– ¿Cómo estaba la subinspectora? -se interesó el comisario-. ¿Afectada?
Viendo clara la oportunidad de perjudicarla, el Hipopótamo contestó:
– Como usted sabe, la subinspectora está complicada en el caso de los Hermanos en su vertiente emocional. No en vano había convivido con esa fotógrafa, la tal Berta. No puedo saberlo por experiencia propia, como usted supondrá, pero me han asegurado que esa clase de relaciones deja una huella indeleble.
– ¿A qué clase de relaciones se refiere exactamente, inspector?
El Hipopótamo carraspeó para eludir la respuesta y proponer, alternativamente:
– Permítame una sugerencia, señor. Opino que debería relevar por algún tiempo a la subinspectora De Santo. No está en condiciones de rendir. Ha perdido la ecuanimidad, el punto de vista.
Satrústegui no podía tomar decisiones sin hablar con su subordinada. Se limitó a comentar que estaría en su despacho a partir de las nueve, y colgó.
El descaro de Buj, que rozaba la insubordinación, le había puesto de mal humor. Se dio una rápida ducha y se afeitó con prisa, tanta que la cuchilla le levantó un trocito de piel. Mantuvo una toalla contra la cara, hasta que el corte se cerró. Pero la sangre le había manchado la camisa, y tuvo que ponerse otra limpia; también de rayas, como todas las suyas. Se vistió, cogió el maletín, el revólver, bajó al garaje y condujo hasta el edificio de Jefatura.
A las nueve en punto, entraba en su despacho. Adela, su secretaria, le trajo un café, la prensa nacional y una mala noticia:
– Acaba de producirse un atentado. Lo están dando en Radio Nacional.
.
El comisario se precipitó al antedespacho. Adela subió el volumen del receptor. Dos policías nacionales habían sido tiroteados en el Camino Viejo de Leganés, a las afueras de Madrid. Según testigos presenciales, entre los terroristas que habían acribillado el vehículo zeta con ráfagas de ametralladoras figuraba, al menos, una mujer.
– Hijos de puta -masculló Satrústegui.
Adela repitió lo que había oído en la emisora:
– Creen que ha sido el Grapo.
– El Comando Norte, supongo. Aunque yo no descartaría a los etarras, por lo de Txapela. -Satrústegui permaneció pensativo unos segundos; la cólera le desbordaba-. Cabe la posibilidad de que el ministro del Interior cancele la visita prevista. Recuérdeme que consulte al gobernador. Y hágame el favor de comprobar si se ha presentado la subinspectora De Santo.
Adela llamó al Grupo de Homicidios por la línea interior. La subinspectora no había llegado aún.
– Inténtelo en el busca -persistió Satrústegui.
El localizador estaba encendido, pero no contestaba.
– De Santo no responde, señor.
– Avise a Buj, entonces.
Mientras esperaba al inspector, y para disipar su rabia, el comisario ojeó el correo. A pesar de su larga experiencia, la muerte de un policía era algo que no podía superar.
Entre las cartas, que Adela abría y clasificaba por orden de prioridad, había una invitación para el estreno de Antígona, en el Teatro Fénix, al que el ministro del Interior, Sánchez Porras, se proponía asistir por razones particulares (tenía amistad con Toni Lagreca, uno de los actores).
La representación no daría comienzo hasta las diez y media de la noche del día siguiente. A lo largo de toda la jornada del miércoles, el ministro, si es que llegaba a venir, se proponía aprovechar su estancia en Bolscan cumplimentando a las autoridades locales e inspeccionando acuartelamientos de la Guardia Civil y de la Policía Nacional. En el año y pico que llevaba al frente de las Fuerzas de Seguridad, Sánchez Porras todavía no había visitado la región, por lo que el gobernador civil se había aplicado a organizarle un intenso programa de actos.
Por supuesto, Conrado Satrústegui integraría la comitiva de altos mandos. El comisario repasó en su dietario la lista de compromisos que debería respetar a partir del instante en que el ministro pusiera los pies en la ciudad. El protocolo daría comienzo a las diez de la mañana, con una misa catedralicia en honor a un agente caído un par de meses atrás en acto de servicio. «Otro más», pensó Satrústegui, amargado. Después se celebraría un desfile, y girarían luego visita al parque móvil y a las Unidades Especiales.
