Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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La mariposa de obsidiana: краткое содержание, описание и аннотация

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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Apuró el porro y se puso a curiosear el equipo de sonido, que tenía metida una cinta. Conectó el aparato y subió el volumen al máximo.

Una música espectral empezó a retumbar en el palacio. No era clásica, ni de ningún grupo experimental que Sonia pudiese reconocer; tampoco una de esas sincopadas composiciones a base de sintetizadores y cajas de ritmos, sino una banda compuesta por susurros melódicos, oboes, flautas (¿mandolinas, quizá?), más el redoble espaciado de una batería o de un tambor. Sonia escuchó esa gótica sinfonía durante un buen rato, fumando sin parar mientras pensaba en Alfredo Flin, en Larry Wilson, en Belman, incluso en aquel policía llamado Conrado, y notaba una sequedad creciente en la boca, erizamiento en la piel.

Cuando estuvo fumada, la conquistó el irresistible impulso de bailar al son de aquella hipnótica melodía. Salió del guardarropa y se dirigió a la primera de las salas. Unos metros por debajo del invisible artesonado, la horca pendía sobre las losas.

Sonia armó otro canuto y empezó a bailar una danza salvaje, doblando las rodillas y alzando y dejando caer los brazos, hasta que el sudor le corrió por la espalda. El uniforme le resultó un engorro y se despojó de la chaquetilla, arrojándola con descuido a un rincón. Siguió bailando, contorsionándose, hasta entrar en una suerte de trance. La camisa siguió el mismo camino, yendo a aterrizar bajo una vitrina en la que podía admirarse una colección de hachas de verdugo. Sus filos brillaban con destellos de plata.

Al quedarse en sujetador, Sonia sintió frío y calor a la vez. Cuando decidió desabrochárselo, una bocanada de libertad la dejó momentáneamente aturdida, como si acabara de iniciarse en un desconocido rito erótico, transgresor, étnico, inequívocamente blasfemo.

Se despojó de los zapatos y el cinturón y, después, del resto de sus ropas. Sabía que se hallaba sola, pero quizá porque algo así, algo como lo que estaba a punto de suceder, merecía ser compartido, tuvo la impresión de estar siendo contemplada. De que un invisible admirador, alguien que conocía los secretos del volcán y del fuego, se disponía a disfrutar del espectáculo.

Completamente desnuda, Sonia avanzó hacia la próxima dependencia, correspondiente a la sala azteca.

En esa falsa estancia, la penumbra era más densa. Las figuras antropomorfas, los collares y vasos estucados parecían flotar en las vitrinas. El ara de los sacrificios, los tocados de los guerreros tigres y las borrosas máscaras funerarias, algunas de las cuales mostraban piezas de dentaduras humanas, causaban pavor.

Debido a la rasa y mínima iluminación, la mirada pétrea, que Sonia había juzgado entre piadosa y burlona, casi simpática, de Xipe Totee, permanecía en una oscura vigilia, como si Nuestro Señor El Desollado velara en el umbral del inframundo.

Sólo se distinguían con claridad los cuchillos de obsidiana.

Capítulo 13

En la primera parte del trayecto, Martina de Santo y Horacio Muñoz apenas intercambiaron una palabra. En medio de la oscuridad de la noche fueron dejando atrás los arrabales industriales de la ciudad, y remontando el valle del río Madre. Los faros iluminaban chupones de hielo en las ramas de las coníferas. Cuando hubieron ascendido las elevaciones de las sierras costeras, dejó de nevar.

Manejando el volante del Saab con una sola mano, la subinspectora encendió un cigarrillo. Como si albergara malos presentimientos, continuó refugiada en el mutismo hasta que la granja de los Betancourt apareció en el páramo. La carretera que, en línea recta, atravesando campos frutales, y dejando a un lado la población de Pinares del Río, se dirigía hacia la explotación, era tan estrecha que un vehículo debería invadir la cuneta para dejar paso a otro en dirección contraria.

