Åsa Larsson - Aurora boreal

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Aurora boreal fue galardonada con el Premio a la Mejor Primera Novela Negra por la Asociación Sueca de Escritores de Novela Negra, y Det blod spillts, la segunda entrega de la serie, con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca.
El cuerpo de Victor Strandgard, el predicador más famoso de Suecia, yace mutilado en una remota iglesia en Kiruna, una ciudad del norte sumergida en la eterna noche polar. La herman de la víctima ha encontrado el cadáver, y la sospecha se cierne sobre ella. Desesperada, pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Rebecka Martinsson, que actualmente vive en Estocolmo y que regresa a su ciudad natal dispuesta a averiguar quién es el verdadero culpable. Durante la investigación sólo cuenta con la complicidad de Anna-Maria Mella, una inteligente y peculiar policía embarazada. En Kiruna mucha gente parece tener algo que ocultar, y la nieve no tardará en teñirse de sangre.

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«Un ratito más», pidió, pero el misericordioso sueño había desaparecido.

Sentía la cara entumecida. Sacó la mano de debajo de la manta y se acarició el labio. Por un momento la mano se convirtió en el suave pelo de Sara. Dejó que la nariz recordara el olor de Lova. Todavía olía a niña pequeña, pero ya se estaba haciendo mayor. Relajó todo el cuerpo y se sumió en el recuerdo. El dormitorio de casa, en el apartamento. Las cuatro en la cama. Lova rodeándole el cuello con los brazos. Sara acurrucada en su espalda, con Chapi tumbada encima de los pies. Las patitas negras que corrían cuando soñaba. Las llevaba a todas tatuadas en la piel, grabadas en las palmas de las manos y en el interior de los labios. Pasara lo que pasase, su cuerpo las recordaría.

«Rebecka -pensó-. No las voy a perder. Rebecka lo solucionará. No voy a llorar. No serviría de nada.»

Al cabo de una hora la puerta de la celda se entreabrió y se filtró un haz de luz mientras alguien susurraba:

– ¿Estás despierta?

Era Anna-Maria Mella. La policía de la trenza larga y la barriga enorme.

Sanna respondió, y la cara de Anna-Maria se hizo visible en la puerta.

– Pasaba para ver si querías desayunar. ¿Té y una tostada?

Sanna respondió que sí, agradecida, y Anna-Maria desapareció de su vista. Dejó la puerta de la celda un poco abierta.

En el pasillo se oyó la voz resignada del agente:

– ¡No jodas, Mella!

Después se oyó la respuesta de Anna-Maria:

– Venga, hombre. ¿Qué crees que va a hacer? ¿Venir hasta aquí y reventar la puerta de seguridad para escaparse?

«Debe de ser una buena madre -pensó Sanna-. Una de esas que dejan la puerta entornada para que los niños la puedan oír mientras recoge la cocina. Que deja encendida la lámpara de la mesilla de noche si la oscuridad les da miedo.»

Anna-Maria volvió al cabo de un rato con dos tostadas con mantequilla y pepino en una mano y una taza de té en la otra. Bajo el brazo sujetaba una carpeta y abrió la puerta con el pie. La taza estaba un poco desportillada y en algún momento había pertenecido a «La mejor abuela del mundo».

– Vaya -dijo Sanna, agradecida, poniéndose en pie-. Pensaba que en la cárcel se vivía a pan y agua.

– Esto es pan y agua -se rió Anna-Maria-. ¿Me puedo sentar?

Sanna la invitó con un gesto a sentarse a los pies del camastro y Anna-Maria se puso cómoda. Dejó la carpeta en el suelo.

– Se ha hundido -dijo Sanna entre trago y trago, señalándole la barriga-. Ya queda poco.

– Sí -dijo Anna-Maria con una sonrisa.

Dejaron que se hiciera el silencio. Sanna se comió las tostadas a bocados pequeños. El pepino crujía entre sus dientes. Anna-Maria miraba por la ventana, observando la nevada que estaba cayendo.

– La muerte de tu hermano fue tan…, cómo decirlo…, religiosa -dijo Anna-Maria pensativa-. Tan ritual, en cierto modo.

Sanna dejó de masticar. El bocado se le quedó inmóvil en la boca.

– Los ojos extirpados, las manos cortadas, las puñaladas -continuó Anna-Maria-. El lugar en el que estaba el cuerpo. En medio del pasillo que lleva al altar. Y ninguna señal de pelea ni de violencia.

– Como un cordero sacrificado -dijo Sanna en voz baja.

