Leonardo Padura - Pasado Perfecto

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El primer fin de semana de 1989 una insistente llamada de teléfono arranca de su resaca al teniente Mario Conde, un policía escéptico y desengañado. El Viejo, su jefe en la Central, le llama para encargarle un misterioso y urgente caso: Rafael Morín, jefe de la Empresa de Importaciones y Exportaciones del Ministerio de Industrias, falta de su domicilio desde el día de Año Nuevo. Quiere el azar que el desaparecido sea un ex compañero de estudios de Conde, un tipo que ya entonces, aun acatando las normas establecidas, se destacaba por su brillantez y autodisciplina. Por si fuera poco, este caso enfrenta al teniente con el recuerdo de su antiguo amor por la joven Tamara, ahora casada con Morín. «El Conde» irá descubriendo ciertas sombras inquietantes en el aparente pasado perfecto sobre el que Rafael Morín ha ido labrando su brillante carrera de burócrata.

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El Conde había encendido el tercer cigarro de su desesperación y no oyó los gritos. Pensaba en lo que sucedería esa tarde en el apartamento del amigo de un amigo que pasaba un curso de dos meses en Moscú, y que se había convertido en el refugio transitorio de su pasión todavía clandestina. Imaginaba a Haydée, desnuda y sudorosa, trabajando sobre los rincones más sagrados de su anatomía temblorosa, y sólo entonces vio al hombre ensangrentado que corría hacia él, la camisa verde se le oscurecía en el abdomen y parecía a punto de tirarse al suelo para pedir perdón por todos sus pecados, pero sabía que perdonarlo no era la intención del otro hombre que, cojeando con la pierna izquierda y con la boca partida, también corría hacia él, pero con un cuchillo en la mano. Durante mucho tiempo el Conde pensó que, de haber estado de uniforme, tal vez hubiera podido detener la carrera del perseguidor al que nadie se acercaba, pero cuando soltó el cigarro y gritó: «Párate ya, coño, párate que soy policía», el hombre mejoró su rumbo, levantó el cuchillo sobre su cabeza y puso en el objetivo de su odio al intruso que se le interponía y le gritaba. Lo más extraño es que el Conde concibió siempre la escena en tercera persona, ajena a la perspectiva de sus ojos, y vio cuando el que gritaba daba dos pasos hacia atrás, se metía la mano en la cintura y, ya sin poder hablar, le disparaba al hombre que a menos de un metro de él mantenía el cuchillo sobre su cabeza. Lo vio caer hacia atrás, en un medio giro que parecía ensayado, el cuchillo se le escapó de las manos y entonces empezó a retorcerse de dolor.

La bala lo tocó a la altura del hombro y apenas le astilló la clavícula. Aquella única vez que Mario Conde había disparado contra un hombre, todo terminó con una operación menor y un juicio donde testificó contra el agresor, curado hacía tiempo y arrepentido por la violencia que le despertaba el alcohol. Pero el Conde vivió varios meses con la duda de si había tirado al hombro o al pecho de su atacante, y se juró que nunca sacaría la pistola fuera del polígono de tiro, aunque tuviera que fajarse a mano limpia con el hombre del cuchillo. Sin embargo, René Maciques lo hubiera hecho abjurar de su más solemne promesa. Por mi madre que sí.

– Don Alfonso, vamos para la Central -dijo, y subió la ventanilla del auto. El chófer lo miró y supo que no debía preguntar.

La China Patricia y su equipo en un mar de nóminas, contratos, órdenes de servicio, compra, traslado, venta, memorándums, hago constar, cheques controlados y actas de acuerdos y desacuerdos que siguen diciendo que todo bien, impecable, insólitamente correcto; Zaida en otro mar, de lágrimas, que sí, que en realidad la relación de Rafael y ella no era de jefe y secretaria, que seguía más allá de la Empresa, pero que eso no era ningún delito, porque, además, Rafael jamás se le insinuó, nunca le dijo nada en ese sentido, nunca, nunca, y jurando que sí, que Rafael la llevó a su casa el día 30 y luego no volvió a saber de él, Manolo presionaba y ella lloraba, mi hijo Alfredito lo quería muchísimo y él se bajó del carro y fue a felicitarlo por el fin de año; Maciques, que había cosas que él no sabía, era un jefe de despacho, eso deben preguntárselo al subdirector económico, regresa el día 10 de Canadá, y que no lo creía, otra vez; y el Viejo, que miraba la ceniza de su Davidoff, tendría que hablar con su yerno porque no le aguantaba una más, se llevó al niño y apareció como a las once y media de la noche y con tragos arriba, hasta le había subido la presión con todo ese lío, pero le exigía una solución del caso ya, para hoy mismo, Mario, en tres días llegan unos compradores japoneses que habían abierto un negocio importante con Rafael Morín para la adquisición de derivados de la caña, que daría millones de dólares, Morín había trabajado varias veces con ellos y el ministro quería tener una respuesta, y le preguntaba, Mario, ¿necesitas ayuda?, habían pasado dos días y él seguía con las manos vacías.

