– Sabrá que el profesor y María están juntos.
– Eso creo -gruñó el tuerto.
– ¿No le agrada la perspectiva de convertirse en cuñado de Alfredo Flin?
– Nunca me fié de él ni me gustó ese presumido -se despachó Jonás-. María lo sabe.
La subinspectora asintió con la cabeza, dándole en apariencia la razón.
– ¿Cómo era la relación de su hermana Lucía con Flin?
– Lo ignoro.
– ¿Hubo alguna historia entre ellos?
Jonás agrió el gesto.
– Mi hermana está muerta. No sé a qué viene ofender su memoria.
Martina se armó de paciencia.
– Como le he dicho, intento establecer una conexión entre las muertes de Sonia Barca y de su hermana Lucía. Pero ya veo que usted no desea ayudarme. Sería importante que lo hiciera, créame.
– Si hubiera sabido que quería hablarme de estas cosas, no le habría permitido entrar en mi casa.
La subinspectora se levantó y recogió su gabardina.
– No le molestaré más. ¿Puedo quedarme algunas fotos? Se las devolveré a su hermana María, en Bolscan.
– Haga lo que quiera, pero márchese. Y no vuelva por aquí, o la denunciaré por abuso de autoridad, o por la primera cosa que se me ocurra.
Eran las diez de la noche, y seguía nevando, cuando Martina de Santo localizaba las luces de su alojamiento y ocupaba su habitación abuhardillada en el Hotel El Corzo. Había papel pintado en las paredes y, sobre la cama, un grabado de un faisán.
La subinspectora tomó dos aspirinas a palo seco, se desnudó, se tumbó y permaneció quince minutos debajo del cobertor, con los ojos cerrados, intentando relajarse y entrar en calor. Luego abrió la ducha y la dejó correr mientras llamaba por teléfono a Horacio Muñoz. El archivero le puso al corriente de los sucesos de la tarde:
– Aquí todo está revuelto, subinspectora. El inspector Buj ha aprovechado la ausencia del comisario para dar un golpe de escalafón. Tendría que verlo, pavoneándose por los pasillos de Jefatura y vociferando a todo el mundo.
– ¿Dónde está Satrústegui?
– Teóricamente, desaparecido. Los periodistas no cesan de preguntar por él. Lo he controlado durante todo el día, como usted me indicó.
– ¿Se vio con alguien?
– Por la mañana, permaneció encerrado en su casa. A eso de las cuatro, el comisario salió para comprar tabaco y pasear. Fue caminando hasta el Puerto Viejo y estuvo mucho rato fumando en el malecón y mirando los barcos de la bahía con las manos metidas en los bolsillos. No hizo nada de particular, ni habló con nadie. Regresó a su domicilio, y yo me vine para el archivo. ¿Qué me cuenta usted? ¿Ha descubierto algo en ese pueblo?
– Hablaremos mañana, Horacio.
– ¿A qué hora regresará de Los Oscuros?
– No lo sé. Mi coche se despeñó por una barranca. Tendré que dejarlo aquí y volver como pueda.
– ¿Ha sufrido un accidente?
– No se preocupe por mí, ya sabe que soy dura de pelar. Sólo tengo una contusión en la rodilla. Le veré en cuanto llegue a Bolscan. Creo que hay un tren a las ocho. Ignoro lo que tardará.
– Consultaré los horarios e iré a buscarla a la estación.
– Hará usted algo mejor, Horacio. Vaya a ver al doctor Marugán, en el Anatómico, y pídale de mi parte la autopsia de una chica de Los Oscuros llamada Lucía Bacamorta. Oficialmente, se ahogó en la Laguna Negra a los dieciocho años, hace dos.
– Descuide.
– Gracias, Horacio. Si en el curso de la noche ocurriese algo grave, llámeme a este número.
La subinspectora le facilitó el teléfono del hotel y se metió en la ducha. Se enjabonó y estuvo largo rato bajo el agua, con las manos apoyadas contra las baldosas pegadas con rastros de silicona que la espátula no había acertado a repelar.
Apenas tuvo fuerzas para secarse. Envuelta con el juego de toallas, se metió en la cama y se quedó dormida.