El comisario suspiró. No iba a disponer de un minuto libre. Sólo le faltaba, para rematar la jornada, tener que componerse para el teatro, que no pisaba desde hacía años. Repasó mentalmente sus trajes. Tenía uno gris marengo, de franela, que podría servir para la ocasión.
Se dio cuenta de que la gerencia del Teatro Fénix le había adjudicado dos butacas en uno de los palcos. Dedujo que no conocían su situación familiar. Todo lo contrario, dada la endogamia corporativa, de lo que sucedía en Jefatura, donde los inspectores y jefes de servicio, y quizás hasta los agentes de a pie, estarían al cabo de la calle en lo que a su destrozado matrimonio concernía.
De improviso, le vino a la cabeza la idea de invitar al estreno a Martina de Santo. La ocurrencia le pareció absurda, pero permitió que anidara en su cerebro, como un dulce pájaro de juventud. ¿Qué le parecería a ella? ¿Aceptaría? ¿Y cómo se interpretaría en Jefatura esa distinción? ¿No alimentaría todavía más los rumores que apuntaban a una predilección suya hacia la atractiva mujer policía?
En buena parte, esa inclinación era sincera. Satrústegui había protegido a Martina desde su ingreso en el Cuerpo. No tanto por la influencia del embajador Máximo de Santo, su padre, a quien el comisario había tratado en alguna ocasión, lo que dio pie al diplomático a hablarle de su hija, recomendándosela con sutileza, como por ella misma. A Satrústegui le asombraba su profunda vocación -y más en una mujer joven y bonita que habría podido aspirar a cualquier posición social-, y se sentía halagado por el hecho de que Martina acatase sus recomendaciones al pie de la letra. Era disciplinada, eficaz. Satrústegui apreciaba su disposición, su capacidad resolutiva, esa mezcla de sofisticación, elegancia y autoridad con que encaraba una labor que a menudo ponía en riesgo su integridad física. El comisario no habría podido señalar a demasiados colegas suyos, hombres o mujeres, capaces de reunir tanto valor, comenzando por la renuncia a sus privilegios de casta.
Sin embargo, su panorámica no dejaba de resultar limitada. Satrústegui intuía que, detrás de la detective De Santo, se escondía una fascinadora mujer, pero, habituado a compartir un mundo masculino, impositivo, no acababa de penetrar su compleja psicología. Sonia Barca le había guiado hasta el umbral de otro ámbito, un universo de carne y saliva, de tormentos y éxtasis. Un precipicio de cuyo púrpura abismo haría bien en alejarse.
Se dio cuenta de que deseaba ver a Martina. Pero, en su lugar, quien se presentó en su despacho fue Ernesto Buj.
– Comisario.
– Tome asiento, inspector.
Satrústegui conocía a Ernesto Buj desde hacía tres lustros, los mismos que él llevaba destinado en Bolscan. Nadie mejor que el propio comisario para inventariar sus defectos. No obstante, en un examen global le habría parecido injusto omitir sus virtudes. Buj era retrógrado, machista, expeditivo; también, a su brusco y anticuado estilo, un profesional. A lo largo de su experimentada carrera, había resuelto multitud de casos, algunos de extrema dificultad. A pesar de su brusco y rijoso carácter, Buj mantenía el crédito en las alturas del Cuerpo, siendo incuestionable que sus hombres, forjados en su escuela, en la universidad del asfalto, le respetaban.
Homicidios venía funcionando como un cerrado clan regido por sus propias normas, hasta que la incorporación de una mujer, Martina de Santo, había roto su unidad y, de manera indirecta, cuestionado los métodos imperantes. Satrústegui sabía que cualquier intento de conciliación entre la subinspectora De Santo y el inspector Buj pasaba necesariamente por un improbable acto de generosidad o, de modo más previsible, por una claudicación, por la vicaria adaptación de uno de los dos al dominio del otro. Teniendo en cuenta la fuerte personalidad de ambos, el comisario no confiaba en un próximo horizonte de concordia. Estaba escrito que esos dos iban a seguir a la greña, y que la brigada criminal continuaría deparándole serios quebraderos de cabeza.
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