Åsa Larsson - Aurora boreal

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Aurora boreal fue galardonada con el Premio a la Mejor Primera Novela Negra por la Asociación Sueca de Escritores de Novela Negra, y Det blod spillts, la segunda entrega de la serie, con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca.
El cuerpo de Victor Strandgard, el predicador más famoso de Suecia, yace mutilado en una remota iglesia en Kiruna, una ciudad del norte sumergida en la eterna noche polar. La herman de la víctima ha encontrado el cadáver, y la sospecha se cierne sobre ella. Desesperada, pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Rebecka Martinsson, que actualmente vive en Estocolmo y que regresa a su ciudad natal dispuesta a averiguar quién es el verdadero culpable. Durante la investigación sólo cuenta con la complicidad de Anna-Maria Mella, una inteligente y peculiar policía embarazada. En Kiruna mucha gente parece tener algo que ocultar, y la nieve no tardará en teñirse de sangre.

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– ¿Y tú qué quieres? -preguntó.

Había engordado por lo menos unos quince kilos desde la última vez. Tenía el pelo mal recogido con una goma y llevaba unos pantalones Adidas y una sudadera desgastada. En un segundo analizó el aspecto de Rebecka: el abrigo largo de color camello, la bufanda suave de Max Mara y el Audi nuevo que había aparcado junto a la acera. Se le notó un atisbo de inseguridad en la mirada.

«Justo lo que me había imaginado -pensó Rebecka con maldad-. En cuanto tuvieron el primer hijo se descontroló.»

En aquella época Astrid estaba entrada en carnes, pero era bonita. Como el dibujo de un angelito rechoncho sobre una nube. Y Vesa Larsson era el pastor soltero por el que competían las chicas de la iglesia de Pentecostés que se morían por casarse.

«Es un alivio no tener que intentar querer a todo el mundo -pensó Rebecka-. La verdad es que ésta nunca me ha gustado.»

– He venido a ver a Vesa -dijo Rebecka entrando antes de que Astrid tuviera tiempo de responder.

El perro reculó acobardado, pero empezó a soltar unos ladridos tan intensos que le salían afónicos por el esfuerzo. Parecía como si tuviera una tos seca.

La casa no tenía recibidor. Toda la planta baja era una superficie diáfana y desde la puerta de entrada Rebecka podía ver la cocina, el comedor, los sofás delante de la chimenea y los impresionantes ventanales que daban a la nevada. Con buen tiempo se podía ver Vittangivaara, Luossavaara y la Iglesia de Cristal, en lo alto de Sandstensberget.

– ¿Está en casa? -preguntó Rebecka intentando hablar más fuerte que el perro, pero sin gritar.

Astrid contestó con un bufido.

– Sí, está en casa. ¡Cállate de una vez!

Esto último se lo dijo al perro enfurecido. Metió la mano en el bolsillo y sacó unas galletitas para perros y las tiró por el suelo. El perro se calló y se abalanzó sobre las golosinas.

Rebecka se metió el gorro y los guantes en los bolsillos del abrigo y lo colgó en una percha. Cuando se los fuera a poner otra vez estarían empapados, pero qué remedio. Astrid abrió la boca como para protestar, pero enseguida la volvió a cerrar.

– No sé si querrá recibirte -dijo rabiosa-. Tiene la gripe.

– Bueno, yo no me iré de aquí hasta que haya hablado con él -dijo Rebecka en un tono suave-. Es importante.

El perro, que ya se había comido las galletitas, fue adonde estaba su ama y empezó a montarle la pierna al mismo tiempo que se ponía a ladrar otra vez enfurecido.

– Para ya, Balú -protestó Astrid sin moverse-. No soy una perra.

Intentó deshacerse del perro, pero éste se sujetaba con fuerza a la pierna con las patas delanteras.

«Santo cielo, menudo elemento», pensó Rebecka.

– Lo digo en serio -dijo Rebecka-. Me quedaré a dormir en el sofá. Tendrás que llamar a la policía para que me echen.

Astrid se rindió. La combinación del perro y Rebecka era más de lo que podía soportar.

– Está en el estudio -le dijo-. Sube las escaleras y la primera puerta a la izquierda.

Rebecka subió los escalones de cinco zancadas.

– Llama antes -le gritó Astrid desde abajo.

Vesa Larsson estaba sentado delante de la chimenea de azulejos en un taburete forrado con piel de oveja. En uno de los azulejos de la chimenea había un texto escrito con letras verdes y elegantes que decía: «El Señor es mi pastor.» Era bonito. Probablemente lo habría escrito el propio Vesa Larsson. No estaba vestido, llevaba una bata de felpa y debajo un pijama de franela. Sus ojos parpadearon cansados ante Rebecka, parecían unos huecos grises por encima de la barba sin afeitar.

