– Desde luego -dijo Maja, irritada-. Y eso es totalmente legal, no entiendo qué buscas, Rebecka. Tú deberías saber que la planificación de impuestos…
– Déjame que acabe -la cortó Rebecka-. Creo que la sociedad limitada le ha vendido servicios a la congregación a precios demasiado bajos, causando así pérdidas. También me pregunto de dónde ha salido el dinero para invertir en la sociedad. Por lo que yo sé, ninguno de los copropietarios contáis con un gran capital. A lo mejor pedisteis un crédito bastante grande, pero no lo creo. No he visto déficit en vuestros ingresos. Creo que el dinero para las compras del taller de impresión y demás proviene de la congregación, pero que no se han presentado las cuentas. Y entonces ya no estamos hablando de planificación de impuestos. Empezamos a hablar de delito fiscal. Si Hacienda y el fiscal para asuntos económicos empiezan a remover todo esto, lo que saldría a la luz sería lo siguiente: que si vosotros, los copropietarios, no podéis explicar de dónde ha salido el dinero para las inversiones, pagaréis impuestos por todo, como una actividad comercial normal y corriente. La congregación ha pagado un adelanto que debería haberse presentado como ingresos.
Rebecka se inclinó hacia adelante, clavando la mirada en Maja Söderberg.
– ¿Entiendes, Maja? -le dijo-. Más o menos la mitad de lo que habéis sacado de la congregación la tenéis que pagar en impuestos. Después hay que añadir gastos sociales e impuestos añadidos. Caerás en bancarrota y tendrás a Hacienda vigilándote el resto de tu vida. Además, pasarás una buena temporada en prisión. La sociedad mira con muy malos ojos el delito fiscal. Y si los pastores están detrás de todo el tinglado, que a mí me parece que sí, Thomas será culpable de estafa y Dios sabe de qué más. Malversar dinero de la congregación para pasarlo a la sociedad limitada de su mujer. Si a él también lo condenan a prisión, ¿quién se ocupará de las niñas? Os tendrán que ir a visitar a un centro. Una triste sala de visitas un par de horas cada fin de semana. Y cuando salgáis, ¿dónde os pondréis a trabajar?
Maja no apartaba la vista de Rebecka.
– ¿Qué quieres de mí? Vienes aquí, a mi casa, con tus hipótesis y amenazando. Me amenazas a mí. A toda mi familia. A las niñas.
Se quedó callada y se llevó la mano a la boca.
– Si buscas venganza, Rebecka, véngate conmigo -dijo Magdalena.
– ¡Déjalo de una puta vez! -exclamó Rebecka.
Las dos hermanas se sobresaltaron con el taco.
Le entraron ganas de jurar otra vez.
– Es evidente que te guardo un rencor de cojones -continuó-, pero no estoy aquí por eso.
Rebecka está sola en casa cuando llaman a la puerta. Es Thomas Söderberg. Con él están Maja y Magdalena.
Ahora Rebecka entiende por qué Sanna se había ido con tanta prisa. Y por qué insistía en que Rebecka se quedara en casa estudiando. Sanna sabía que iban a venir.
Después Rebecka pensará que no los debería haber dejado entrar. Que les debería haber cerrado la puerta en sus bienintencionadas narices. Entiende perfectamente por qué están allí. Lo ve en sus caras. En la mirada preocupada y seria de Thomas. En los labios apretados de Maja. Y en Magdalena, que no se siente capaz de mirarla a los ojos.
Primero no querían tomar nada, pero después Thomas se arrepiente y pide un vaso de agua. Durante la conversación que sigue irá haciendo pausas para dar pequeños sorbos.
En cuanto se sientan en la sala de estar, Thomas asume el mando. Le pide a Rebecka que se siente en el sillón de mimbre e insta a su esposa y a su cuñada a sentarse cada una en una de las puntas del sofá rinconera. Él se sienta en medio. De esta manera tiene contacto visual con las tres al mismo tiempo. Rebecka tiene que volver la cabeza todo el rato para ver a Maja y a Magdalena.
Thomas Söderberg va directo al grano.
– Magdalena nos ha contado que te vio en el hospital -dice mirando a Rebecka a los ojos-. Hemos venido para persuadirte de que no sigas adelante.
