Enciende la lámpara de noche y se incorpora despacio. El sofá responde con un crujido. Rebecka se queda quieta para escuchar si las niñas se han despertado. Mete los pies en los helados zapatos y sale al porche para llamar a Chapi.
Se queda observando la nevada y llamando a una perra que no aparece.
Cuando vuelve a entrar en casa ve a Sara en medio de la cocina. Se da la vuelta con un movimiento rígido y se queda mirando a Rebecka. Lleva unos grandes calzoncillos largos y un jersey de lana enorme que hacen que su cuerpo parezca diminuto.
– ¿Qué te pasa? -le pregunta Rebecka-. ¿Has tenido una pesadilla?
Antes de que acabe la pregunta, Sara empieza a llorar. Es un llanto intenso, seco y entrecortado. La mandíbula se le abre y cierra con pequeños espasmos, como si fuese la de una muñeca de madera.
– ¿Qué ocurre? -vuelve a preguntar Rebecka quitándose los zapatos rápidamente-. ¿Es porque Chapi no está?
No obtiene respuesta. Todavía tiene la cara desencajada por esa tristeza tan extraña. Pero los brazos se le mueven un poco hacia adelante, como si los fuera a estirar hasta Rebecka si pudiera.
Rebecka la coge en brazos. Sara no opone ninguna resistencia. Rebecka está abrazando a una niña pequeña. No a una casi adolescente. Sólo una niña. Y no pesa casi nada. Rebecka la tumba en el sofá cama de la cocina y la acurruca en sus brazos, rodeando su cuerpecito, que se tensa como para compensar las lágrimas que no quieren salir. Al final se quedan las dos dormidas.
Hacia las cinco de la madrugada, Rebecka se despierta con los pasos de Lova, que entra de puntillas en la cocina. Se sube al sofá y se tumba contra la espalda de Rebecka, se le pega dulcemente, le mete con cuidado la manita por debajo del jersey y se duerme.
Debajo de todas las mantas hace un calor abrasador, pero Rebecka se queda allí tal como está, inmóvil.
A las cinco y media de la madrugada el gato Manne decidió despertar a Sven-Erik Stålnacke. Se puso a pasear de aquí para allá por encima del cuerpo dormido de Sven-Erik y de vez en cuando soltaba un maullido lastimero. Al ver que no surtía efecto, el gato se le acercó a la cara y le tocó delicadamente la mejilla con la pata. Pero Sven-Erik estaba sumido en un sueño demasiado profundo. Manne movió la pata hasta ponérsela en la raíz del pelo y sacó las garras lo suficiente para que se le engancharan en la piel y pudiera tirar un poco a su amo del cuero cabelludo. Sven-Erik abrió los ojos al instante y se quitó las zarpas de la cabeza. Acarició cariñosamente al gato a lo largo de su lomo gris atigrado.
– Ay, cabroncete -dijo bondadoso-. ¿Te parece que ya me toca levantarme?
Manne maulló acusador y bajó de la cama de un salto para luego desaparecer por la puerta de la habitación. Sven-Erik oyó cómo se iba corriendo hasta la puerta de la entrada y se ponía a maullar.
– Ya voy, ya voy.
Había adoptado a Manne cuando su hija y el novio de ésta se mudaron a Luleå. «Es que está acostumbrado a la libertad -le había dicho ella-. Te puedes imaginar cómo se aburriría en un piso en la ciudad. Él es como tú, papá. Necesita tener un buen trozo de bosque cerca para poder vivir.»
Sven-Erik se levantó y le abrió la puerta al gato para que saliera.
Pero Manne sólo husmeó un poco el aire de la nevada y luego dio media vuelta y se metió en el recibidor otra vez. En cuanto Sven-Erik cerró la puerta el gato volvió a soltar un prolongado maullido.
– Pero ¿qué quieres? -preguntó Sven-Erik-. No tengo la culpa de que haga un tiempo de perros. O sales o te quedas dentro, calladito.
