Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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La mariposa de obsidiana: краткое содержание, описание и аннотация

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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– ¿Lo ha autorizado el juez?

El Hipopótamo no iba a contestar a esa pregunta. O sí, pero a su manera.

– A los jueces no les gusta que les molesten fuera de horario. Me temo que, mientras usted se dedicaba a pasear bucólicamente con el cojo del archivo, esa pájara haya volado del nido.

El teléfono de Berta Betancourt estaba intervenido, y la granja de sus padres, situada a media hora escasa de la ciudad, en Pinares del Río, vigilada por una unidad. La misma Martina, días atrás, había escoltado a Berta hasta la explotación agrícola. Su amiga había quedado recluida allí por un auto judicial, con mandato de no salir de la finca bajo pena de arresto.

– Iré a buscarla.

Al inspector no le pareció mal.

– Vaya, si quiere, y súmese a la patrulla de búsqueda. Mientras la localizan, yo me quedaré a repasar sus últimas declaraciones. Llámeme en cuanto tenga alguna novedad.

Capítulo 12

El Palacio Cavallería se vaciaba de curiosos. Los últimos visitantes abandonaban el museo. En el interior de las salas sólo permanecían los bedeles encargados de la atención al público y de la venta de objetos conmemorativos.

Sonia Barca estaba hablando con el guarda que había realizado el turno de tarde, y que acababa de cambiarse en el cuarto de aseo. Raúl Codina era un hombre alto y fuerte, aunque algo obeso. Sin uniforme, vestido con ropa corriente, un jersey de lana de cuello vuelto y una raída parka, no parecía un vigilante.

Codina aparentó tratarla más como a la novia de un colega que como a una compañera de trabajo. Se mostró amable, casi servicial, con ella. Sonia le correspondió con la misma actitud, de manera que, casi sin darse cuenta, ambos se encontraron conversando detrás del mostrador de recepción, junto al guardarropa. Codina se puso a explicarle el cuadro eléctrico, la posición de los diferenciales, el botón de alarma, los circuitos que él mismo empezó a desconectar. Sonia observaba las manos curtidas de Codina, sus uñas romas y tersas, y se preguntó qué pasaría si se decidía a rozar la hebilla de su cinturón, descendía unos centímetros, hacia la bragueta, y de pronto el mundo comenzaba a dar vueltas y el deseo se tornaba urgente y bestial.

Pero se contuvo. No tanto por fidelidad hacia Juan como por temor a perder un empleo que podía abrirle las puertas de la estabilidad. Había decidido quedarse una temporada en Bolscan, hasta prosperar. De momento, mientras Juan cumpliese en la cama, aunque no a su plena satisfacción, mientras la protegiera y cuidase de ella a su manera un tanto brusca, pero sincera; mientras pagase las cuentas de los restaurantes y de la lavandería del barrio, no tenía por qué regresar a Ibiza. Tampoco, desde luego, a su casa de Los Oscuros, en la cordillera de La Clamor, una comarca montañosa, deprimida, que ahora se le antojaba anclada a un tiempo muy remoto, algo así como a la Edad Media.

Raúl Codina pasó a detallarle el funcionamiento de las alarmas, conectadas con la Comisaría Central, y del sistema antiincendios. Le recordó dónde estaba colocado cada extintor y se marchó diez minutos después de que salieran los dos funcionarios municipales, un hombre y una mujer, que estaban al cargo de la conserjería e intendencia del palacio. Entre ambos, haciendo acopio de fuerzas, empujaron las pesadas hojas de roble del antiguo portón nobiliar. Desde el interior, Sonia clausuró los cerrojos, dio vuelta a la llave y cerró después la gruesa puerta de vidrio que daba acceso al vestíbulo del museo.

El Palacio Cavallería acababa de convertirse en una cámara herméticamente sellada. Ni siquiera una lagartija habría encontrado un resquicio para colarse dentro.

Sonia rellenó el parte de vigilancia, haciendo constar sus datos y la hora exacta en que había rendido el relevo.

