Åsa Larsson - Aurora boreal

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Aurora boreal fue galardonada con el Premio a la Mejor Primera Novela Negra por la Asociación Sueca de Escritores de Novela Negra, y Det blod spillts, la segunda entrega de la serie, con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca.
El cuerpo de Victor Strandgard, el predicador más famoso de Suecia, yace mutilado en una remota iglesia en Kiruna, una ciudad del norte sumergida en la eterna noche polar. La herman de la víctima ha encontrado el cadáver, y la sospecha se cierne sobre ella. Desesperada, pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Rebecka Martinsson, que actualmente vive en Estocolmo y que regresa a su ciudad natal dispuesta a averiguar quién es el verdadero culpable. Durante la investigación sólo cuenta con la complicidad de Anna-Maria Mella, una inteligente y peculiar policía embarazada. En Kiruna mucha gente parece tener algo que ocultar, y la nieve no tardará en teñirse de sangre.

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– Era perfecto. Hermoso. Dedicado. Un gran orador. Pero tenía un dios bastante severo. Si hubiese vivido en la Edad Media se habría flagelado y habría caminado descalzo a los Santos Lugares.

Recolectó las setas del último paquete y las repartió en la caja de cartón nivelando la superficie.

– ¿De qué manera se flagelaba? -preguntó Rebecka.

Patrik Mattsson iba tocando las setas y poniéndolas bien. Era como si estuviera hablando más con ellas que con Rebecka.

– Ya sabes. El rollo ése de eliminar todo lo que no tenga que ver con Dios. Sólo música cristiana, porque si no, te expones a que te invadan los espíritus malignos. Durante un tiempo estuvo pensando en tener un perro, pero un perro exige tiempo y ese tiempo pertenecía a Dios, así que rechazó la idea.

Sacudió la cabeza.

– Debería haberse comprado el perro.

– Pero ¿cómo era él? -preguntó Rebecka.

– Ya te lo he dicho: perfecto. Todo el mundo lo quería.

– ¿Y tú?

Patrik Mattsson no dijo nada.

«No he venido hasta aquí para aprender el cultivo de las setas», pensó Rebecka.

Patrik respiró profundamente por la nariz, cerró los labios y fijó la mirada en el techo.

– Era una farsa -dijo con rabia-. Ahora ya nada importa. Y me alegro de que esté muerto.

– ¿A qué te refieres? ¿Cómo que era una farsa?

– Déjalo -dijo-. Déjalo así, Rebecka, no te metas.

– ¿Le escribiste una postal diciéndole que lo querías y que lo que hacíais no estaba mal?

Patrik Mattsson se tapó la cara con las manos y sacudió la cabeza.

– ¿Teníais una relación o qué?

Se puso a llorar.

– Pregúntale a Vesa Larsson -dijo sorbiéndose las lágrimas-. Pregúntale a él sobre la vida sexual de Viktor.

Se calló de repente y se puso a buscar un pañuelo en los bolsillos. Al no encontrar ninguno se secó la nariz con la manga del jersey. Rebecka se le acercó.

– ¡No me toques! -gritó.

Rebecka se quedó helada.

– ¿Tienes idea de lo que estás pidiendo? Tú, que simplemente te largaste cuando todo se complicó.

– Sí -susurró.

Patrik levantó las manos hacia el techo.

– ¿Te das cuenta de que puedo echar abajo el templo entero? Sólo quedarían las cenizas de la congregación, de la escuela y… ¡de todo! El Ayuntamiento podría hacer una pista de hockey con la Iglesia de Cristal.

– «La verdad os hará libres», pone.

Él se quedó callado un momento. Luego exclamó:

– ¡Libres! -escupió-. ¿Es que tú eres libre?

Miró a su alrededor. Parecía que estuviera buscando algo.

«Un cuchillo», pensó de pronto Rebecka.

Patrik hizo un movimiento con la mano, enseñándole la palma, como queriendo decir que esperara allí. Luego desapareció por una puerta que estaba un poco más alejada. Se oyó un pesado clic cuando se cerró, después silencio. Sólo se oía el goteo del cultivo detrás de la cortina de plástico y el zumbido eléctrico de los fluorescentes.

Pasó un minuto. A Rebecka le vino a la mente el hombre que desapareció en la mina en los años sesenta. Bajó y no volvió a subir nunca más. Su coche seguía en el aparcamiento, pero él no aparecía. Sin rastro. No se encontró el cuerpo. Nada. Nunca lo localizaron.

Y Chapi, que estaba en el coche, ¿cuánto tiempo se las arreglaría si Rebecka no volvía? ¿Se pondría a ladrar hasta que la descubriera alguien que pasara por allí? ¿O se echaría a dormir dentro del coche cubierto de nieve?