– Exacto -convino Anna-Maria-. Y me vino a la cabeza un fragmento de la Biblia, lo de «ojo por ojo, diente por diente».

– Sale en uno de los libros de Moisés -dijo Sanna alargando el brazo para coger la Biblia que había en el suelo, al lado del camastro.

Buscó un momento y luego leyó:

– «Pero si se sigue daño, pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente…»

Hizo una pausa y leyó primero en silencio, antes de continuar:

– «… mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe.»

– ¿Quién tenía motivos para vengarse de él? -le preguntó Anna-Maria.

Sanna no contestó. Se puso a hojear la Biblia sin buscar nada en concreto.

– En el Antiguo Testamento le sacan los ojos a la gente bastante a menudo -dijo-. Los filisteos le sacaron los ojos a Sansón. Los amonitas les prometieron la paz a los sitiados en Jabes de Galaad con la condición de que le sacaran el ojo derecho a todo el mundo.

Se calló porque la puerta se abrió de par en par y apareció un agente que acompañaba a Rebecka Martinsson. Ésta llevaba el pelo mojado y le llegaba hasta los hombros. Se le había corrido el rímel y parecía que tuviera unas ojeras enormes. Su nariz era como un grifo de color rojo chillón que no paraba de gotear.

– Buenos días -dijo echándole una mirada malhumorada a las dos mujeres que la miraban sonrientes sentadas en el camastro-. ¡No digáis nada!

El agente volvió a su puesto y Rebecka se quedó de pie en la puerta.

– ¿Estáis rezando maitines? -preguntó.

– Estábamos hablando de las veces que le sacan los ojos a alguien en la Biblia -dijo Sanna.

– «Ojo por ojo, diente por diente», por ejemplo -añadió Anna-Maria.

– Mmm -dijo Rebecka-. También está el pasaje ése en alguno de los Evangelios: «si tu ojo te hace pecar» y no sé qué más. ¿Dónde está eso?

Sanna se puso a buscar en la Biblia.

– Está en Marcos -dijo-. Aquí, Marcos 9:43-48: «Y si tu mano te escandaliza, córtatela; más te vale que entres manco en la vida que, con las dos manos, irte al infierno, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale que entres cojo en la vida que, con los dos pies, ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado al infierno donde el gusano no muere ni el fuego se apaga.»

– ¡Válgame Dios! -dijo Anna-Maria afectada.

– ¿Por qué habéis empezado a hablar de esto? -preguntó Rebecka mientras se quitaba el abrigo.

Sanna dejó la Biblia a un lado.

– Anna-Maria dice que el asesinato de Viktor le parece un ritual -respondió.

En la pequeña celda se hizo un silencio tenso. Rebecka se quedó mirando a Anna-Maria con expresión severa.

– No quiero que hables del asesinato con Sanna si yo no estoy presente -dijo con sequedad.

Anna-Maria se inclinó con dificultad hacia adelante y recogió la carpeta del suelo. Se puso en pie y miró fijamente a Rebecka.

– No era mi intención -dijo-. Simplemente, ha surgido así. Os acompañaré a la sala de reuniones para que podáis hablar. Rebecka, puedes pedirle al vigilante que acompañe a Sanna a la ducha cuando hayáis terminado. Nos vemos luego en el interrogatorio, dentro de cuarenta minutos.

Le dio la carpeta a Rebecka.

– Toma -le dijo con una sonrisa conciliadora-. Las copias de la Biblia de Viktor que me has pedido. Espero de verdad que podamos colaborar.

«Uno a cero para ti», pensó Rebecka cuando Anna-Maria pasó delante para indicarles el camino.

Una vez solas, Rebecka se desplomó sobre una silla y miró seria a Sanna, que estaba junto a la ventana observando cómo caía la nieve.

– ¿Quién puede haber metido el arma homicida en tu apartamento? -preguntó Rebecka.

– No se me ocurre nadie -respondió Sanna-. Y no sé más ahora de lo que sabía antes. Estaba durmiendo. Viktor estaba junto a la cama. Me llevé a Lova en el trineo y a Sara de la mano y nos fuimos a la iglesia. Allí estaba él.

Se quedaron calladas. Rebecka abrió la carpeta que le había dado Anna-Maria. La primera página era la fotocopia del reverso de una postal. No llevaba sello. Rebecka se quedó mirando la letra. El frío le recorrió todo el cuerpo. Era la misma letra que la de la nota que le habían dejado en el coche. Enmarañada. Como si quien lo había escrito llevara guantes o lo hubiese hecho con la zurda. Leyó:

Lo que hemos hecho no está mal a los ojos de Dios.

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