Rebecka cerró los puños.
– Les puedes decir a los pastores, de mi parte, que no voy a desaparecer sólo porque no me hagan caso -dijo colérica-. Voy a…
– No les voy a decir nada de tu parte -soltó Ann-Gull Kyrö-. Y no tienes con qué amenazarme, así que voy a cortar la conversación. Adiós.
Rebecka se quitó el auricular de la oreja y se lo metió en el bolsillo. Ya estaba junto al coche. Miró al cielo y dejó que los copos de nieve aterrizaran sobre sus mejillas. A los pocos segundos estaba mojada y fría.
«Cabrones -pensó-. No me retiraré como un perro acojonado. Hablaréis conmigo sobre Viktor. Os pensáis que no tengo nada con qué amenazaros, pero eso habrá que verlo.»
Thomas Söderberg vivía con su esposa Maja y sus dos hijas en un piso en el centro de la ciudad, encima de la tienda de ropa Centrum. Los pasos de Rebecka hacían eco en la escalera de la finca mientras subía a la primera planta. En la piedra marrón había fósiles de color en forma de concha. Los carteles con los nombres de los inquilinos eran de latón, impresos todos con el mismo tipo de letra cursiva y bien elaborada. Era una de esas fincas silenciosas en las que uno se imagina a los viejos encerrados en sus pisos con la oreja pegada a la puerta, preguntándose quién viene.
«Vamos -se animó Rebecka-. No vale la pena preguntarte si quieres hacer esto o no. Sólo es cuestión de quitártelo de encima. Como una visita al dentista. Abre la boca y pronto habrá terminado.» Puso el dedo sobre el timbre de la puerta en la que ponía Söderberg. Durante un segundo pensó que le abriría Thomas y tuvo que frenar el impulso de dar media vuelta y bajar corriendo las escaleras.
Fue Magdalena, la hermana de Maja Söderberg, quien abrió la puerta.
– Rebecka -fue lo único que dijo.
No parecía sorprendida. Rebecka tuvo la sensación de que la estaba esperando. Quizá Thomas le había pedido a su cuñada que se tomara el día libre en el trabajo y la había colocado allí como un perro guardián para proteger a su pequeña familia. Magdalena estaba como siempre. Llevaba el pelo corto, con el mismo práctico estilo de hacía diez años. Los vaqueros, pasados de moda, estaban metidos dentro de unos largos calcetines de lana tejidos a mano.
«Sigue con su estilo de siempre -pensó Rebecka-. Si hay alguien que nunca caerá en modernidades ni se pondrá tacones, ésa es Magdalena. Si hubiese nacido en el siglo XIX, iría siempre con un uniforme de enfermera almidonado y bajaría en bote de remos por los ríos hasta los pueblos dejados de la mano de Dios con la maleta llena de enormes jeringuillas.»
– He venido para hablar con Maja -dijo Rebecka.
– No creo que tengáis nada de qué hablar -dijo Magdalena sujetando el pomo con una mano mientras con la otra buscaba rápidamente apoyo en el marco de la puerta para que Rebecka no pudiese colarse.
Rebecka alzó el tono para que se la oyera dentro del piso.
– Dile a Maja que quiero hablar con ella sobre VictoryPrint. Quiero darle la oportunidad de convencerme para no ir a la policía.
– Voy a cerrar la puerta -dijo Magdalena, de malhumor.
Rebecka puso la mano en el marco.
– Me romperás los dedos -dijo con suficiente fuerza para que hiciera eco entre las paredes de piedra de la escalera-. Vamos, Magdalena. Pregúntale a Maja si quiere hablar conmigo. Dile que tiene que ver con sus acciones en la sociedad.
– Voy a cerrar -amenazó Magdalena abriendo la puerta un poco más, como si fuera a cerrarla de golpe-. Si no quitas la mano, será culpa tuya.
«No lo harás -pensó Rebecka-. Eres enfermera.»
Rebecka está hojeando una revista. Es del año pasado. No le importa. De todos modos, no la está leyendo. Al cabo de un rato vuelve la enfermera que la había recibido. Cierra la puerta tras de sí. Se llama Rosita.
– Estás embarazada, Rebecka -dice Rosita-. Y si tu decisión es abortar tendremos que reservar hora para el raspado.
Un raspado. Van a raspar a Johanna para quitársela.
