Åsa Larsson - Aurora boreal

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Aurora boreal fue galardonada con el Premio a la Mejor Primera Novela Negra por la Asociación Sueca de Escritores de Novela Negra, y Det blod spillts, la segunda entrega de la serie, con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca.
El cuerpo de Victor Strandgard, el predicador más famoso de Suecia, yace mutilado en una remota iglesia en Kiruna, una ciudad del norte sumergida en la eterna noche polar. La herman de la víctima ha encontrado el cadáver, y la sospecha se cierne sobre ella. Desesperada, pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Rebecka Martinsson, que actualmente vive en Estocolmo y que regresa a su ciudad natal dispuesta a averiguar quién es el verdadero culpable. Durante la investigación sólo cuenta con la complicidad de Anna-Maria Mella, una inteligente y peculiar policía embarazada. En Kiruna mucha gente parece tener algo que ocultar, y la nieve no tardará en teñirse de sangre.

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– ¿Haciendo qué? -inquirió Sven-Erik, pero la cara de Kristina Strandgård se había convertido ya en piedra, y posó la mirada sobre la brillante superficie del cristal de la mesa.

– No es culpa mía -dijo con la voz rota.

Lo repitió una y otra vez con la mirada sobre la mesa, sin atreverse a mirar a Olof Strandgård.

– No es culpa mía, no es culpa mía.

«¿Se defiende ante su marido o lo está acusando?», pensó Anna-Maria.

Olof Strandgård recuperó sus suaves maneras. Había puesto la mano sobre el brazo de su esposa y ella se calló y luego se levantó.

– Creo que es más de lo que podemos aguantar -le dijo a Anna-Maria y a Sven-Erik, y con ello la conversación se dio por acabada.

Cuando Sven-Erik Stålnacke y Anna-Maria Mella salieron de la casa se abrieron las puertas de dos coches que estaban aparcados en la calle. De ellos se bajaron dos periodistas, un hombre y una mujer, equipados con micrófonos tapados con gruesas fundas de lana. A ella le pisaba los talones un cámara.

– Anders Grape, emisora local de Sveriges Radio -se presentó en cuanto llegó hasta ellos-. Han detenido a la hermana del Chico del Paraíso. ¿Algún comentario?

– Lena Westerberg, de TV3 -dijo la que iba acompañada del cámara-. Ustedes fueron los primeros en llegar al lugar del crimen. ¿Pueden decirnos qué vieron?

Sven-Erik y Anna-Maria no contestaron. Se metieron en el coche y se fueron de allí.

– Tienen que haberles pedido a los vecinos que les avisaran cuando apareciéramos nosotros -dijo Anna-Maria viendo en el retrovisor cómo los periodistas iban hacia la casa de los padres y llamaban a la puerta.

– Pobre mujer -exclamó Sven-Erik cuando giraron por la avenida Bäver-. Es todo un personaje ese Olof Strandgård.

– ¿Te has dado cuenta de que nunca ha nombrado a Viktor por su nombre? Siempre decía «muchacho» o «chico» -dijo Anna-Maria.

– Tenemos que hablar con ella alguna vez cuando él no esté en casa -dijo Sven-Erik, pensativo.

– Ve tú -respondió Anna-Maria-. Tienes buena mano con las mujeres.

– ¿Por qué a tantas mujeres bonitas les pasa eso? -preguntó Sven-Erik-. Se prendan de hombres que no valen la pena y luego continúan siendo prisioneras en su propia casa cuando los hijos ya se han ido.

– No sólo les pasa a las mujeres bonitas -respondió Anna-Maria de forma seca-. Pero las mujeres guapas llaman la atención de todos.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Sven-Erik.

– Estudiar el álbum y las cintas de vídeo de la iglesia -respondió Anna-Maria.

Miró a través de la ventanilla del coche. El cielo estaba encapotado. Cuando la luz del sol no podía atravesar las nubes era como si los colores desaparecieran y la ciudad se convirtiera en una fotografía en blanco y negro.

– ¡Pero esto es inaceptable! -dijo Rebecka mirando a través de la puerta de la celda cuando el agente la abrió y dejó que Sanna Strandgård saliera al pasillo.

La celda era estrecha y las paredes de piedra estaban pintadas de un beige indefinido con pinceladas negras y blancas. No había muebles en la pequeña habitación, sólo un sencillo colchón en el suelo con una funda de papel. Desde la ventana de cristal reforzado se veía un camino y una casa de viviendas de alquiler con la fachada de planchas de color verde. La celda desprendía la acidez típica de las borracheras y la suciedad.

