Åsa Larsson - Aurora boreal

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Aurora boreal fue galardonada con el Premio a la Mejor Primera Novela Negra por la Asociación Sueca de Escritores de Novela Negra, y Det blod spillts, la segunda entrega de la serie, con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca.
El cuerpo de Victor Strandgard, el predicador más famoso de Suecia, yace mutilado en una remota iglesia en Kiruna, una ciudad del norte sumergida en la eterna noche polar. La herman de la víctima ha encontrado el cadáver, y la sospecha se cierne sobre ella. Desesperada, pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Rebecka Martinsson, que actualmente vive en Estocolmo y que regresa a su ciudad natal dispuesta a averiguar quién es el verdadero culpable. Durante la investigación sólo cuenta con la complicidad de Anna-Maria Mella, una inteligente y peculiar policía embarazada. En Kiruna mucha gente parece tener algo que ocultar, y la nieve no tardará en teñirse de sangre.

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Te quiero.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sanna asustada cuando vio a Rebecka palidecer.

«No puedo decirle nada sobre la nota del coche -pensó Rebecka-. Se va a desesperar. Tendrá pánico de que le pase algo a las niñas.»

– Nada -contestó-, pero escucha esto.

Leyó la postal en voz alta.

– ¿Quién le quería, Sanna? -preguntó.

Sanna bajó la mirada.

– No lo sé -contestó-. Un montón de gente.

– Tú no sabes nada de nada -dijo Rebecka, irritada.

Estaba confusa. Había algo que no encajaba, pero no se le ocurría el qué.

– ¿Estabas peleada con Viktor cuando murió? -quiso saber-. ¿Por qué no podían ir él ni tus padres a recoger a las niñas?

– Ya lo he explicado -dijo Sanna, incómoda-. Viktor se las habría dejado a mis padres.

Rebecka se quedó en silencio y miró por la ventana. Pensó en Patrik Mattsson. En la cinta de la ceremonia había intentado coger a Viktor por la ropa y Viktor se había echado hacia atrás.

– Me tengo que ir a duchar, si no, no me dará tiempo de hacerlo antes del interrogatorio -dijo Sanna.

Rebecka asintió, como ausente.

«Iré a hablar con Patrik Mattsson», pensó.

Sanna la arrancó del ensimismamiento acariciándole el pelo con cierta prisa.

– Te quiero, Rebecka -le dijo con suavidad-. Mi hermana más querida.

«Joder, cuánto me quieren todos -pensó Rebecka-. Me mienten, me traicionan y se me meriendan de puro amor.»

Rebecka y Sanna están sentadas junto a la mesa de la cocina. Sara está tumbada en un puf, en la sala de estar, escuchando a Jojje Wadenius. Es su ritual de cada mañana. Papilla y Jojje en el puf. En la cocina han puesto la radio y escuchan el programa cultural del P1. La estrella navideña de cartón naranja sigue colgada en la ventana a pesar de que ya están en febrero. Es importante dejar puesta alguna decoración y algunas velas porque hace más llevadero el tiempo que tarda en llegar la primavera. Sanna está untando mantequilla en las tostadas. La cafetera eléctrica hace una última gárgara y se queda callada. Sirve dos tazas y las pone en la mesa.

A Rebecka le entra un mareo repentino. Sale disparada de la cocina y se mete en el baño. Ni siquiera le da tiempo a levantar del todo la tapa del retrete. Casi todo el vómito acaba sobre la tapa y el suelo.

Sanna la ha seguido. Se detiene ante la puerta del baño, con su desgastada bata verde de felpa, y mira a Rebecka a los ojos con preocupación. Rebecka se limpia un hilo de baba y vómito de la comisura de los labios con el reverso de la mano. Cuando vuelve la mirada hacia Sanna ve que lo ha comprendido todo.

– ¿Con quién? -pregunta Sanna-. ¿Es Viktor?

– Tiene derecho a saberlo -dice Sanna.

Están sentadas de nuevo a la mesa de la cocina. Han tirado el café al fregadero.

– ¿Por qué? -dice Rebecka con severidad.

Se siente como encapsulada en cristal grueso. Ya lleva así un tiempo. Por las mañanas su cuerpo se despierta mucho más temprano que ella. La boca se le abre ante el cepillo de dientes. Las manos le hacen la cama. Las piernas la llevan hasta el instituto Hjalmar Lundbohm. A veces se queda de pie en medio de la calle, preguntándose si no es sábado. Planteándose si de verdad tiene que ir al instituto. Pero es curioso, sus piernas siempre tienen razón. Llega al aula correcta el día correcto y a la hora correcta. Su cuerpo se las apaña bien sin ella. Ha estado evitando la iglesia. Se ha excusado diciendo que tiene mucho que estudiar y que ha pasado la gripe y que ha ido a visitar a su abuela en Kurravaara. Y Thomas Söderberg no ha preguntado por ella ni la ha llamado ni una sola vez.

