Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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La mariposa de obsidiana: краткое содержание, описание и аннотация

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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El sudoroso aspecto de Buj denotaba que había pasado la noche en blanco. El inspector llevaba la cartuchera torcida, los tirantes caídos y los faldones de la camisa entremetidos de cualquier forma. Puntas de una barba cana afloraban en sus gruesos carrillos. Hasta el olfato del comisario, a pesar de que los separaba la anchura del escritorio, flotó su aliento a coñac.

– Tiene usted mal aspecto -le censuró Satrústegui.

La mirada turbia de Buj seguía revelando una inteligencia astuta. Repuso:

– Tal como le adelantaba, señor, anoche tuve que encargarme de trasladar al depósito a la señorita Betancourt. La amiguita de De Santo, ya sabe usted.

– No le tolero que siga insultando a la subinspectora -se irritó Satrústegui-. ¿Le gustaría a usted que cualquier compañero suyo aludiese a su afición a la bebida?

El Hipopótamo se rascó el cogote.

– No tengo nada que ocultar, señor. Nadie podrá decir que me haya visto borracho estando de servicio. Puede que tenga algún pequeño vicio, pero jamás interfiere con mi deber.

El comisario hizo un gesto de exasperación. La terquedad de Buj podía resultar positiva en el plano policial, pero con respecto a sus relaciones personales solía reducirse a un mezquino muestrario de inquinas.

– Ya basta, inspector. Recuerde que fue la subinspectora quien resolvió los crímenes de Portocristo. Algo que acaso usted no hubiese logrado.

Los ojitos porcinos de Ernesto Buj parpadearon como si su dueño estuviese discurriendo una respuesta adecuada. Pero no la encontró y permaneció mirando con obstinada fijeza por encima del comisario, hacia algún punto periférico del retrato del Rey.

La melena mechada de Adela asomó por la puerta. Detrás de ella, el comisario distinguió el perfil de Horacio Muñoz, el archivero. Satrústegui recordó que le había encargado unos informes sobre otro asunto pendiente.

– Creí haber dicho…

– Una llamada urgente, señor.

– ¿De quién?

– El superintendente -susurró la secretaria, tapando el auricular.

– Páseme.

– ¿Desea que me retire? -preguntó Buj.

Satrústegui le indicó que no era necesario, y atendió la llamada. Su expresión se fue apagando a medida que, al otro lado del hilo, la voz del superintendente de la Policía Municipal de Bolscan subía de tono al informarle de lo que sus agentes acababan de descubrir.

– Por Dios bendito -dijo Satrústegui nada más colgar.

– ¿Algún problema, señor? -se interesó Buj.

El comisario se había puesto en pie.

– Alguien ha sido asesinado en el Palacio Cavallería. Aplace cuanto tenga que hacer y movilice a sus hombres. Usted me acompañará, Buj. Ah, Muñoz -añadió Satrústegui al reparar en el archivero, clavado en una esquina del antedespacho-. Deje esos informes en cualquier parte.

Apenas un cuarto de hora más tarde, el coche patrulla que trasladaba a los mandos cruzaba en rojo varios semáforos, atravesaba la doble raya de la mediana, daba un tumbo en la acera y enfilaba el callejón trasero del Palacio Cavallería, prohibido al tráfico. Haciendo gala de una sorprendente agilidad, el Hipopótamo, que ni siquiera se había puesto la chaqueta, abrió la portezuela en marcha y se precipitó hacia la fachada principal. Satrústegui le siguió a media carrera.

Para sorpresa del comisario, el propio alcalde, Miguel Mau, los estaba esperando en el vestíbulo del palacio, rodeado de funcionarios y policías locales. La gravedad del asunto, la proximidad del Ayuntamiento y el hecho de que el Palacio Cavallería fuese de gestión municipal explicaban el hecho de que el primer edil se hubiera apresurado a desplazarse hasta allí.

– Al fin han llegado -acertó a decir el alcalde, con una mezcla de recriminación y alivio.