A continuación, un tanto acobardada por el solemne silencio del edificio, dio un vistazo por el perímetro de las salas. Codina tan sólo había dejado encendidas las lamparitas interiores de las vitrinas de la exposición, cuyas piezas se iluminaban al trasluz. Los restantes espacios, los ángulos muertos situados detrás de los negros telones que convertían el área expositiva en una cámara oscura, y, por supuesto, la techumbre, quedaban en una profunda tiniebla.

Tras inspeccionar el conjunto de la muestra, la chica regresó al vestíbulo y ocupó el taburete de recepción. En el mostrador se apilaban los folletos explicativos, más una docena de ejemplares del lujoso catálogo firmado por el comisario de la exposición, Néstor Raisiac, con increíbles ilustraciones, impresas en papel satinado, que reproducían grabados y cuadros de sacrificios humanos, así como torturas de toda índole.

Inquieta, Sonia estuvo hojeando las láminas. Algunas de esas imágenes, las más cruentas, la perturbaron.

Minutos después de la medianoche, sonó el teléfono. Era Juan. La llamaba desde la otra punta de la ciudad. Había cogido un autobús para desplazarse hasta la periferia industrial, y luego había caminado hasta las naves de distribución alimentaria que debía vigilar. Hizo el relevo y se dispuso a afrontar la soledad de su turno de noche. Pero su pensamiento seguía fijo en ella. En su cuerpo. En su piel.

– Tengo ganas de ti -dijo Juan, al otro extremo del hilo, con su voz chillona.

La sangre de Sonia empezó a hervir. Imaginó a su macho desnudo entre los ídolos, bruñido el torso a la luz de las vitrinas. Imaginó su enorme y picuda lanza enhiesta en la penumbra del palacio.

– Yo también tengo ganas.

– ¿Estás mojada?

– Sí.

– ¿Quieres que vaya a por ti?

Sonia vaciló.

– Es mi primera noche. No sé…

– ¿Quién se dará cuenta? Nos lo montaremos en el museo. Será muy excitante. En una hora tendrás palanca. Espérame discurriendo alguno de tus jueguecitos. Instrumentos no te van a faltar…

– Tendría que abrirte la puerta y…

– ¿Quién nos verá? En todo caso, pensarán que soy el vigilante de refuerzo. Nos lo hacemos y me vuelvo a mis putas naves. ¿Cuál es el problema?

«Ninguno», decidió Sonia, al colgar. La conversación con Juan la había puesto a mil. Cogió la porra, la deslizó entre sus pechos y la lamió hasta que estuvo a punto de correrse. Pero pensó que sería mejor reservarse para él. ¿Dónde lo harían? ¿En la sala de la Inquisición? ¿Entre las estacas turcas? ¿En la sala azteca?

Siguió leyendo el catálogo, intentando entretenerse hasta la llegada de Juan, pero estaba cada vez más excitada. Para relajarse, armó un canuto. Había cogido tal práctica que liaba los porros en menos tiempo del que tardaba en pensarlo. Aspiró con avidez, sintiendo cómo el calor de la marihuana le templaba el cuerpo, la piel, hasta conjurar el frío y la humedad que no la habían abandonado desde que dejó a Juan tendido en la helada cama del piso de Cuchilleros. Aquel compartido cuartucho carecía de radiador. Disponían de un brasero, pero su resistencia eléctrica apenas alcanzaba para calentarles los pies.

Tampoco el Palacio Cavallería contaba con un sistema de calefacción. En el resto de las estaciones, sus gruesos muros y el suave clima atlántico de Bolscan bastaban para mantener una temperatura agradable, pero en los inviernos crudos, como aquél, los curiosos debían visitar el museo protegidos por ropa de abrigo, con gruesos jerséis como el que usaba Raúl Codina.

También ella, en Los Oscuros, había poseído una de esas prendas, un jersey de cuello de cisne con columnas de ochos trenzados con dos clases de lana. Al evocar el tacto de aquel tejido, su doméstica calidez, y de qué manera Alfredo Flin, su profesor de arte dramático, se lo había ido subiendo muy despacio, en el vestuario utilizado por las alumnas, mientras la acariciaba y le besaba las puntas de los pechos a través de las copas del sujetador, Sonia experimentó un principio de descontrol. Aquella sensación, que tan bien conocía, de dulce ensoñación, al principio, y de incontrolable ardor, después.

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