El Conde levantó la mirada y vio la fría claridad de ese lunes cinco de enero y pensó que aquella noche tendría la temperatura ideal para esperar hasta las doce, y sólo entonces poner en un rincón de la sala tres manojos de hierba fina y tres pozuelos de agua endulzada con miel, para los camellos, y una carta común dirigida a Melchor, Gaspar y Baltasar, cuando sonó el timbre del teléfono y abandonó de mala gana la idea de la carta a los Reyes Magos.

– ¿Sí? -dice sentándose a medias sobre el buró y con los ojos puestos en la copa de los laureles.

– ¿Mario? Soy yo, Tamara.

– Ah, eres tú, ¿cómo estás?

– Anoche me quedé esperando tu llamada.

– Sí, es que me compliqué. Salí de aquí tardísimo.

– Ya yo te había llamado por la mañana, como a las nueve y media.

– Ah, no me lo dijeron.

– Es que no dejé el recado. ¿Por qué te llamaron ayer?

– Pura rutina. La tal Zoila es amiga de René Maciques y ni siquiera conoce personalmente a Rafael. Lo investigamos bien.

– ¿Y entonces nada de Rafael? -Y él quisiera tener una sola certeza de la intención de la pregunta. Casi prefiere saber que Tamara está desesperada por lo de su marido, piensa también que técnicamente ella sigue siendo la primera sospechosa, cuando agrega-: Esta incertidumbre me mata.

– Y a mí también. Ya estoy cansado.

– ¿De qué?

Y él piensa un instante, porque no se quiere equivocar.

– De ser el policía particular de Rafael.

– ¿Y ya fuiste a la Empresa?

– Allá estaba ahorita. Allá dejé a los especialistas de Delito Económico.

– ¿Delito Económico? Mario, ¿y de verdad tú crees que Rafael esté metido en algo de eso?

– ¿Qué crees tú, Tamara? ¿Tú crees que ahorrando de sus dietas él te podía comprar todo lo que te compraba?

Del otro lado de la línea se hace un silencio denso y prolongado y ella al fin dice:

– No sé, Mario, la verdad es que no sé. Pero la verdad es también que no me imagino a Rafael en eso. El -titubea-, él no es una mala persona.

– Eso me han dicho -apenas susurra él y se pasa la mano por la frente para secarse un sudor inesperado. -¿Qué dijiste?

– Dije que yo también lo creo.

Y regresa el silencio.

– Mario -dice ella entonces-, no me importa lo que pasó ayer, eso…

– Pero a mí sí, Tamara.

– Ay, no me entiendes -protesta ella, se siente forzada a la confesión y él lo hace todo más difícil-. ¿Por qué tú crees que te estoy llamando? Mario, quiero verte otra vez, de verdad.

– Esto no tiene sentido, Tamara. Nos vemos y después qué.

– Después no sé. ¿De verdad no puedes evitar pensarlo todo mil veces?

– De verdad no puedo -admite él, y presiente que le regresará el dolor de cabeza.

– ¿No vas a venir?

Mario Conde cierra los ojos y la ve, desnuda y ansiosa, abierta y expectante en la cama.

– Creo que sí. Cuando sepa qué pasó con Rafael -dice y cuelga y siente cómo el dolor nace detrás de sus ojos, es una mancha de aceite que se extiende por su frente y crece, pero con el dolor viene la idea, cuando sepa qué pasó con Rafael, y el teniente Mario Conde se recrimina, comemierda, por qué no empezaste por ahí.

– ¿Vienes a morir en mis manos? -le preguntó el capitán Contreras, y su sonrisa de gordo satisfecho y sin remordimientos retumbó en las paredes de la habitación. Con una velocidad insólita para su paquidérmica humanidad abandonó la silla, que crujió aliviada, y avanzó hasta el teniente para estrecharle la mano-. Mi amigo el Conde. La vida es así, pariente, hoy por mí y mañana gracias a mí, aunque haya gente que les dé su asquito lo que nosotros hacemos, ¿no es verdad? Claro, a nadie le gusta jugar con mierda, pero alguien tiene que hacerlo y al final vienen a contar conmigo, no tú, que eres mi socio, aunque no has querido trabajar conmigo, pero uno se entera de todito en esta vida. -Y volvió a reírse, dejando que su barriga, sus tetas, su papada y sus cachetes bailaran con alegría. Se reía con facilidad, con mucha facilidad, tanta, que el Conde siempre pensó que para el Gordo Contreras tal vez fuera demasiado fácil reírse-. A ver, déjame ver.

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