es así -protestó Patricia y cruzó sus piernas monumentales.
– Bueno, vamos a hacer dos cosas, China. Que con cualquier pretexto me consigan el expediente de Maciques, porque me hace falta una foto de él. Y lo otro es que priorices, mira eso, priorices, ya estoy hablando así, bueno, que le metas mano a todas las asignaciones y liquidaciones de dietas de Rafael, Maciques y el subdirector económico que ahora está en Canadá. Busca también por gastos de representación, en Cuba y en el extranjero, y tírale un vistazo a las regalías declaradas como resultado de buenos contratos. Estoy seguro de que no va a aparecer nada importante, pero necesito saber. Sobre todo insiste por dos vías, China: lo que hacía Rafael en España, que era el país adonde más iba, y chequea todos los negocios que hizo, desde que empezó a dirigir la Empresa, con la firma japonesa… -y extrajo entonces el bloc del bolsillo posterior de su pantalón y leyó-, la Mitachi, porque esos chinos llegan a Cuba dentro de unos días y puede haber algo con ellos.
– Está muy bien todo eso, pero no les digas chinos, ¿quieres? -protestó la teniente, y el Conde recordó que en los últimos tiempos Patricia atravesaba un repunte de melancolía asiática y hasta se había inscrito en la Sociedad China de Cuba por su condición de descendiente directo.
– Total, Patricia, es más o menos lo mismo.
– Ah, Mayo, no seas pesado. Vaya, díselo a mi padre a ver si te invita a comer otra vez.
– Deja eso, deja eso, que no es para tanto.
– Se ve que estás contento, ¿eh? Seguro que tienes algo en la mano.
– Ojalá, Patricia… Pero lo único que tengo es un prejuicio viejísimo y lo que tú me puedas dar ahora. Ayúdame. Mira, son las once y media. Lo que te pedí me lo puedes dar para las dos de la tarde…
– Las cuatro, antes no.
– Ni pa ti ni pa mí: a las tres estoy aquí. Ahora préstame al niño.
Patricia miró a Manolo y leyó la súplica en aquellos ojos que bizquearon sin remedio.
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