Fue a la cocina y sacó una lata de comida para gatos. El animal maulló con energía y empezó a pasearse entre sus pies hasta que la comida estuvo servida en el cuenco. Después Sven-Erik preparó la cafetera eléctrica, que se puso en marcha con un gorgoteo. Cuando llamó Anna-Maria Mella le acababa de hincar el diente a un sándwich de pan negro.
– Escucha -le dijo inquieta-. Ayer por la mañana estuve hablando con Sanna Strandgård y comentamos que la muerte parece muy ritual y que algunos pasajes de la Biblia hablan de manos cortadas y de gente a la que le sacan los ojos y esas cosas.
Sven-Erik emitía sonidos de asentimiento entre bocado y bocado mientras Anna-Maria hablaba.
– Sanna leyó en voz alta a Marcos 9:43-48: «Y si tu mano te escandaliza, córtatela; más te vale que entres manco en la vida que, con las dos manos, irte al infierno, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale que entres cojo en la vida que, con los dos pies, ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado al infierno donde el gusano no muere ni el fuego se apaga.»
– ¿Y? -dijo Sven-Erik, que se sentía un poco espeso.
– ¡Pero no leyó el principio del texto! -continuó Anna-Maria con entusiasmo-. En Marcos 9:42 pone esto: «El que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de asno y que le tiraran al mar.»
Sven-Erik se sujetó el auricular entre el hombro y la oreja, y levantó a Manne, que se estaba restregando contra sus piernas.
– Hay paralelismos entre el evangelio según san Lucas y el de san Mateo -dijo Anna-Maria-. En el de Mateo se dice que los ángeles celestiales de los niños siempre ven la cara de Dios. Y cuando estuve mirando mi Biblia de la confirmación, en una nota ponía que era una frase de muchísima importancia porque los niños están bajo la protección especial de Dios. Según las creencias judaicas de entonces, todas las personas tienen un ángel que expone sus ruegos ante Dios y se supone que sólo los ángeles más elevados tienen acceso al trono de Dios.
– O sea, que lo que quieres decir es que alguien se lo cargó porque había seducido a un niño -dijo Sven-Erik pensativo-. ¿Estás diciendo que Viktor…?
Se quedó callado un momento y sintió la incomodidad de las palabras antes de seguir hablando.
– ¿… o sea, con las hijas de Sanna?
– ¿Por qué se saltó el principio? -dijo Anna-Maria-. En cualquier caso, Von Post tiene razón. Tenemos que hablar con las niñas de Sanna Strandgård. Puede que tuviera un motivo bastante bueno para odiar a su hermano. Tendremos que llamar a los del servicio de psiquiatría infantil y adolescente para que nos ayuden a hablar con las niñas.
Después de colgar, Sven-Erik se quedó sentado a la mesa de la cocina con el gato en el regazo.
«Joder -pensó-. Cualquier cosa menos eso.»
Cuando Rebecka llamó a la oficina parroquial de la Iglesia de Cristal a las ocho y cuarto de la mañana contestó Ann-Gull Kyrö, la secretaria de los pastores. Rebecka acababa de dejar a las niñas y andaba de camino al coche. Al preguntar por Thomas Söderberg oyó que la mujer que estaba al otro lado respiró hondo.
– Lo siento -dijo Ann-Gull-. Él y Gunnar Isaksson están en una reunión y no se les puede molestar.
– ¿Dónde está Vesa Larsson?
– Hoy está enfermo y tampoco se le puede molestar.
– Si no te importa, le quiero dejar un mensaje a Thomas Söderberg. Quiero que me llame a este número…
– Lo siento -la cortó Ann-Gull amablemente-, pero durante la Conferencia de los Milagros los pastores están muy ocupados y no tienen tiempo para llamar a la gente que pregunta por ellos.
– Bueno -intentó Rebecka-, el caso es que soy la representante de Sanna Strandgård y…
La mujer del otro lado volvió a interrumpirla. Ahora con cierta severidad en el tono.
– Sé muy bien quién eres, Rebecka Martinsson -dijo-. Pero como ya he dicho, los pastores no tienen tiempo durante la conferencia.
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