Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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La mariposa de obsidiana: краткое содержание, описание и аннотация

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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Una bandada de palomas revoloteaba en torno a un niño que arrojaba al aire puñaditos de maíz. El chiquillo llevaba un abriguito demasiado grande para él, heredado, con toda seguridad, y un gorro con pompón bajo cuya visera le asomaba el flequillo. Satrústegui deseó que ese niño hubiese sido su hijo. Antonia y él no habían podido tenerlos. A veces, cuando se sentía mal, como en ese momento, su carencia desgarraba algo dentro de él.

Capítulo 1 9

El comisario decidió que necesitaba un café cargado. Se dirigió a tomarlo a una de las cafeterías de la plaza, un local impersonal que solían frecuentar jueces, abogados y procuradores de los cercanos Juzgados. Ocupó una mesa apartada junto a las lunas que dejaban ver la iglesia del Carmen, su mole barroca, su airosa torre con campanil y, muy cerca, el Palacio Cavallería, tan puro en sus renacentistas líneas. Tan ajeno al drama que se había perpetrado en su seno.

Infringiendo todas las señales y, en particular, la prohibición de estacionar en el área peatonal de la plaza, una Vespa acababa de aparcar ante la fachada del palacio. El motorista, un individuo alto, desgarbado y flaco, se dirigió a los agentes que custodiaban la entrada y se puso a discutir con ellos. Era obvio que pretendía entrar al museo. Los policías intentaron disuadirle de buenas maneras, pero como aquel ciudadano insistiera, y no precisamente con civismo, acabaron propinándole un par de disuasorios empujones. El motorista se giró, exasperado, agitando los brazos como un airado quijote frente a molinos de viento. Atentos a él, los agentes no se dieron cuenta de que, mientras discutían con el motorista, un individuo bajito, armado con una cámara fotográfica, se había deslizado en el interior del vestíbulo. Se trataba de Damián Espumoso, alias Enano, y era uno de los fotógrafos del Diario de Bolscan.

Tampoco Satrústegui se había percibido de la treta. En cambio, sí reconoció al motorista. No era otro que Jesús Belman, el reportero de casos del Diario. El comisario se preguntó por qué conducto habría podido enterarse tan pronto del suceso.

El propio Belman iba a explicárselo. El periodista debió de distinguir a Satrústegui a través de la luna de la cafetería porque atravesó a grandes zancadas la plaza. Ingresó en el café y se acercó a su mesa.

– ¿Está libre la silla, comisario?

– Sí, pero ya me iba.

– ¿Por qué tanta prisa? ¿Es que se ha cometido un crimen?

Satrústegui evaluó al reportero con una mirada crítica, no exenta de cierto desprecio. Belman llevaba la corbata con un nudo imposible, por debajo del cual, y de la desabrochada camisa, se apreciaba una raída camiseta térmica. Estaba mal afeitado y sorbía por la nariz. Las ojeras le dibujaban violáceas bolsas. Era hipotético que se hubiese acostado en las últimas cuarenta y ocho horas.

– ¿Ha leído mi reportaje de hoy?

Satrústegui no respondió. Belman se dirigió jovialmente al camarero:

– Café negro, sin azúcar. Doble.

– Tendrá que tomarlo solo -intentó desanimarle Satrústegui.

– Creo que le conviene escucharme, comisario.

Belman se puso cómodo. Otro mozo le sirvió el café.

El reportero tocó la taza con el extremo de las falanges, de uñas recortadas y limpias, tanto que el comisario aventuró que debían de ser los únicos elementos de su anatomía a los que prestaba atención higiénica. La taza ardía. Belman encogió los dedos, dejándolos crispados sobre el mantel, como los de una rapaz. Después, sacó una petaca del bolsillo interior de su chaqueta de pana y vertió un chorro de anís en la taza.

– Será un minuto, comisario. El tiempo justo para que me confirme que la víctima es una mujer llamada Sonia Barca.

Belman hizo una pausa para sonarse.

– Conocida de usted.

Satrústegui abrió la boca, pero no acertó a decir nada.

– Por ahora, será un secreto entre nosotros -le garantizó el reportero, en tono benévolo, como satisfecho del efecto obtenido-. Prometo no inmiscuirme en la investigación, y mucho menos en su vida privada. Al fin y al cabo, en materia de cama todos tenemos nuestros secretillos. ¿No está conmigo, comisario?

