Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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La mariposa de obsidiana: краткое содержание, описание и аннотация

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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La subinspectora retrocedió para analizar las planas y leves huellas que se concentraban en un reducido entorno, como si su dueño hubiese permanecido acuclillado, quieto, observando lo que sucedía abajo. Frente a las pisadas, una de las planchas de alabastro mostraba una superficie algo más limpia, acaso desempolvada con el dorso de una mano. La subinspectora forcejeó con esa lámina, hasta descorrerla. Cuando lo hubo conseguido, asomó la cabeza. Abajo, un empequeñecido Horacio Muñoz permanecía entre la dotación de bomberos, expectante.

– ¿Han encontrado algo, subinspectora? -gritó el archivero.

– ¡Bajó por aquí, con una cuerda, o bien deslizándose por la columna adosada al muro!

– Imposible -estimó Salcedo, observando la superficie lisa de la columna, y la enorme altura que separaba su capitel del suelo-. ¿Y cómo tensó y sujetó la cuerda? No hay nada donde amarrar un cabo.

– Esa marca -le indicó Martina, señalando una hendidura en la tablazón, junto a la calza del arco. El anclaje. Debió de utilizar una herramienta rígida. Un pico pequeño o un piolet.

– En ese caso -objetó Salcedo-, la vigilante habría oído el ruido.

– No necesariamente.

– Lleva razón -admitió Salcedo-. Uno de los ordenanzas ha declarado que, cuando entró al museo, justo antes de descubrir el cadáver, la música ambiental estaba muy alta.

– Eso explicaría su impunidad. ¡Horacio! -exclamó la subinspectora-. ¿Quiere hacerme el favor de ordenar que cierren las puertas, que apaguen las luces y que conecten la música al máximo volumen?

El archivero impartió las órdenes. La nave del palacio quedó en penumbra. Los altavoces comenzaron a desgranar una sinfonía fúnebre, acorde a los contenidos de la exposición.

Desde la altura en que se encontraban los dos policías, la cámara oscura quedaba apenas iluminada por los apliques de las vitrinas, regulados por un circuito independiente al sistema general de iluminación. A través de los telones, los mínimos focos de los expositores dibujaban con precisión el laberinto de la muestra. Dos lucecitas rojas señalaban los pilotos situados sobre la puerta de entrada, junto al mostrador de recepción.

La subinspectora reflexionó:

– Pudo hacerlo. Un experto en escalada libre habría descendido por la columna, pero definitivamente no lo era, porque prefirió descolgarse por una cuerda. Oculto tras los telones, acecharía a la vigilante aguardando el momento oportuno para atacarla. La asesinó, volvió a trepar por la cuerda y huyó.

– ¿Por dónde? -preguntó Salcedo.

Martina tanteó una tras otra las láminas de alabastro que daban a la fachada norte. Una de ellas se descorrió. Un metro más abajo, en el exterior, la fachada disponía de una cornisa ornamental de ladrillo, que ofrecía puntos de apoyo. El mismo friso se repetía, simétrico, unos metros más abajo.

– ¿Descendió por aquí? -dudó Salcedo, asomándose al hueco; la acera de la pequeña plaza abierta en la parte posterior del palacio parecía imposible de alcanzar.

En ese instante, se oyó un fuerte crujido y el frágil piso de la falsa se abrió bajo los pies de los agentes. Una lluvia de tablas se derrumbó hacia la nave. Salcedo, arrodillado junto al vano, tuvo el reflejo de aferrarse a uno de los arcos. La subinspectora, de un ágil salto, logró desplazarse y evitar la caída. Durante unos interminables segundos, el cuerpo de Salcedo se balanceó pendularmente.

Martina miró hacia abajo. Horacio gesticulaba, mientras los bomberos corrían de un lado para otro.

– ¡El camión! -voceaba el archivero-. ¡Muevan el camión!

La escala, desviada de sus puntos de apoyo, había quedado a unos tres metros de la cornisa donde Salcedo permanecía colgado.

– ¡Aguante! -volvió a gritar Horacio; su voz retumbó en la nave.