Es al salir de allí cuando sucede todo. Antes de dejar la recepción se topa con Magdalena. Magdalena se queda de pie en medio del pasillo y la saluda. Rebecka se detiene y la saluda también. Magdalena le pregunta si va a ir al ensayo del coro el jueves y Rebecka responde esquiva y le pone excusas. Magdalena no le pregunta qué está haciendo en el hospital. Rebecka comprende entonces que Magdalena ya lo sabe. Todo lo que no se dice es lo que delata a una persona.
– Déjala pasar. Los vecinos se estarán preguntando qué ocurre.
Maja apareció por detrás de Magdalena. Los últimos años le habían dejado dos ángulos bien marcados en las comisuras de la boca. Se acentuaban al mirar a Rebecka.
– No hace falta que te quites el abrigo -dijo Maja-. No te quedarás mucho rato.
Se sentaron en la cocina. Era espaciosa, tenía armarios blancos nuevos y una isleta en el centro. Rebecka se preguntó si las niñas estarían en la escuela. Rakel debía de rondar los catorce y Anna debía de estar acabando la primaria. Aquí el tiempo también había pasado.
– ¿Preparo té? -preguntó Magdalena.
– No, gracias -respondió Maja.
Magdalena se desplomó en la silla otra vez. Las manos se apresuraron hacia el mantel a recoger unas migas que no existían.
«Pobrecita -pensó Rebecka mirando a Magdalena-. Deberías hacer tu propia vida en vez de ser un accesorio de esta familia.»
Maja miró a Rebecka con severidad.
– ¿Qué quieres de mí?
– Te quiero preguntar sobre Viktor -dijo Rebecka-. Él…
– Acabas de avergonzarnos delante de los vecinos berreando y diciendo no sé qué de VictoryPrint. ¿Qué tienes que decir sobre eso?
Rebecka respiró hondo.
– Te voy a decir lo que yo creo y tú podrás decirme si tengo razón o no.
Maja resopló por la nariz.
– Según tus declaraciones de renta, que he visto, VictoryPrint ha recuperado dinero de los impuestos del Estado -dijo Rebecka-. Mucho dinero. Parece ser que se han hecho grandes inversiones en la sociedad limitada.
– ¿Qué hay de malo en eso? -espetó Maja.
Rebecka miró impasible a las dos hermanas.
– La congregación le ha notificado a Hacienda que es una asociación sin ánimo de lucro y que debe estar exenta del impuesto sobre la renta y del IVA. Eso le irá de perlas a la congregación, porque imagino que facturará una cantidad de pasta considerable. Sólo el beneficio de las ventas de material impreso y cintas de vídeo tiene que ser enorme. Sin costes de traducción, porque la gente lo hace por amor a Dios. Sin derechos de autor para nadie, al menos no para Viktor, así que todas las ganancias deben de ir a parar a la congregación.
Rebecka hizo una breve pausa. Maja la observaba. Tenía la cara rígida como una máscara. Magdalena miraba a través de la ventana. En el árbol que había justo enfrente había un pájaro, un carbonero común, picoteando con fervor un trozo de corteza. Rebecka siguió hablando:
– El único problema es que como la congregación está exenta de pagar impuestos tampoco puede desgravar los gastos que tiene. Y tampoco se les devuelve el IVA entrante. Entonces, ¿qué se puede hacer? Bueno, un buen sistema es crear una empresa y adjudicarle costes y gastos de los que sí se puedan recuperar los impuestos. De modo que cuando la congregación se da cuenta de lo rentable que les saldría editar ellos mismos los libros y los textos y copiar ellos las cintas de vídeo, crean una sociedad limitada. La sociedad compra todo el material que se necesita y eso cuesta mucho dinero. Un veinte por ciento de lo que se invierte es devuelto por el Estado. Eso es mucha pasta para las familias de los pastores. La sociedad vende servicios, impresión y más cosas a la congregación a buen precio y tiene pérdidas. Y le va bien, porque así no hay beneficios que declarar. Y hay otro aspecto positivo. Vosotros, los copropietarios, podéis desgravar hasta diez mil euros cada uno los primeros cinco años por las pérdidas de vuestros ingresos por servicios. He visto que tú, Maja, no pagaste nada de impuestos el año pasado. Las esposas de Vesa Larsson y Gunnar Isaksson tenían sueldos insignificantes por los que pagar impuestos. Creo que habéis aprovechado las pérdidas de la sociedad para hacer desaparecer vuestros sueldos y así no tener que pagar impuestos por ellos.
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