Åsa Larsson - Aurora boreal

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Aurora boreal fue galardonada con el Premio a la Mejor Primera Novela Negra por la Asociación Sueca de Escritores de Novela Negra, y Det blod spillts, la segunda entrega de la serie, con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca.
El cuerpo de Victor Strandgard, el predicador más famoso de Suecia, yace mutilado en una remota iglesia en Kiruna, una ciudad del norte sumergida en la eterna noche polar. La herman de la víctima ha encontrado el cadáver, y la sospecha se cierne sobre ella. Desesperada, pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Rebecka Martinsson, que actualmente vive en Estocolmo y que regresa a su ciudad natal dispuesta a averiguar quién es el verdadero culpable. Durante la investigación sólo cuenta con la complicidad de Anna-Maria Mella, una inteligente y peculiar policía embarazada. En Kiruna mucha gente parece tener algo que ocultar, y la nieve no tardará en teñirse de sangre.

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– Bueno, ahora ya te estás pasando -respondió indignada Magdalena.

– A Viktor le pasaba algo desde hacía un tiempo -dijo Rebecka-. Parece que estaba peleado con Sanna. Patrik Mattsson estaba enfadado con él y quiero saber por qué. ¿Tenía alguna relación con alguien de la congregación? ¿Con un hombre, quizá? ¿Por eso la casa de Dios está tan calladita?

Maja Söderberg se puso en pie.

– Pero ¿es que no me oyes? -gritó-. ¡No tengo la menor idea! Thomas era el mentor espiritual de Viktor. Y Thomas nunca revelaría nada de lo que le han contado en confesión en su calidad de pastor. Ni a mí ni a la policía.

– ¡Pero Viktor está muerto! -dijo Rebecka con un bufido-. Así que probablemente le importe un bledo que Thomas rompa el secreto de confesión. Creo que todos sabéis más de lo que queréis contar. Y estoy dispuesta a ir a la policía con lo que yo sé, y veremos qué otras cosas aparecen si abren una investigación en regla.

Maja le clavó la mirada.

– Tú estás tarada -exclamó-. ¿Por qué me odias? ¿Creías que nos iba a dejar a mí y a las niñas por ti? ¿Es por eso?

– No te odio -dijo Rebecka poniéndose en pie-. Me das pena. Nunca creí que te fuera a dejar. Nunca me creí que fuera la única, fue un golpe de mala suerte que te enteraras. ¿Soy la única de la que sabes algo o hay más…?

Maja se tambaleó. Levantó el dedo y señaló directamente a Rebecka.

– Tú -dijo, colérica-. ¡Tú, infanticida! ¡Fuera de aquí!

Magdalena acompañó a Rebecka hasta la puerta pegada a sus talones.

– No lo hagas, Rebecka -le rogó-. No vayas a la policía. ¿De qué serviría? Piensa en las niñas.

– Pues ayúdame -la cortó Rebecka-. Están a punto de meter a Sanna en la cárcel y nadie dice nada de nada. Y encima quieres que colabore.

Magdalena salió con Rebecka a la escalera y cerró la puerta del piso.

– Tienes razón -susurró-. A Viktor le pasaba algo últimamente. Estaba diferente. Más agresivo.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Rebecka apretando el botón rojo iluminado para que se encendieran las luces.

– Bueno, ya sabes, su forma de rezar y de dirigirse a la congregación. Es difícil de explicar. Estaba como angustiado. A menudo rezaba por las noches en la iglesia y no quería la compañía de nadie. Antes no era así. Antes le gustaba que la gente lo acompañara en las plegarias. Ayunaba y esas cosas. A mí me daba la sensación de que estaba destrozado.

«Desde luego -pensó Rebecka recordando el aspecto que tenía en el vídeo-. Ojeroso. Fatigado.»

– ¿Por qué ayunaba?

Magdalena se encogió de hombros.

– Qué sé yo -dijo-. Algunos demonios sólo se pueden expulsar con el ayuno y las oraciones, según está escrito. Pero me pregunto si alguien sabe qué le pasaba de verdad. No creo que Thomas lo sepa, no estaban en muy buenos términos desde hacía un tiempo.

– Vaya, ¿y qué les pasaba? -preguntó Rebecka.

– Bueno, nada tan grave como para que Thomas matara a Viktor -dijo Magdalena-. Imagino que no lo estarás pensando en serio… Pero era como si Viktor estuviera evitando a todo el mundo. A Thomas también. Sólo te digo que dejes tranquila a esta familia. Ni Thomas ni Maja tienen nada que contarte.

– Y ¿quién lo tiene? -preguntó Rebecka.

