Åsa Larsson - Aurora boreal

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Aurora boreal fue galardonada con el Premio a la Mejor Primera Novela Negra por la Asociación Sueca de Escritores de Novela Negra, y Det blod spillts, la segunda entrega de la serie, con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca.
El cuerpo de Victor Strandgard, el predicador más famoso de Suecia, yace mutilado en una remota iglesia en Kiruna, una ciudad del norte sumergida en la eterna noche polar. La herman de la víctima ha encontrado el cadáver, y la sospecha se cierne sobre ella. Desesperada, pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Rebecka Martinsson, que actualmente vive en Estocolmo y que regresa a su ciudad natal dispuesta a averiguar quién es el verdadero culpable. Durante la investigación sólo cuenta con la complicidad de Anna-Maria Mella, una inteligente y peculiar policía embarazada. En Kiruna mucha gente parece tener algo que ocultar, y la nieve no tardará en teñirse de sangre.

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Se sentó en el Golf y le dio al contacto. Con el pie pisando el embrague aceleró para revolucionar el motor y acallar los pensamientos que le acudían a la mente.

«No llores», se ordenó.

Torció el retrovisor y se miró la cara. Tenía los ojos hinchados y el pelo le caía en mechones desaliñados. Soltó una risa corta y despojada de cualquier nota de alegría. Más bien parecía que hubiera tosido. Luego giró el retrovisor con un golpe.

«No volveré a pensar en él nunca más -se dijo-. Nunca más.»

Se incorporó a la calle Gruv derrapando y aceleró por la bajada, hacia la calle Lapp. Tenía que conducir guiándose por la memoria, porque la nevada no le dejaba ver nada. Habían pasado las máquinas por la mañana, pero había seguido nevando y con la nieve suelta la adherencia de los neumáticos se volvía de lo más traicionera. Pisó el acelerador con más fuerza. De vez en cuando alguna rueda patinaba y el coche invadía el carril contrario. Le daba igual.

En la travesía con la calle Lapp no tuvo opción y el coche la cruzó deslizándose sin evitarlo. Por el rabillo del ojo vio a una mujer empujando un trineo de madera con un bebé montado encima. Estaba intentando avanzar con gran esfuerzo por el talud de nieve que había acumulado la máquina a los lados de la calle, y al pasar el coche le levantó el brazo. Probablemente le estaría sacando el dedo. A la altura de la capilla de Laestadian la superficie cambió de textura. La nieve se había ido compactando por el peso de los coches, pero éstos habían formado un surco y el Golf prefería ir por su propio camino. Después no se acordaba cómo había cruzado la intersección de las calles Gruv y Hjalmar Lundbohm. ¿Se había parado en el semáforo?

Al llegar a la mina saludó al vigilante de la garita con la mano. El hombre estaba absorto en la lectura de la prensa y ni siquiera levantó la mirada. Paró al llegar a la barrera que había en la entrada del túnel que bajaba a la mina. Le temblaba todo el cuerpo. Los dedos apenas le obedecieron cuando intentó sacar un cigarrillo del bolsillo interior de la chaqueta. Se sentía vacío por dentro. Eso era bueno. En los últimos cinco minutos no había pensado en Viktor Strandgård ni una sola vez. Dio una profunda calada al cigarrillo.

«Tranquilo -susurró para consolarse-, tranquilo.»

Quizá debería haberse quedado en casa. Pero estar encerrado en el piso todo el día… Habría acabado tirándose por el balcón.

«Venga ya, hombre -se burló-. Como si te atrevieras. Si lo único de lo que eres capaz es de romper tazas y tirar macetas al suelo.»

Bajó la ventanilla y sacó el brazo para insertar el pase en la máquina.

Una mano le agarró la muñeca y con el sobresalto se le cayó un poco de ceniza del cigarrillo en el asiento. Al principio no vio quién era y se le encogió el estómago de miedo. Después apareció una cara conocida.

– Rebecka Martinsson -dijo Patrik.

La nieve le iba cayendo sobre el pelo oscuro, los copos se deshacían al tocarle la nariz.

– Quiero hablar contigo.

Patrik hizo un gesto con la cabeza, señalando el asiento del copiloto.

– Pues sube.

Rebecka dudó un instante. Pensó en la nota que se había encontrado en el coche. «Tienes que morir», «¡quedas avisada!».

– It's now or never, como dice Elvis -advirtió Patrik Mattsson, inclinándose por encima del asiento del copiloto para abrirle la puerta.

Rebecka miró la entrada de la mina. Un agujero negro directo al subsuelo.

