Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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La mariposa de obsidiana: краткое содержание, описание и аннотация

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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Con un giro, la enfrentó. Sonia pudo ver sus ojos, de un verde mineral, y volvió a gritar, estremecedoramente.

Era la mirada de un depredador.

Implacable.

Impía.

En sus enguantadas manos, con ternura, casi con unción, el asaltante sostenía uno de los cuchillos de obsidiana. Parecía reverenciarlo, como si durante mucho tiempo hubiese deseado acariciar aquel objeto de culto.

Lo empuñó con ambas manos y alzó su hoja. El filo de obsidiana brilló en la tiniebla con un fulgor azabache.

Los gritos de Sonia resonaron en el museo. No dejó de gritar hasta que los zapatos del intruso, lisos y gastados en las puntas, se plantaron a un palmo de su garganta. Sonia comprendió que todo el rato había estado cabeza abajo, con la nuca apoyada contra una superficie porosa, mientras recibía de sus propias arterias una corriente de sangre que poco a poco le iba saturando el cerebro.

«¡El ara del sacrificio!», pensó enloquecida. «¡Estoy atada al altar de la muerte!»

La mirada del depredador encontró la suya. Se había detenido junto a Xipe Totec y le pasaba cordialmente un brazo por los hombros. Sonia tuvo tanto miedo que sus cuerdas vocales se negaron a obedecerle. Su cuerpo empezó a convulsionarse. Sintió un cálido chorro de orina entre sus muslos.

La sombra se irguió sobre ella. Paralizada por el espanto, Sonia pudo ver cómo el cuchillo cambiaba de mano, una y otra vez, una y otra vez, aleteando como una mariposa de obsidiana.

Sus pensamientos se fundieron en un turbulento río. Deseó vivir. Únicamente, vivir.

El sacerdote de los ojos de jade había alzado los brazos. El filo del arma concentraba la luz.

La mariposa de obsidiana se elevó hacia las columnas del palacio, revoloteó contra los capiteles, contra los bajorrelieves, hasta detenerse sobre su pecho.

La hoja se abatió. El rayo de luz negra aniquiló el corazón de Sonia Barca.

Un chorro de sangre roció a Xipe Totec, salpicándolo con una viva flor escarlata. Alrededor del ara sacrificial, el mármol se fue tiñendo de rojo.

El depredador retrocedió y admiró su obra. No imaginaba que un cuerpo humano pudiera contener tanta sangre. Se arrodilló junto a la herida abierta y la saboreó con la lengua.

Sonia no había muerto aún. El verdugo volvió a alejarse unos pasos para contemplar, embelesado, la agonía de su víctima, disfrutando con su estertor y preparándose para lo que estaba por venir.

Al cabo de un rato, la herida dejó de manar. El cadáver de Sonia Barca irradiaba una sombría blancura, como si estuviera tallado en marfil. A través del desgarrado pecho, se distinguían las vísceras, sus refulgentes colores.

El siniestro oficiante se acercó a su ofrenda, chapoteando en su sangre. Arrancó al cadáver los pendientes, un colgante y un anillo, y los guardó. Registró el uniforme de Sonia y se hizo con su documentación, pero dejó en su lugar el juego de llaves del palacio.

Luego cortó las ligaduras que oprimían al cadáver y esgrimió el filo del arma sobre la piel de su víctima. Dibujó una serie de incisiones presionando con la punta del cuchillo y realizó varios cortes, ni demasiado superficiales ni demasiado profundos.

Casi experimentaba ya el vértigo, la liviandad, las alas de la mariposa elevándole hacia un cielo de estrellas pintadas y lunas de cartón.

Los labios del asesino se estiraron en una satisfecha sonrisa. El Palacio Cavallería era un lugar seguro. Tal como había dado por hecho, las alarmas no se habían disparado. Nadie había acudido a los gritos de la víctima. Disponía de toda la noche por delante, pero debía aprestarse a completar su tarea.

SEGUNDA PARTE

Capítulo 1 5

A las tres de la madrugada del martes, 3 de enero, el Saab subió la cuesta de la zona residencial y quedó aparcado frente a la residencia de los De Santo, junto a la puerta de un edificio modernista de tres plantas.