Todas las luces de la nave estaban encendidas. De la batería de focos adosados al artesonado y a las columnas brotaba una luz cruda, compacta. Satrústegui la asoció a la de una sala de autopsias.

Había mucha gente en el vestíbulo. «Demasiada», pensó el comisario. Junto a los asesores del alcalde, y a un par de lívidos concejales, permanecían, expectantes y tensos, media docena de policías municipales. Satrústegui reconoció al superintendente. Le hizo una seña amistosa y éste le siguió, si bien permitiendo que el alcalde embocara en cabeza el laberíntico corredor que comunicaba las salas, repletas de instrumentos de tortura. Atravesaron dos o tres de ellas, hasta que el alcalde Mau se frenó en seco.

– ¿Quién, en nombre del cielo, ha podido hacer algo así?

Conrado Satrústegui tuvo la vertiginosa sensación de que aquello no era real. Que no era humana la sangre que se extendía sobre las ajedrezadas losas, y que aquel cuerpo, o lo que restaba de él, aquel cadáver que alguien había maniatado, aniquilado, abandonado sobre un pétreo plinto, tampoco podía ser auténtico, sino una truculenta escenografía diseñada en el marco de tan lúgubre exposición.

La mirada de Satrústegui recorrió las manchas de sangre que lo salpicaban todo, y se detuvo en la despellejada cara del cadáver. Jamás había visto nada parecido.

Capítulo 1 8

Obviamente, el escenario del crimen había sido alterado con antelación a la llegada del comisario Satrústegui al Palacio Cavallería.

Como si alguien hubiese resbalado en el gran charco de sangre y, al incorporarse, se hubiera apoyado en las maquetas y elementos arquitectónicos de la muestra, se veían impresiones de manos en las vitrinas y en los paneles de conglomerado, y se advertían huellas por todas partes.

El comisario observó que los zapatos del alcalde estaban manchados de sangre. Y, asimismo, los del superintendente. Ambos -además, supuso Satrústegui, de un número indeterminado de agentes locales- habrían intentado aproximarse al cuerpo, hasta reparar en que no era posible hacerlo sin pisar la sangre derramada.

Cuatro metros separaban a Satrústegui del altar azteca. El comisario intuyó que la víctima era una mujer. No habría podido asegurarlo porque le habían mutilado el cuero cabelludo, y la habían desollado desde los hombros hasta las rodillas. El busto era un ensangrentado amasijo de tejidos y vísceras.

El alcalde se había retirado hacia el vestíbulo, incapaz de seguir soportando el macabro espectáculo. Un leve olor a matadero, a sala de despiece, impregnaba la sala. Satrústegui hizo un esfuerzo para controlar las náuseas.

– Mi gente acaba de llegar, señor -informó Buj-. Será mejor que les dejemos actuar.

– Sin pérdida de tiempo -aprobó el comisario-. ¿Han avisado al juez?

– El superintendente lo hizo.

Hasta que se presentó el juez Bórquez, Satrústegui permaneció frente al cadáver iluminado por aquella luz láctea, casi obscena.

Al juez le costó sobreponerse a la imagen del cuerpo tendido sobre el ara ceremonial. Bórquez ordenó convocar de inmediato al forense, acordando con el comisario que, en una primera inspección, únicamente el médico manipulase los restos.

El comisario retrocedió hasta la sala donde se erguía la guillotina. Carrasco, uno de los agentes de Homicidios, se ajustaba unos guantes de látex y protegía su recio calzado con fundas de plástico. Dos de sus compañeros de brigada le imitaron en silencio. Uno de ellos empuñó una máquina de fotos y se dirigió a la sala azteca. El flash empezó a funcionar, pero su blanco relámpago apenas resaltaba contra la incandescente luz que bañaba el recinto.

El cerebro del comisario se puso a trabajar. Había superado el impacto anímico, la sórdida bestialidad del crimen, e impartía órdenes con frialdad. La primera consistió en invitar al alcalde a abandonar el lugar. El político accedió.

– No me moveré de Alcaldía hasta que reciba una llamada suya.

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