Soñó con una anciana que hacía punto de cruz, y que perseguía a sus hijas hasta clavarles las agujas en el cuello y deleitarse con la sangre que manaba de sus jóvenes cuerpos. Se despertó varias veces, pero no fue consciente de ello.
A las cinco de la mañana, repicó el teléfono de su habitación. Martina despertó con la sensación de no saber dónde estaba. Encendió la luz y cogió el auricular. La voz de Horacio volvió a sonar, como si no hubieran dejado de hablarse.
– Siento despertarla con una mala noticia, subinspectora. Los de Seguridad Ciudadana han encontrado a otra mujer muerta. Acabo de enterarme.
Martina ahogó una exclamación.
– ¿Asesinada?
– Sí.
– ¿Dónde?
– En el Puerto Viejo.
– ¿Cerca del lugar donde en la tarde de ayer vio usted al comisario Satrústegui?
– Allí mismo, junto a la fábrica conservera.
«Y junto al loft de Raisiac», pensó la subinspectora.
– ¿La han identificado?
– Sí. Se llamaba Camila Ruiz.
Martina apretó el teléfono contra la mejilla y sepultó la mandíbula en el esternón. Sabía lo que Horacio iba a responder, pero preguntó:
– ¿Cómo la mataron?
La voz del archivero sonó increíblemente cercana, como si estuviera a su lado.
– De una cuchillada en el corazón. Después, le arrancaron la piel, desde el cuero cabelludo hasta el monte de Venus.
La mañana de Reyes amaneció luminosa y blanca. Había dejado de nevar, y un cielo azul, nuevo y lavado, mostraba la cordillera en todo su esplendor.
El tren de Bolscan no arrancó hasta las ocho treinta. La nieve se acumulaba alrededor de las vías, y tardaron bastante en despejarla. El factor de la estación tuvo que pedir disculpas de antemano y encarecer paciencia a los escasos pasajeros, porque el convoy viajaría despacio.
Tanto que, hasta las doce, después de detenerse en innumerables apeaderos, y de esperar, al menos en un par de ocasiones, a que el personal ferroviario retirase la nieve de los pasos angostos, no llegó a la capital.
Arrastrando un tanto la rodilla contusa, Martina cruzó a la carrera el andén. Se dirigía a la parada de taxis cuando divisó a Horacio.
– Tengo el coche en la puerta, subinspectora. Suba, le iré contando por el camino.
– ¿Dónde está el cadáver de Camila Ruiz?
– En el Anatómico Forense.
– Vamos allá, rápido.
El archivero arrancó el escarabajo y comenzó a explicarie que el cuerpo había sido descubierto a las tres de la madrugada por una pareja de estudiantes universitarios que debía de estar buscando en el Puerto Viejo un lugar apartado donde desfogar su pasión.
Entre los contenedores y grúas, sobre un colchón tirado en la basura, vieron, en medio de un charco de sangre, algo que sólo unas horas antes había sido un ser humano. La estudiante sufrió un ataque de nervios, pero su compañero tuvo temple para buscar un teléfono (había una cabina a quinientos metros) y avisar a la policía.
Una unidad acudió a toda prisa. Los agentes precintaron la zona y sacaron de la cama al inspector Buj, quien, de bastante mejor humor de lo que en él era habitual, se presentó treinta minutos después, para encargarse de dirigir la investigación en la escena del crimen.
Horacio, que seguía en el archivo, fiel a sus costumbres noctámbulas, se había enterado del suceso en Jefatura, por el retén de guardia. Le faltó tiempo para dirigirse en su escarabajo al Puerto Viejo.
Cuando llegó, media docena de coches patrulla impedía el paso a una veintena de residentes de un cercano bloque de viviendas y de los lofts ubicados en la antigua fábrica conservera.
Esos vecinos, alarmados por las sirenas, se habían vestido de cualquier manera, y bajado a la dársena para curiosear. Entre ellos, Horacio distinguió la noble e inconfundible cabeza romana de Néstor Raisiac. El arqueólogo se había protegido del frío y la humedad con un batín de color púrpura, debajo del cual se apreciaba la camisa del pijama. Raisiac estuvo unos minutos contemplando el despliegue policial, el ir y venir de uniformes, la confusión de gritos, flashes, órdenes contradictorias, hasta que se volvió a su loft caminando por el borde del muelle.
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