«Sin duda se encuentra mal -pensó Rebecka-, pero no es la gripe.»

– Así que has venido para amenazarme -dijo-. Vuelve a casa, Rebecka, No te metas en esto.

«Vaya -pensó Rebecka-. Han sido rápidos en avisar.»

– Bonito estudio -dijo, en lugar de responder.

– Mmm -dijo Vesa-. Al arquitecto por poco le da algo cuando le dije que quería parqué sin tratar aquí dentro. Dijo que no aguantaría ni cuatro días con la pintura, la tinta y lo demás. Pero ésa era la idea. Quería que fuera cogiendo una pátina especial fruto de las obras que voy haciendo.

Rebecka miró a su alrededor. El estudio era grande. A pesar del tiempo nevoso y seminublado que hacía fuera, la luz entraba a chorros por las grandes ventanas. Estaba bien ordenado. Delante de la ventana había un caballete con un lienzo cubierto. En el suelo no encontró ni una sola gota de pintura. Distinto era cuando trabajaba en el sótano de la iglesia de Pentecostés. Entonces tenía láminas esparcidas por todo el suelo y uno apenas se atrevía a moverse por miedo a volcar alguno de los cuantiosos tarros de cristal con aguarrás y pinceles que tenía por todas partes. Al cabo de un rato el olor a disolvente te provocaba un ligero dolor de cabeza. Aquí sólo se notaba el olor a humo de la chimenea. Vesa Larsson observó su mirada escrutadora y esbozó media sonrisa.

– Lo sé -dijo-. Cuando por fin consigues el estudio con el que todo el mundo sueña…

Acabó la frase encogiéndose de hombros.

– Mi padre pintaba al óleo, ¿sabes? -continuó-. La aurora boreal, los paisajes de Laponia y la casa de campo en Merasjärvi. Nunca se cansaba. Se negaba a buscarse un trabajo normal y corriente y se pasaba las horas con sus amigos empinando el codo. Me daba unas palmaditas en la cabeza y decía: «El chaval cree que va a ser camionero u otra cosa cualquiera, pero yo se lo he dicho: no te puedes escapar del arte.» Pero no sé, ahora me resulta más bien patético estar aquí sentado con mis sueños de pintor. No resultó tan difícil esquivar el arte como él decía.

Se miraron un momento en silencio. Sin saberlo, los dos pensaban en el pelo del otro. Que antes era más bonito. Cuando se lo dejaban crecer con más libertad y descontrolado. Cuando era patente que quienes manejaban las tijeras eran los amigos.

– Bonitas vistas -dijo Rebecka-. Bueno, puede que ahora no mucho.

Lo único que se veía fuera era un telón de nieve que iba cayendo.

– ¿Por qué no? -dijo Vesa Larsson-. Puede que ésta sea la mejor vista. El invierno y la nieve son bonitos. Todo se vuelve más sencillo. Menos información entrante. Menos colores. Menos olores. Días más cortos. La cabeza puede descansar.

– ¿Qué le pasaba a Viktor? -preguntó Rebecka.

Vesa Larsson negó con la cabeza.

– ¿Qué te ha contado Sanna?

– Nada -respondió Rebecka.

– ¿Cómo que nada? -dijo Vesa Larsson, desconfiado.

– Nadie me dice una mierda -dijo Rebecka, enfadada-. Pero no creo que fuera ella la que lo hizo. A veces está en la luna, sí, pero no puede haberlo hecho.

Vesa Larsson se quedó en silencio mirando la nevada.

– ¿Por qué me dijo Patrik Mattsson que te preguntara a ti sobre la inclinación sexual de Viktor? -preguntó Rebecka.

Al ver que Vesa no contestaba, siguió preguntando:

– ¿Tenías una relación con él? ¿Le escribiste una postal?

«¿Me dejaste una nota de amenaza en el coche?», pensó.

Vesa Larsson respondió sin mirarla a los ojos.

– No pienso hacer ningún comentario respecto a eso.

– Pues vaya -dijo con dureza-. Pronto empezaré a creer que fuisteis vosotros, los pastores, quienes os lo cargasteis. Porque quería desvelar vuestros chanchullos económicos. O a lo mejor porque amenazó con contarle lo vuestro a tu mujer.

Vesa Larsson se tapó la cara con las manos.

– Yo no lo hice -murmuró-. Yo no lo maté.

«Me estoy saliendo del camino -pensó Rebecka-. Voy de aquí para allá acusando a todo el mundo.»

Se apretó el puño contra la frente, intentando hacer que se le ocurriera algo sensato.

– No lo entiendo -dijo-. No entiendo por qué insistís en no decir nada. No comprendo por qué alguien escondió el cuchillo en el sofá de Sanna.

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