– Vale, pero la perra está en el coche, así que tengo que volver dentro de una hora.

Rodeó el coche, se sentó y cerró la puerta.

«Nadie sabe dónde estoy», pensó cuando Patrik Mattsson metió la tarjeta en la máquina y la barrera que cerraba el paso a la mina empezó a elevarse lentamente.

Él soltó el embrague y empezaron a bajar.

Delante veían el brillo de los reflectantes que había en las paredes de la mina y que por detrás quedaban engullidos por la oscuridad compacta de una cortina de terciopelo negro.

Rebecka intentó hablar. Era como tirar de la correa de un perro que no se quiere mover.

– Se me tapan los oídos, ¿por qué?

– Por la diferencia de altura.

– ¿Cuánto vamos a bajar?

– Quinientos cuarenta metros.

– Así que te has hecho cultivador de setas.

No obtuvo respuesta.

– Shitakes, la verdad es que no los he probado nunca. ¿Lo llevas tú solo?

– No.

– Así que sois varios. ¿Hay más gente allí ahora?

No contestó, iban deprisa, siempre hacia abajo.

Patrik Mattsson aparcó el coche delante de un taller subterráneo. No había puerta, sólo una gran abertura en la roca de la montaña. Rebecka vio que dentro había hombres vestidos con mono y casco. Llevaban herramientas en las manos. Había una serie de perforadoras enormes de la marca Atlas Copco dispuestas en fila para ser reparadas.

– Por aquí -dijo Patrik Mattsson echando a andar.

Rebecka lo siguió. Miró a los hombres del taller, deseando que alguno se volviera y la viese.

A ambos lados se elevaba la roca primaria de color negro. En varios puntos el agua salía de la roca y coloreaba la piedra de verde.

– Es el cobre, que se vuelve verde con el agua -explicó Patrik cuando Rebecka le preguntó.

Apagó el cigarrillo con el pie y abrió una gran puerta de hierro que estaba cerrada con llave.

– Pensaba que estaba prohibido fumar aquí abajo -dijo Rebecka.

– ¿Por qué? -preguntó Patrik-. Aquí no hay gases inflamables ni nada por el estilo.

Ella soltó una carcajada.

– Qué bien. Entonces te puedes esconder aquí, a quinientos metros bajo tierra, y fumar a escondidas.

Él le sostuvo la puerta y le indicó, con la palma de la mano hacia arriba, que pasara ella primero.

– Nunca he entendido bien esa lista de pecados que hay en la iglesia libre -dijo Rebecka mientras se volvía para no tenerlo de espaldas cuando entraba-. No fumarás. No tomarás alcohol. No irás a la discoteca. ¿De dónde han sacado todo eso? De la gula y de no compartir con los necesitados, dos pecados que se mencionan claramente en la Biblia, no es que digan gran cosa.

La puerta se cerró. Patrik encendió la luz. La sala parecía un gran bunker. Del techo colgaban estantes de acero engastados en rieles. En todos ellos había paquetes envueltos en plástico que parecían salchichas grandes o troncos de leña.

Rebecka preguntó qué era aquello y Patrik Mattsson se lo explicó.

– Son paquetes de serrín de aliso -le dijo-. Están inyectados con esporas. Cuando han estado así cierto tiempo se les puede quitar el plástico y golpear un poco la madera con la mano. Entonces empiezan a crecer y a los cinco días ya se pueden recolectar.

Desapareció por detrás de una cortina de plástico al otro extremo de la cavidad. Al cabo de un rato apareció con unos cuantos paquetes de serrín repletos de shitakes. Los puso sobre una mesa y comenzó a recoger las setas con la mano. A medida que las quitaba las iba poniendo dentro de una caja de cartón. El olor a seta y a madera húmeda inundó el local.

– Aquí abajo el clima es el idóneo -dijo-. Y las lámparas se encienden y se apagan automáticamente simulando días y noches supercortos. Bueno, se acabó la cháchara, Rebecka, ¿qué quieres?

– Quiero hablar de Viktor.

Patrik se la quedó mirando inexpresivo. Rebecka pensó que se debería haber vestido un poco más sencilla. Ahora estaban allí los dos, cada uno en su planeta, intentando hablar. Y ella con su maldito abrigo y los guantes, tan delicados y caros.

– Cuando yo vivía aquí erais buenos amigos.

– Sí.

– ¿Cómo era él? Quiero decir, después de que yo me fuera.

El sistema de riego se puso en marcha detrás de la cortina con un resoplido. Comenzó a caer humedad del techo y al acumularse se iba deslizando por el plástico, rígido y transparente.

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