– Porque es su hijo -dice Sanna-. Se dará cuenta de todos modos. Quiero decir, dentro de unos meses se notará.

– No -dice Rebecka sin fuerza-. No se notará.

Observa cómo va penetrando en Sanna la trascendencia de lo que acaba de decir.

– No, Rebecka -le dice negando con la cabeza.

Le brotan lágrimas e intenta coger la mano de Rebecka, pero ésta se levanta y se pone los zapatos y el anorak.

– Te quiero, Rebecka -le suplica Sanna-. ¿No te das cuenta de que es un regalo? Yo te ayudaré a…

Se queda callada al ver la mirada de desprecio que le lanza Rebecka.

– Lo sé -dice muy bajo-. Piensas que ni siquiera puedo ocuparme de mí y de Sara.

Sanna esconde la cara en las manos y empieza a llorar desconsoladamente.

Rebecka se pone en pie y sale del piso. La rabia le bombea por dentro. Cierra los puños en el interior de los guantes. Siente como si pudiera matar a alguien. No importa a quién.

Cuando Rebecka se ha marchado, Sanna coge el teléfono y hace una llamada. Maja, la esposa de Thomas Söderberg, es quien responde al otro lado.

Patrik Mattsson se despertó a las once y cuarto de la mañana por el ruido de una llave abriendo la puerta de su apartamento. Después, la voz de su madre. Frágil como el hielo en otoño. Llena de preocupación. Lo llamó por su nombre y él la oyó caminando por el pasillo, pasando de largo por delante del baño, donde él estaba tumbado. Su madre se paró en la puerta del salón y lo volvió a llamar. Al cabo de un rato llamó a la puerta del baño.

– ¡Hola! ¡Patrik!

«Debería contestar», pensó él.

Se movió un poco y los azulejos le refrescaron la cara. Al final debió de quedarse dormido en el suelo del baño, acurrucado como un feto. Seguía con la ropa puesta.

La voz de su madre otra vez. Golpeaba persistente la puerta.

– Oye, Patrik. Abre la puerta, hijo, por favor. ¿Te encuentras bien?

«No, no me encuentro bien -pensó-. No volveré a encontrarme bien nunca más.»

Dibujó el nombre con los labios, pero no fue capaz de pronunciar nada.

Viktor. Viktor. Viktor.

Su madre intentó forzar el pomo de la puerta.

– Patrik, abre la puerta ahora mismo o llamo a la policía para que la echen abajo.

«Oh, Dios mío.» Logró incorporarse hasta quedarse de rodillas. Sentía como si tuviese un taladro perforándole la cabeza y tenía la cadera dolorida por haberse pasado la noche tumbado sobre los azulejos.

– Ya voy -dijo con voz afónica-. Me he… me he puesto un poco malo. Espera.

Su madre dio un paso atrás para que pudiera abrir la puerta.

– Pero ¡qué aspecto tienes! -exclamó su madre-. ¿Estás enfermo?

– Sí -respondió.

– ¿Quieres que llame al trabajo para decir que te quedas en casa?

– No, me tengo que ir.

Miró la hora.

Su madre lo acompañó hasta el salón. Había macetas rotas esparcidas por el suelo, la alfombra estaba en un rincón y uno de los sillones estaba volcado.

– ¿Qué ha pasado aquí? -le preguntó su madre con voz tímida.

Él se volvió hacia ella y la cogió por los hombros.

– He sido yo, mamá. Pero no tienes por qué preocuparte. Ya me siento mejor.

Ella le respondió en silencio asintiendo con la cabeza, pero se notaba que se podía echar a llorar en cualquier momento. Patrik le dio de nuevo la espalda.

– Me tengo que ir al cultivo de setas -dijo.

– Me quedaré aquí recogiendo todo esto -respondió su madre a su espalda, mientras se agachaba para recoger un vaso del suelo.

Patrik Mattsson intentó ponerle freno a la atención tan posesiva que le dedicaba.

– No, mamá, por favor, no hace falta.

– Déjame hacerlo por mí -susurró ella, intentando encontrar la mirada de su hijo. Se mordió ligeramente el labio inferior para no ponerse a llorar-. Sé que no vas a contarme nada -continuó-, pero si por lo menos me dejas que ordene todo esto… -tragó saliva-, al menos habré hecho algo por ti.

Patrik relajó los hombros y se obligó a darle un abrazo rápido.

– Vale -dijo-. Eres muy buena.

Y salió huyendo por la puerta.

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