Al ver que Magdalena no contestaba continuó:

– ¿Vesa Larsson, quizá?

Cuando Rebecka bajó a la calle le dio tiempo a pensar que debería dejar salir un momento a Chapi para que pudiera hacer pis antes de acordarse de que la perra había desaparecido. ¿Y si le había pasado algo? Por un momento se imaginó el pequeño cuerpo de Chapi congelado en la nieve. Las urracas o los cuervos le habían picoteado los ojos y un zorro se había comido los mejores trozos de su vientre.

«Se lo tengo que decir a Sanna», pensó, y el corazón le dio un vuelco.

Se cruzó con una pareja que llevaba un carrito de niño. La chica era joven. Quizá no llegaba a los veinte. A Rebecka le llamó la atención el deseo con el que le miraba sus botas. Pasó por delante del viejo Palladium. Todavía quedaban algunas esculturas del Festival de Nieve de finales de enero. En medio de la calle Geolog había tres estatuas de perdices de las nieves de medio metro, hechas de hormigón. Las habían instalado para cortar el tráfico. Las tres llevaban puesta una capucha para la nieve.

La desanimó sentarse en el coche sola. Se dio cuenta de que ya se había acostumbrado a las niñas y a la perra.

«Para», se exigió a sí misma.

Miró la hora. Ya eran las doce y media. En dos horas tendría que ir a recoger a Sara y a Lova. Les había prometido que por la tarde irían a la piscina cubierta. Debería comer algo antes. Por la mañana, a las niñas les había dado chocolate y unos sándwiches, pero ella sólo se había tomado dos tazas de café. Y quería hablar también con Vesa Larsson. Además, debería trabajar un poco. Se le empezó a encoger el estómago cuando pensó que aún no había acabado el informe sobre las nuevas reglas para pequeñas empresas.

Se metió en el Oso Negro y cogió una chocolatina, un plátano y una coca-cola. En la portada de uno de los periódicos de la tarde aparecía el titular «Viktor Strandgård asesinado por creyentes satánicos». Encima del texto ponía en letras casi ininteligibles: «Miembro anónimo de la congregación explica que…»

– Vaya, qué mano más fría -dijo la mujer a la que le dio el dinero para pagar.

Le cogió los dedos con su mano seca y caliente, y apretó un instante antes de soltar.

Rebecka le sonrió sorprendida.

«Ya no estoy acostumbrada a hablar con desconocidos», pensó.

El coche había tenido tiempo de sobra para helarse. Peló el plátano y se lo comió a grandes bocados. Los dedos se le enfriaron todavía más. Pensó en la mujer de la tienda. Rondaría los sesenta. Brazos fuertes y pecho exuberante bajo una rebeca de mohair de color rosa. Pelo corto con permanente y un peinado que había sido moderno en la década de los ochenta. Sus ojos eran amables. Después pensó en Sara y en Lova. En lo calientes que estaban cuando dormían. Y en Chapi, con su mirada de terciopelo y su pelo negro y lanudo. De repente le invadió la tristeza. Levantó la cara hacia el techo y se secó las lágrimas de las pestañas con el dedo índice para que no se le corriera el rímel.

«Déjalo», se riñó a sí misma y le dio al contacto.

Chapi está tumbada en la oscuridad. De pronto se abre la puerta del maletero y queda cegada por la luz de una linterna. El corazón se le encoge por el miedo, pero no intenta oponer resistencia cuando dos manos duras la agarran y la levantan. La falta de oxígeno la ha vuelto pasiva y dócil. Aun así, gira el cuello para mirar al hombre que la saca del coche. Le muestra toda la sumisión que puede mientras la cinta adhesiva le sujeta el hocico y las patas. En vano muestra el cuello y esconde la cola entre las patas de atrás. Porque no hay lugar para la compasión.

La casa de estilo funcional recién construida del pastor Vesa Larsson quedaba detrás de la universidad. Rebecka dejó el coche aparcado en la calle y contempló el imponente edificio. Los bloques geométricos de color blanco se fundían con el paisaje nevado de su alrededor. Con el tiempo que hacía era muy fácil pasar de largo con el coche si no fuera por las partes de unión que relucían esplendorosamente en rojo, amarillo y azul. Era evidente que la montaña nevada y los colores de los samis habían estado presentes en la cabeza del arquitecto.

Astrid, la esposa de Vesa Larsson, abrió la puerta. Detrás tenía un pequeño pastor Shetland que ladraba enloquecido a Rebecka. Cuando vio quién había llamado a la puerta, Astrid entornó los ojos y bajó las comisuras de la boca en una mueca de antipatía.

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