Se oyó el motor del camión, y la rígida escala avanzó con precaución hacia el policía. Desde el suelo podía verse cómo Salcedo sepultaba la barbilla en el esternón para concentrarse en el esfuerzo de sostener sus ochenta y cinco kilos de peso. La subinspectora había enlazado sus manos con las que le tendía el bombero encaramado a la torreta. De inmediato, rescataron también a Salcedo. Horacio emitió un suspiro de alivio.

– Creí que no lo contaban, subinspectora -se congratuló el archivero, cuando Salcedo y ella pisaron suelo firme-. Les ha faltado el canto de un duro.

– Necesito esas huellas -dijo Martina-, así como comprobar la posible existencia de fibras procedentes de la cuerda.

– No creo que sea posible volver a subir allá arriba -opinó Horacio, alzando la vista hacia el ancho agujero que el derrumbe había abierto en el desván.

El archivero se agachó y recogió uno de los tablones.

– Carcoma -dictaminó, soplando el serrín-. Han tenido mucha suerte. Las tablas pudieron ceder apenas pisarlas. Y, en ese caso…

– Insisto en que necesitamos esas huellas -reiteró Martina-. Encárguese de ello, Salcedo. Me da igual que vuelvan a subir o que decidan desmontar la galería entera. Tómese todo el día, si hace falta, y requiera los medios que sean necesarios. Tengo que hablar con el comisario. ¿Dónde hay un teléfono?

– En recepción -indicó Horacio.

Martina se precipitó al aparato, que disponía de tres líneas. Dos de ellas, internas, comunicaban con distintas dependencias del Ayuntamiento, con la concejalía de Cultura, concretamente, y con la unidad fija de la Policía Local destinada en el Consistorio. La tercera era externa.

Martina reparó en que la centralita del palacio disponía de un sistema de grabación. Rebobinó y se dispuso a escuchar la cinta.

En primer término, el altavoz reprodujo una insulsa charla entre uno de los bedeles y alguien, otro funcionario, seguramente, del departamento cultural. El ordenanza reclamaba más folletos y catálogos de la exposición.

A continuación, la cinta grabada en el teléfono de recepción del Palacio Cavallería reprodujo el siguiente diálogo:

– Tengo ganas de ti.

– Yo también tengo ganas.

– ¿Estás mojada?

– Sí.

– ¿Quieres que vaya a por ti?

– Es mi primera noche. No sé…

– ¿Quién se dará cuenta? Nos lo montaremos en el museo. Será muy excitante. En una hora tendrás palanca. Espérame discurriendo alguno de tus jueguecitos. Instrumentos no te van a faltar.

– Tendría que abrirte la puerta y…

– En todo caso, pensarán que soy el vigilante de refuerzo. Nos lo hacemos y me vuelvo a mis putas naves. ¿Cuál es el problema?…

La subinspectora volvió a escuchar la grabación. Resultaba evidente que esa conversación había tenido lugar poco antes del crimen, y que una de las voces correspondía a la de la mujer asesinada. La otra voz era de un varón, pero nada viril.

Pensativa, Martina guardó la cinta.

Capítulo 26

– ¿Qué sabe usted de la obsidiana, Horacio?

Estaban junto a la puerta de entrada del palacio. Un sol tímido se esforzaba en disipar la niebla matinal.

– No gran cosa, a decir verdad. Sé que es de color negro, y creo que se parece al sílex, en algunas de sus características y usos. ¿Es una roca granítica?

La subinspectora señaló un banco en la plaza. Se encaramó al respaldo, apoyando las botas en el asiento, encendió un cigarrillo y lo sostuvo en la comisura de la boca.

– La obsidiana es una roca vítrea, de origen volcánico.

Horacio se sentó junto a ella, correctamente.

– Me suena que abundaba en el antiguo México.

– Hubo canteras y minas, y se extraía con regularidad. Cuando yo tenía catorce años, mi padre nos invitó a unas vacaciones en la península de Yucatán. El se pasó toda la vida viajando, de una punta a otra del globo, pero nunca se quejaba por ello. Solía decir que viajar era la mejor manera de descansar. Permanecimos en Yucatán alrededor de dos meses.

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