Bajo la lluvia, que comenzaba a licuar la nieve, Martina empujó la cancela de forja labrada, recorrió el jardín y se refugió en el porche. Entró al vestíbulo y arrojó la gabardina y la pistola sobre el banco de respeto.

La casa estaba en silencio. Tan sólo se oía el zumbido del frigorífico, que emitía un mortecino rumor a través de la puerta de la cocina.

Era como si Berta siguiese viviendo allí. Sus equipos fotográficos continuaban en el ático. La imagen de su amiga muerta entre sus brazos, en el asiento trasero del Saab, mientras Horacio conducía hacia el hospital en la oscuridad de la noche, la abrumó.

No tenía hambre, pero necesitaba comer algo. Abrió la nevera. No había mucho donde escoger. Los pisos del refrigerador estaban vacíos. En una bandeja asomaba un lomo de salmón envasado al vacío. Una botella de tinto, tapada con un corcho, y un cartón de leche que, a juzgar por su fecha de caducidad, debía de llevar semanas abierto, completaban sus reservas alimenticias. El tinto se había convertido en vinagre, y la leche en un agrio grumo a punto de transcurrir al estado sólido. Su repugnante papilla borboteó al deslizarse por el desagüe.

Bajó a la bodega y descorchó otra botella. Prefería el whisky, que la despejaba, mientras que el vino solía adormecerla, pero recordó que a Berta le gustaba esa marca y bebió dos copas casi sin respirar, agradeciendo su lasitud y calor. Cortó un trozo de salmón y lo apoyó en un panecillo integral que encontró en la despensa. Aborrecía la carne, pero no le desagradaba el sabor del pescado. Ella se arreglaba con un plato de fresas, o con verduras crudas troceadas a finas láminas. Su dieta favorita, en realidad, consistía en tabaco y café, y, a veces, cuando se encontraba baja de defensas, en un malta con hielo.

Encendió el fuego y tomó un par de aspirinas, a las que era adicta. Buscó en la colección de vinilos un disco de Alban Berg, lo pinchó a alto volumen, subió al dormitorio y se desnudó. Sobre la ropa interior se puso tan sólo un jersey de lana de su padre, que olía a alcanfor y le llegaba casi hasta las rodillas. Máximo de Santo había sido un hombre esbelto, de largas piernas y delgados brazos, y con unas manos elegantes y pálidas, como las de un trompetista de jazz.

La memoria del embajador siempre le aportaba equilibrio. A Martina le gustaba rememorarlo en plenitud de facultades, cuando, al término de una jornada de trabajo en cualquiera de las legaciones que había ido desempeñando, Filipinas, Chile, Mozambique, se dejaba masajear la nuca por su esposa, la madre de la subinspectora.

El embajador había sido el primer sorprendido al oír hablar a su hija de su vocación policial. Albergaba la esperanza de que Martina, una vez se hubiera graduado en Derecho, ingresaría en la Escuela Diplomática. Esos planes se habían visto truncados cuando su hija decidió matricularse en la Academia de Policía. El embajador fingió respetar su decisión, pero ella sabía que le había infligido un duro golpe. No obstante, el afecto paterno pudo más que cualquier otra consideración. Máximo de Santo asistiría a su fiesta de graduación, junto al resto de progenitores de la última promoción de policías nacionales. Habían transcurrido unos cuantos años desde aquella fecha, pero Martina seguía viendo a su padre en el patio de armas de la Dirección General, platicando con el ministro del Interior. Aquel día se había jurado a sí misma no defraudarle jamás. Y, mucho menos, después de lo que había sucedido con su hermano Leo… Pero no estaba segura de haber cumplido su promesa.

Descalza, la subinspectora se sentó como un bonzo sobre una alfombra de pelo blanco. Delante de ella, en el centro del salón, una mesa baja de translúcido cristal sostenía un tablero de ajedrez que el embajador había adquirido en México, durante una visita a las pirámides de Chichen Itzá. Las figuras eran de alabastro y obsidiana, rosadas y negras. Iluminadas por el fuego de la chimenea, parecían flotar en el aire.

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