El guardia acompañó a Sanna y a Rebecka a una sala para que hablaran. Había tres sillas y una mesa delante de una ventana. Mientras las mujeres se sentaban, el guardia revisó las bolsas con ropa y otras cosas que Rebecka había llevado.

– Estoy contenta de que me dejen estar aquí -dijo Sanna-. Espero que no me lleven a la cárcel de verdad, en Luleå. Por las niñas. Tengo que verlas. Hay celdas amuebladas, pero todas estaban ocupadas, así que de momento me han metido en la celda de los borrachos. Aunque es práctico. Si alguien vomita, no hay más que sacar la manguera y echar agua. Estaría bien hacer lo mismo en casa. Sacas la manguera, echas agua y haces la limpieza de la semana en un minuto. Anna-Maria Mella, ya sabes, la bajita que está embarazada, dijo que hoy me darían una celda de las normales. Hay bastante luz. Desde la ventana que hay en el pasillo se puede ver la mina y el monte Kebnekaise. ¿Te has dado cuenta?

– Sí -dijo Rebecka-. Haz venir a Martin Timell, el de la tele, y en un momento conseguirá que un matrimonio con tres niños se venga a vivir aquí y esté tan a gusto.

El guardia le devolvió las bolsas a Rebecka con una mirada de aprobación y se alejó. Rebecka le dio las bolsas a Sanna, que se puso a revolver como un niño el día de Navidad.

– Pero, bueno, qué ropa tan bonita -dijo Sanna sonriendo y con las mejillas encendidas de alegría-. ¡Qué jersey! ¡Mira! Qué lástima que no haya un espejo.

Levantó un jersey rojo escotado con detalles brillantes de hilo metálico y se volvió hacia Rebecka.

– Lo eligió Sara -aclaró Rebecka.

Sanna se volvió a sumergir en las bolsas.

– Y ropa interior, jabón, champú y un montón de cosas -dijo-. Tengo que pagártelo.

– No, no. Es un regalo -rehusó Rebecka-. No ha costado mucho. Lo hemos comprado en Lindex.

– Me has traído libros de la biblioteca. Y hasta me has comprado golosinas.

– También te he comprado una Biblia -dijo Rebecka señalando una pequeña bolsa-. Es una nueva traducción. Ya sé que a ti te parece que la traducción de 1917 es la mejor, pero ésa ya te la sabes de memoria. Pensé que podía ser interesante compararlas.

Sanna cogió el libro rojo y le dio una y otra vuelta antes de abrirlo al azar, hojeando las delgadas hojas.

– Gracias -dijo-. Cuando salió la traducción del Nuevo Testamento hecha por la Comisión de la Biblia, pensé que toda la belleza había desaparecido del idioma, pero será interesante leer ésta. Aunque es un poco raro leer una Biblia completamente nueva. Una está acostumbrada a la suya propia, con los subrayados y las notas. Pero puede ser muy bueno leer las nuevas formulaciones y las páginas sin marcar. Estaré menos condicionada.

«Mi vieja Biblia -pensó Rebecka-. Debe de estar en alguna de las cajas que tengo en el altillo del establo de la abuela. Porque… ¿no la habré tirado? Es como un viejo diario. Con todas las fotos y los recortes de prensa que puse dentro. Y todas las frases incómodas que subrayé en rojo. Aquello quería decir muchas cosas. "Como el ciervo busca los arroyos, mi alma te busca a ti, oh Dios." "Los días de necesidad busco a Dios. Estiro mi mano hacia la noche y no se cansa. Mi alma no quiere consuelo."»

– ¿Ha ido bien con las niñas? -preguntó Sanna.

– Al final, sí -respondió Rebecka un poco seca-. Conseguí llevarlas al colegio y a la guardería.

Sanna se mordió el labio inferior y cerró la Biblia.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rebecka.

– Pienso en mis padres. Quizás las vayan a buscar.

– ¿Qué pasa entre tus padres y tú?

– Nada nuevo. Sólo que estoy cansada de ser de su propiedad. Seguro que recuerdas lo que pasaba cuando Sara era pequeña.

«Lo recuerdo», pensó Rebecka.

Rebecka sube corriendo las escaleras hasta el piso que comparte con Sanna. Llega tarde. Tenían que estar en el cumpleaños de un niño hace diez minutos y se tardan veinte en llegar hasta allí. Seguramente más ahora que ha nevado. Quizá Sanna y Sara ya se han ido sin ella.

«Ojalá, ojalá -piensa viendo que los zapatos de invierno de Sara no están en el rellano de la escalera-. Si ya se han ido no tendré que tener remordimientos de conciencia.»

Pero las botas de punta de Sanna sí están. Rebecka abre la puerta y respira hondo para que el aire le permita dar todas las explicaciones y excusas que se le ocurran.

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