– Le traeré un café -propuso Marugán, un tanto inquieto, y escrutándola con atención-. Apostaría a que está usted muy baja de glóbulos rojos. Convendría que se hiciera unos análisis.
– Eso me recuerda que debía hacerle una consulta -dijo Martina, mostrándole las cápsulas encontradas junto al Palacio Cavallería-. ¿Puede confirmarme si estas píldoras contienen suramina?
– Déjeme ver.
Marugán se dirigió a una estantería donde se apilaban unos cuantos tratados y consultó con rapidez un vademécum.
– En efecto.
– ¿La suramina puede presentar alguna contraindicación?
– En determinadas ocasiones, como acaba de demostrarse en el tratamiento del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, provoca reacciones adversas.
– ¿El Sida?
– La próxima plaga, Martina. La más terrible.
– ¿La suramina se emplea contra el Sida?
– De manera errónea -afirmó Marugán-, aunque, en otras aplicaciones, inhiba el enzima que permite a un virus similar colonizar las células. El equipo de Robert Gallo y el Instituto Pasteur se esfuerzan en combatir esta nueva y pavorosa enfermedad, pero no están seguros de nada. Todo son globos sondas, falsas esperanzas, pasos en la oscuridad. La noticia de que ese famoso actor, Rock Hudson, padece el mal, ha desatado una psicosis colectiva. Justificada, pienso. Mientras el pánico se extiende y los infectados mueren por decenas, un laboratorio norteamericano no ha tenido mejor ocurrencia que presentar la suramina como un remedio mágico. Este imprudente anuncio ha provocado una estéril euforia entre los enfermos, quienes se han lanzado a obtener el fármaco a cualquier precio. Hacen cola en los hospitales de Atlanta y París, y no faltan desaprensivos que se benefician del mercado negro.
– ¿Qué aspecto presentan esos enfermos?
– En el frigorífico tengo un cliente seropositivo. Llegó el martes, si recuerda, estando usted presente. Venga conmigo.
Marugán se dirigió al depósito y abrió una de las escotillas de acero. El cadáver de un hombre llagado, con pústulas repartidas por casi todo el cuerpo, los contempló desde algún lugar ignoto de la devastación vírica. Las erosiones del sarcoma de Kaposi habían respetado su cara, pero se extendían como putrefactos bulbos por el cuello, el pecho, los brazos. Martina tuvo la impresión de que ese hombre todavía tenía dentro una carnada de ratas intentando abrirse paso, a dentelladas, a través de su piel.
– ¿Quién era?
– Un auxiliar internacional de vuelo. Aunque no lo crea, contaba veintiséis años. Cuando me lo trajeron, no se le habrían dado menos de cincuenta. Era homosexual, sin pareja estable. En sus escalas solía frecuentar saunas y clubs de compañía masculina, donde el uso del preservativo es anecdótico. El Sida está golpeando a la comunidad gay, pero no se descartan otras vías de contagio que puedan afectar a heterosexuales. De hecho, hay declarados ya bastantes casos, sin que se sepa por qué vía pudieron contraer la enfermedad. Este individuo que usted contempla desarrolló el síndrome en menos de seis meses. Empezó a toser, a cansarse. Apareció el sarcoma; la neumonía, después. Es la nueva lepra, Martina. Y esto que ve usted, las llagas, la desnutrición, o la invisible aniquilación de todo el sistema inmunológico, es lo que le gusta hacer a ese virus asesino. No hay vacuna, por ahora, ni tratamiento eficaz. Y no será con suramina como acabaremos con él… ¿Adónde va, subinspectora? ¿Se marcha?
El ambiente en la brigada de Homicidios era de máxima tensión. Ninguno de sus agentes se había acostado en toda la noche. Las caras de los detectives reflejaban la mortecina palidez de las horas robadas al sueño.
El inspector Buj había asentado sus posaderas en una de las mesas. Gesticulaba, alzaba la voz y parecía hablar con todos sus hombres a la vez.