Llegaron a la finca. En primer término, se alzaba la casa familiar de los Betancourt, de dos plantas; tras ella, los graneros y cuadras. En la rotonda principal, vallada con una cerca de alambre y un perjudicado seto de boj, estaban aparcados una camioneta y un vagón para el transporte caballar. Entre la nieve, las pesadas llantas de un tractor habían hecho aflorar charquitos de agua.

Horacio y ella descendieron del coche y se encaminaron a la casa. Desde las cuadras traseras, se oía mugir a las vacas. Las puertas de los establos permanecían abiertas, como bocas oscuras.

No se veía a nadie. La puerta de la casa estaba cerrada. En lugar de timbre, tuvieron que accionar una recia aldaba en forma de concha de hierro, alusiva al camino de Santiago, uno de cuyos senderos atravesaba la finca. Berta había referido a Martina que los peregrinos se detenían a beber en la fuente romana que manaba a un kilómetro escaso, entre un roquedal, o solicitaban permiso para pernoctar en los graneros. Los Betancourt tenían a gala mostrarse hospitalarios. Sus itinerantes huéspedes siempre eran bien atendidos.

Al cabo de un rato, la señora Betancourt, la madre de Berta, abrió la puerta. Llevaba una bata de sarga de andar por casa y unas zapatillas de fieltro con calcetines grises de lana. En sus buenos tiempos debía de haber sido una mujer hermosa, pero la edad había estragado su cabello, reduciéndolo a una capa plúmbea, como el plumón de un pájaro, y acartonado sus mejillas con una mortecina y gastada capa de piel. Los ojos, en cambio, eran vivos.

– Buenas noches, Úrsula -la saludó Martina-. Siento presentarme a estas horas.

– Ah, es usted. Pase.

– Estaré fuera -dijo Horacio-. Aprovecharé para echar un vistazo por los alrededores de la casa.

La subinspectora entró a una estancia que se correspondía con la salita de estar. Un hogar, sobre cuya repisa descansaba el lomo de un Evangelio, seguía alimentando brasas.

Todo estaba en desorden. Sobre los arruinados tresillos, dispuestos en ángulo recto alrededor de la chimenea, se arrugaban bastas mantas de campaña, que debían de abrigar al anciano matrimonio durante las largas noches de invierno. En una mesa camilla, protegida por un tapete bordado, sucio de migas de bizcocho y goterones de café con leche, se advertían restos de la cena.

El señor Betancourt era un hombre mayor, que no disfrutaba de salud. Úrsula había alumbrado a Berta, su única hija, con más de cuarenta años. Su marido, Jacobo, le llevaba más de diez, por lo que, en la actualidad, calculó Martina, el padre de Berta habría superado los setenta.

– Mi marido está arriba, acostado -explicó Úrsula-. Pero no puede dormir.

Martina recordó la única vez que había visto a Jacobo Betancourt. Hacía de ello algunos meses, cuando comenzó su amistad con Berta y ambas hicieron una breve visita a sus padres. En aquella ocasión, Jacobo Betancourt se sostuvo en pie a duras penas, apoyándose en una muleta. Todo el rato estuvo mirando a la subinspectora con desconfianza. ¿Habría servido de algo que hubiese intentado explicarle que Berta había elegido su camino por sí misma, dejándose arrastrar por una corriente demasiado fuerte como para oponerse a su impulso?

Los Betancourt eran religiosos. «Fue una de las razones por las que me aparté de su lado», le había confesado Berta a Martina en una de sus largas conversaciones en los atardeceres de Playa Quemada. «Para que no acabasen viendo en mí a una encarnación del mal.»

– Siéntese -la invitó Úrsula-. ¿Quiere que caliente café?

– No pretendía molestarles. Sé que Berta ha desaparecido. ¿Tiene idea de dónde puede estar?

Úrsula se puso a recoger con un paño las migas de pan de la mesa. Sus manos se movían con lentitud, como si tuviera que planificar cada movimiento. Martina la siguió hasta la cocina. Sobre uno de los hornillos de gas comenzó a humear una cafetera. Úrsula alcanzó una taza limpia del aparador, la llenó hasta el borde de café y, derramando algunas gotas, se la ofreció a la subinspectora, mientras decía, lacónicamente:

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