Satrústegui tomó aire.

– ¿Quién es su chivato en Jefatura? ¡Le exijo que me dé el nombre de esa rata!

Afilando la expresión, el reportero señaló con vaguedad hacia la barra. De espaldas, atentos al periódico, o enfrascados en consultar documentos, se alineaban media docena de trajeados abogados.

– No sólo en la Policía hay ratas. Mi trabajo consiste en saber, pero no en publicar todo lo que sé. Puede estar tranquilo, comisario. Intuyo que me conviene cerrar la hucha.

– ¿Qué piensa publicar?

– La verdad. ¿Cuándo sabrán quién la mató?

– Quizá cuando los resultados de la autopsia sean definitivos.

– ¿Y hasta entonces?

Satrústegui se removió en la silla, dispuesto a marcharse. De los labios de Belman brotó un bufido.

– Es invendible, comisario. La opinión pública no lo admitirá. ¿Se da cuenta de que está en el filo de la navaja?

– Procuraré no cortarme -murmuró Satrústegui, levantándose y arrojando unas monedas al platillo de madera-. Ha sido un placer charlar con usted. Por eso le invito.

Belman se sonó con un arrugado pañuelo y le dirigió un malévolo guiño.

– Tampoco se va a arruinar. Esta cafetería es bastante más económica que El León de Oro. Me han asegurado que en ese establecimiento las copas no son baratas. No sé la compañía.

En la plaza, Conrado Satrústegui sintió que le faltaba el oxígeno. Un magistrado le saludó con cortesía. El comisario apenas pudo hilvanar unos pocos lugares comunes para salir del paso. Se dirigió hacia el Ayuntamiento, pero, antes de entrar y sentarse a soportar las diatribas del alcalde, cambió de idea. Rodeó el Palacio Cavallería hasta el callejón y subió al coche patrulla. El conductor encendió el motor y aguardó instrucciones. Satrústegui prendió un cigarrillo y se puso a fumar en silencio, la mirada clavada en la ventanilla. Estuvo ausente varios minutos, hasta que el conductor, tímidamente, inquirió:

– ¿Nos vamos, señor?

– ¿Le he dicho que nos dirijamos a algún sitio?

El chófer apagó el motor. La voz del comisario resonó dentro del coche:

– ¿Le he ordenado que quite el contacto?

– Disculpe, señor.

El motor volvió a ponerse en marcha. Satrústegui reparó en que los policías locales que acordonaban el palacio estaban observándole. Podía verlos por el espejo retrovisor, mirando hacia el coche mientras se frotaban las manos para entrar en calor. El superintendente se encontraba entre ellos. Seguramente, también se estaría preguntando qué hacía el comisario allí parado.

– Arranque de una vez -decidió Satrústegui, al fin.

Capítulo 20

El coche patrulla avanzó hasta la boca del callejón y torció a la derecha, mezclándose con el tráfico de la avenida que corría paralela al paseo marítimo.

La fortaleza de San Sebastián se adentraba en el mar. Un poco más allá se perfilaba el Puerto Nuevo, con los barcos haciendo ondear sus banderines bajo el impulso del viento. De niño, en Bilbao, su ciudad natal, Satrústegui solía jugar a adivinar los países representados por exóticas enseñas. Lugares lejanos, existentes tan sólo en los mapas escolares, pero que tal vez, a bordo de uno de esos buques, él llegaría a visitar algún día. El comisario pensó que ya no quedaba nada de todo aquello. Tan sólo una serie de distorsionados recuerdos, que apenas le pertenecían.

El conductor se situó en el carril central y avanzó hasta detenerse en un semáforo. La fachada encalada del Teatro Fénix surgió reverberante de luz, con las banderolas del estreno, sacudidas por el viento, haciendo flamear las letras de la función en cartel. Antígona. Satrústegui había leído la tragedia en algún curso del bachillerato, pero no recordaba su argumento. Repasó distraídamente los nombres de los actores. Gloria Lamasón, la gran trágica, en el papel principal; Toni Lagreca, como Tiresias; Alfredo Flin, Creonte; María Bacamorta, Eurídice… No iba a tener más remedio que verlos actuar a la noche siguiente.

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