Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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La mariposa de obsidiana: краткое содержание, описание и аннотация

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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Discretamente ubicado, Horacio permaneció todo el rato en un segundo plano, tomando buena nota de los primeros hallazgos, y reteniendo los comentarios que los agentes de Homicidios intercambiaban entre sí, a medida que intentaban reconstruir la mecánica del asesinato.

La ropa de la víctima, destrozada por completo, como si una fiera se la hubiera arrancado a bocados, estaba tirada cerca del colchón sobre el que el cadáver descansaba con las piernas unidas y los brazos en forma de cruz.

Las prendas de la mujer asesinada eran rojas, de un llamativo y acharolado tejido, y del mismo color que las altísimas botas que debían de llegarle más arriba de las rodillas, y que yacían tiradas en el suelo, con las cremalleras a medio bajar. También su bolso estaba desparramado entre los desperdicios, y sus objetos personales -barras de labios, llaves, un pastillero- repartidos por un radio bastante amplio; tanto que su cartera, con la documentación, una cierta cantidad de dinero y una tarjeta del Stork Club, apareció a varios metros del cadáver. El reloj de pulsera de Camila Ruiz, con la esfera agrietada y la correa rota (lo que demostraba, acuñó Horacio, que la víctima había forcejeado con su agresor), señalaba la una y cuarto de la madrugada, hora que, en efecto, una vez registrada la temperatura del cuerpo, coincidiría con la data de la muerte.

El juez de guardia, Raúl Calasabajo, y el forense Fermín Polo, uno de los ayudantes de Marugán, se habían presentado a las cuatro y media de la madrugada. A esa hora, el frío era tan intenso que los curiosos habían regresado a sus hogares y sólo tres o cuatro periodistas, entre los cuales el inevitable Belman, quedaban de guardia en la bocana del puerto, insistiendo una y otra vez en que les dejaran pasar para hacer su trabajo. Damián Espumoso, el gráfico del Diario , trató de deslizarse por el repecho del malecón para tomar unas fotos, pero fue descubierto y devuelto sin miramientos a la barrera de seguridad.

A las seis de la mañana, tras un primer examen forense, el juez Calasabajo ordenó el levantamiento del cadáver, que fue trasladado por una ambulancia al Instituto Anatómico. Una docena de agentes quedaron peinando la zona, en busca de pruebas.

Transido de frío, Horacio había regresado a Jefatura sin lograr quitarse de la cabeza la imagen bajo la que esa masacrada mujer había atravesado la frontera de la eternidad: el cráneo ensangrentado y desprovisto del cuero cabelludo, la honda herida en el pecho, el desollado torso. Pero, sobre todo, el contraste que a la luz de la única farola del puerto y, después, de los focos que instaló la policía, deparaba la blanca piel que no había sido seccionada con el rojizo fulgor de tejidos y vísceras, expuestos sin misericordia a la intemperie. Y expuestos también, según atestiguaban señales de mordeduras en los costados y plantas de los pies, a la voracidad de los roedores que anidaban entre los desechos, o en las cloacas del muelle.

Capítulo 56

Horacio dejó a Martina frente a la puerta del Instituto Anatómico y se fue a su casa para dormir unas pocas horas.

La subinspectora entró sola a la sala de autopsias. Estaba pensando en Néstor Raisiac, pero el fuerte olor a formol le recordó dónde se hallaba.

Inclinados sobre unos restos humanos, los dos forenses, Ricardo Marugán y Fermín Polo, trabajaban de espaldas a ella, absortos en el cadáver extendido sobre la mesa quirúrgica, de cuyo perfil, tapado por los médicos, sólo se veían una cabeza desprovista de pelo y los azulados pies, con las uñas pintadas de rojo.

Las batas sanitarias de los forenses, sus mascarillas, los gorros y guantes de látex les conferían un aspecto higiénico. Sin embargo, en cuanto Marugán se giró al oír el batiente de la puerta, Martina vio que tenía el mandil cuajado de sangre. Gotas de sangre salpicaban también los cristales de sus gafas, y la mascarilla del doctor Polo.