Cuando ve que Rebecka no contesta, continúa:
– Entiendo que pueda resultarte difícil, pero tienes que pensar en el niño. Llevas una vida en el vientre, Rebecka. No tienes derecho a apagarla. Maja y yo hemos hablado de esto y me ha perdonado.
Hace una pausa y le echa a Maja una mirada llena de amor y agradecimiento.
– Queremos ocuparnos de la criatura -dice luego-. Adoptarla. ¿Entiendes, Rebecka? En nuestra familia sería igual que Rakel y Anna. Un hermanito.
Maja le clava la mirada.
– Si es que es un niño -añade Thomas. Al cabo de un momento, pregunta-: ¿Qué dices, Rebecka?
Rebecka levanta la mirada de la mesa y observa fijamente a Magdalena.
– ¿Que qué digo? -responde negando lentamente con la cabeza.
– Lo sé -dice Magdalena-. Miré tus informes y rompí el secreto. Naturalmente, me puedes denunciar a la autoridad competente.
– A veces hay que elegir entre seguir la voluntad del emperador o la de Dios -dice Thomas-. Le he dicho a Magdalena que lo entenderías. ¿Verdad, Rebecka? ¿O piensas denunciarla?
Rebecka niega con la cabeza. Magdalena parece aliviada. Casi sonríe. Maja no lo hace. Los ojos se le oscurecen cuando mira a Rebecka. Rebecka siente que se empieza a marear. Debería comer algo porque cuando lo hace se le suele pasar un poco.
«¿Se ocuparía ella de mi hijo?», se pregunta a sí misma.
– ¿Qué dices, Rebecka? -insiste Thomas-. ¿Me puedo ir de aquí con tu promesa de que anularás la visita al hospital?
Ya le vienen las náuseas. Surgen de repente, de abajo hacia arriba. Rebecka se levanta de un salto de la silla, golpeándose la rodilla contra la mesa, y sale disparada al baño. El contenido del estómago le repite con tanta fuerza que le duele. Cuando oye que se levantan en la sala de estar, cierra la puerta con pestillo.
A los pocos segundos están los tres al otro lado de la puerta. Llaman. Le preguntan cómo se encuentra y le piden que abra la puerta. Se le han taponado los oídos. No tiene fuerza en las piernas y se desploma sobre la taza del váter.
Al principio percibe que las voces del otro lado parecen preocupadas y le ruegan que salga. Incluso Maja recibe órdenes de acercarse a la puerta.
– Te he perdonado, Rebecka -dice-. Sólo queremos ayudarte.
Rebecka no contesta. Alarga la mano y abre los grifos al máximo. El agua resuena en la bañera, las tuberías hacen ruido y ahogan sus voces. Primero Thomas se irrita, después se enfada.
– ¡Abre! -dice gritando y golpeando la puerta-. Es mi hijo, Rebecka. No tienes ningún derecho, ¿me oyes? No permitiré que asesines a mi hijo. Abre antes de que eche la puerta abajo.
De fondo oye a Maja y Magdalena intentando calmarlo. Lo apartan de allí. Al final oye cerrarse la puerta de la entrada y pasos que se alejan escaleras abajo. Rebecka se hunde en la bañera y cierra los ojos.
Al cabo de mucho rato se vuelve a abrir la puerta de la casa. Sanna acaba de regresar. El agua de la bañera está fría desde hace tiempo. Rebecka se levanta y se va a la cocina.
– Lo sabías -le dice a Sanna.
Sanna la mira con culpabilidad en los ojos.
– ¿Me puedes perdonar? -responde-. Lo he hecho porque te quiero. ¿Lo entiendes?
– ¿Por qué estás aquí? -preguntó Maja.
– Quiero saber por qué murió Viktor -dijo Rebecka con severidad-. Sanna es sospechosa y está detenida, y a nadie parece importarle una mierda. La congregación sigue con sus bailes y sus encuentros para cantar himnos pero se niegan a colaborar con la policía.
– ¿Y qué quieres que te diga yo? -exclamó Maja-. ¿Crees que lo asesiné yo? ¿O Thomas? ¿Que le cortamos las manos y le sacamos los ojos? ¿Estás loca o qué?
– ¿Qué sé yo? -respondió Rebecka-. ¿Estaba Thomas en casa la noche que mataron a Viktor?
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