Rebecka se acercó a la puerta que daba al pasillo de la mina para ver si se abría. Con alivio, vio que no estaba cerrada con llave. Tuvo que contenerse para no salir corriendo hasta el taller. En cuanto vio a las personas que había dentro y oyó el trasteo de las herramientas y el ruido del hierro al doblarlo y retorcerlo, sintió que se sosegaba.

Salió un hombre del taller. Se quitó el casco y se acercó a uno de los coches que estaban aparcados allí fuera.

– ¿Subes? -le preguntó Rebecka.

– ¿Por qué? -sonrió él-. ¿Te llevo?

Subió con el hombre del taller. Rebecka podía sentir la mirada tranquila y curiosa que le echaba desde su lado. Claro que no se veía demasiado con aquella oscuridad.

– Bueno, bueno -dijo él-. ¿Vienes por aquí a menudo?

Cuando Rebecka volvió al coche en el aparcamiento de la mina era evidente que Chapi le estaba reprochando todo el rato que la había hecho esperar.

– Lo siento, pequeña -dijo Rebecka con remordimientos de conciencia-. Enseguida iremos a recoger a Sara y a Lova, y luego iremos a dar un largo paseo para relajarnos, te lo prometo. Sólo tenemos que pasar un momento por Hacienda y mirar una cosa en los ordenadores, ¿vale?

Condujo en plena nevada hasta las oficinas de la delegación.

– Espero que esto se acabe pronto -le dijo a Chapi-. Aunque ahora no es que el asunto esté muy claro, la verdad. No logro encajar todas las piezas.

Chapi estaba en el asiento del copiloto, escuchando con atención. Ladeó preocupada la cabeza y puso cara de entender cada palabra que Rebecka le decía.

«Es como Jussi, el perro de la abuela -pensó Rebecka-. La misma mirada inteligente.»

Recordó que los hombres del pueblo solían sentarse a charlar con Jussi, que campaba libremente por donde quería. «Sólo le falta hablar», solían comentar.

– Tu ama no se encontraba demasiado bien esta mañana cuando la han interrogado -continuó Rebecka-. Es como si se encogiera y se escapara por la ventana cuando la presionan. Está ausente y habla con indiferencia. Al fiscal lo saca de quicio.

La administración de Hacienda estaba en el mismo edificio de ladrillo que la comisaría de policía. Rebecka miró a su alrededor después de aparcar delante de la puerta. No lograba deshacerse del malestar que sintió al leer la nota que le habían dejado en el coche el día anterior.

– Cinco minutos -le dijo a Chapi cerrando con el seguro.

Diez minutos más tarde estaba de vuelta. Metió cuatro hojas impresas en la guantera y rascó a Chapi entre las orejas.

– Ahora se van a enterar -dijo triunfal-. Más vale que contesten cuando se les pregunte. Todavía nos da tiempo a hacer una cosa más antes de recoger a las niñas.

Subió hasta la Iglesia de Cristal, en Sandstensberget, y dejó que Chapi se bajara del coche antes que ella.

«Podría necesitar a alguien que esté de mi parte», pensó.

Sintió el corazón acelerado al subir por la cuesta hasta la cafetería y la tienda de libros. El riesgo de toparse con alguien que la conociera era bastante elevado. Sólo esperaba que no fuera ninguno de los pastores ni nadie del Consejo de Ancianos.

«Da igual -se dijo a sí misma-. Tarde o temprano acabará pasando.»

Chapi corría de farola en farola, leyendo y respondiendo mensajes. Por allí habían pasado unos cuantos machos a los que no conocía.

En la librería no había nadie, excepto una chica al otro lado del mostrador. Era la primera vez que Rebecka la veía. Llevaba el pelo bastante corto y del cuello le colgaba una pequeña cadena repleta de cuentas de cristal. Miró a Rebecka y sonrió.

– Avísame si te puedo ayudar en algo -dijo con voz atiplada.

Se notaba que Rebecka le sonaba de algo, pero no sabía ubicarla.

«De salir en la tele», pensó Rebecka asintiendo con la cabeza. Le ordenó a Chapi que se tumbara en la entrada, se quitó la nieve del abrigo y se acercó a la estantería más próxima.

En los altavoces sonaba música pop religiosa a un volumen bastante bajo. Del techo colgaban lámparas de Ikea y había pequeños focos alumbrando los estantes llenos de cedés y libros. Los muebles que había en medio de la sala eran tan bajos que no te podías esconder detrás. Rebecka miró a través de las grandes puertas de cristal que comunicaban con la cafetería. El suelo de madera estaba casi seco. Por allí no había pasado mucha gente con los zapatos llenos de nieve.

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