Martina se unió al equipo. El Hipopótamo se estaba refiriendo al concurso de un testigo presencial en el asesinato de Camila Ruiz.
– Gracias a ese elemento providencial tenemos la descripción del coche: una berlina grande, de color negro, con la tapicería clara. Un Mercedes, probablemente. A la 1.45 de la madrugada, ese vehículo aparcó en la boca del Puerto Viejo, dejando el motor y las luces encendidas. De ese coche salieron un hombre de oscuro, con el rostro cubierto por una capucha, y una llamativa mujer, Camila Ruiz, la víctima, vestida de rojo de arriba abajo. Nuestro testigo oyó peticiones de auxilio y gritos angustiados. Pasados unos quince minutos, vería al asesino regresar al coche con algo colgando en sus manos. Al principio, pensó que se trataba de una prenda, pero enseguida comprendió que estaba equivocado: eran la cabellera y parte de la piel de esa mujer.
Los detectives guardaron silencio. Martina encendió un cigarrillo, sin que el inspector se hubiese dignado mirarla aún.
Buj prosiguió:
– La víctima terminó su actuación en el Stork Club a la una de la madrugada. Se cambió y se marchó rápidamente del cabaret. El asesino podía encontrarse en la sala de fiestas, o la recogió al salir. Debió de proponerle un encuentro sexual, e invitarla a subir a su coche para mantener ese intercambio en algún lugar tranquilo. Quiero una relación completa de todos los clientes que se hallaban en el Stork Club, y quiero saber, muy especialmente, si alguno de ellos asistió al espectáculo acompañado por una mujer. Interroguen al personal del cabaret, desde el matón de la puerta hasta la última bailarina.
El inspector tomó aire:
– Necesito un informe exhaustivo sobre todas las sectas que permanezcan operativas, en particular sobre aquellas que practiquen rituales satánicos. Usted, Cubillo, diríjase al cementerio, por si hubiera restos de alguna ceremonia. Salcedo se encargará de reconstruir los pasos de la víctima, partiendo de las cuarenta y ocho horas previas a su muerte. Quiero una relación cronológica de todos sus movimientos, con quién habló, dónde estuvo, a quién telefoneó, con quién se fue a la cama. Localicen el piso de Camila Ruiz y regístrenlo a fondo. Ah, De Santo, está usted aquí. No se vaya sin pasar por mi despacho.
– No pensaba hacerlo, inspector. Pero creo que ya va siendo hora de que hablemos del comisario Satrústegui.
Una tensión eléctrica galvanizó la sala. Los agentes se miraron entre sí, con la solemne expresión de las grandes ocasiones.
Martina desveló:
– Unas horas antes de la muerte de la bailarina, el comisario estuvo en el lugar del crimen, muy cerca de los contenedores del Puerto Viejo.
– ¡Que alguien me ponga con Asuntos Internos! -exclamó el inspector.
Pero la subinspectora no había terminado:
– También Néstor Raisiac, el comisario de la exposición donde apareció asesinada la primera víctima, estuvo en el Puerto Viejo. Si bien, con posterioridad al asesinato. Vive a un centenar de metros de allí, y salió a curiosear en cuanto oyó las sirenas.
– Compruebe usted misma qué hacía allí, De Santo -decidió el inspector-. ¿Tiene algo más que aportarnos?
– Sí. El hijo de Raisiac, David, acosaba a Camila Ruiz. Yo misma los vi discutir. David Raisiac tiene antecedentes por tráfico y asalto a la propiedad.
– Interróguelo. ¡Vamos, todos a trabajar! Usted, De Santo, espere aquí. Haré una llamada. En cuanto me vea colgar, pase por mi negociado.
La subinspectora no tenía demasiadas dudas de que el destinatario de la llamada de Buj no podía ser otro que el inspector Lomas, de Asuntos Internos. A través del cristal esmerilado de su oficina no era posible captar la expresión del inspector, pero a Martina le pareció que Buj sonreía como un cazador frente a su indefensa presa. Cuando oyó el chasquido del auricular, entró al despacho. El inspector le dijo, separando los brazos en el aire:
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