La subinspectora se había aleccionado mentalmente para enfrentarse a lo que allí le esperaba, pero cuando estuvo junto al cadáver de Camila Ruiz, con las manos colgándole de los desollados brazos, y con jirones de piel adheridos al pecho, a los muslos, incluso al rostro deformado por un rictus espeluznante, de pánico y desesperación, un arrebato de odio la invadió, inundándola de impotencia e ira.

– Supongo que estará pensando que quien haya hecho esto no merece pertenecer a la especie humana -adivinó Marugán, dejando la sierra en una bandeja, sobre otros instrumentos-. Usted tenía razón, subinspectora. A este asesino de mujeres le fascina su piel.

– Esta vez la extirpó con menos cariño -observó Martina.

La subinspectora no se había dirigido a ninguno de los médicos en particular. Su primera pregunta iba a ser para el doctor Polo:

– ¿Era éste, exactamente, el aspecto que presentaba el cuerpo cuando llegó usted al lugar del suceso?

– La hemos adecentado un poco -admitió el forense auxiliar. El doctor Polo era mucho más joven que Marugán y, aunque tenía una alta opinión de sí mismo, bastante más inexperto-. Pero sí, más o menos éste era su aspecto. La mujer apareció sobre una colchoneta vieja, completamente desnuda, parcialmente desollada y rodeada de un charco de sangre.

– ¿A qué hora falleció?

– Entre la una y las dos de la madrugada.

– ¿Hallaron en el escenario otros restos de sangre, huellas, algún indicio que pueda llevarnos hasta el agresor?

– Tomé muestras -aseguró Polo-, pero están sin analizar. En cuanto a las huellas… Había basura por todas partes, ropa usada, botellas rotas, cartonajes… Comprobé la data de la muerte, señalé la serie de fotografías forenses que íbamos a necesitar y aconsejé al juez trasladar el cadáver al Instituto, a fin de poder estudiarlo en condiciones.

– ¿Lo han hecho ya?

– Estamos en ello.

La subinspectora le dedicó una sonrisa helada.

– ¿Cree que acabarán antes de que aparezca una tercera víctima?

El doctor Polo no acertó a responder. Martina lo agobió:

– ¿Tampoco han encontrado cabellos, fibras, algo sobre lo que podamos trabajar?

– Por ahora, no -repuso Marugán, asumiendo su jerarquía en defensa de su subalterno-. No somos máquinas, subinspectora. Tendrá que concedernos algún tiempo más para avanzar en la autopsia.

– No dispongo de tiempo. ¿Querrían adelantarme sus primeras conclusiones?

Marugán se resistió.

– Preferiría hacerlo mañana, cuando disponga de la analítica.

– Le repito que no tenemos tiempo. Ni manera de saber dónde o en qué momento el asesino volverá a matar. Debemos actuar de inmediato. La mínima pista puede resultar decisiva.

Marugán se quitó las gafas y las limpió con una punta de la bata.

– De acuerdo, subinspectora. Le anticiparé lo esencial.

– Las víctimas a las que podamos evitar esa condición se lo agradecerán.

Para no seguir soportando la mirada implacable de aquella mujer policía, Marugán erró la suya hacia la bandeja de pasteles que reposaba sobre un escritorio. Eligió de antemano el que se comería más tarde y engoló la voz, como si el dulce ya le aterciopelara el paladar:

– Le diré que, como sucedió en el caso del asesinato anterior, el perpetrado contra la mujer llamada Sonia Barca, el homicida apuñaló en el corazón, con enorme fuerza, a esta otra mujer, Camila Ruiz. Pero no lo hizo una sola vez, sino en tres ocasiones. Las dos primeras, por debajo de la parrilla intercostal, interesando órganos vitales. La tercera y última puñalada, la más poderosa, fue dirigida al corazón.

– ¿La víctima estaba atada?

– No hay abrasiones causadas por ligaduras.

– Se revolvió contra su agresor -presumió Martina-, y necesitó apuntillarla.

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