Rebecka sacudió la cabeza.
– Eso es trabajo de la policía.
Las dos se quedaron calladas y miraron hacia la puerta cuando un vigilante asomó la cabeza. No era el mismo que las había acompañado a la sala de visitas. Éste era alto y de hombros anchos, con el pelo muy corto, a lo militar. Sin embargo, a Rebecka le pareció que allí, en el umbral de la puerta, tenía aspecto de chico perdido. Primero le sonrió, ruborizado, a Rebecka y después le dio una bolsa de papel a Sanna.
– Perdonad que moleste -dijo-. Pero acabo dentro de un momento y yo… Bueno, pensé que a lo mejor quería usted algo para leer. Y le he comprado una bolsa de golosinas.
Sanna le devolvió la sonrisa. Una sonrisa abierta con los ojos chispeantes. Enseguida bajó la mirada como si hubiera sido descubierta. Las pestañas le hacían sombra en las mejillas.
– Oh, gracias -respondió-. Qué atento.
– De nada -respondió el agente pasando el peso de su cuerpo de un pie al otro-. Es que pensé que su estancia aquí se le haría larga.
Se quedó callado un momento, pero como ninguna de las dos mujeres dijo nada, continuó.
– Bueno, pues me voy a ir.
Cuando hubo desaparecido, Sanna miró la bolsa que le había dado.
– Tus golosinas son mejores -dijo.
Rebecka suspiró rendida.
– No es necesario que digas que mis caramelos te gustan más -respondió.
– Pero es la verdad.
Después de estar con Sanna, Rebecka se fue a ver a Anna-Maria Mella. Ésta estaba sentada en una sala de reuniones de la comisaría de policía, comiéndose un plátano como si alguien fuera a robárselo. Encima de la mesa había restos de tres manzanas. En la esquina del fondo de la sala destacaba un televisor. En pantalla se veía la grabación de uno de los encuentros en la Iglesia de Cristal. Cuando Rebecka entró, Anna-Maria la saludó con alegría, como si fueran viejas conocidas.
– ¿Quieres café? -le preguntó-. Antes he ido a buscar uno, pero no sé para qué. Soy incapaz de tomármelo desde que… -acabó la frase señalándose la barriga.
Rebecka permaneció inmóvil. Sintió que el pasado cobraba vida dentro de ella al ver las caras que aparecían en la parpadeante pantalla. Buscó el marco de la puerta para sostenerse en pie. La voz de Anna-Maria le llegó de muy lejos.
– ¿Todo bien? Siéntate.
En la pantalla salía Thomas Söderberg hablándole a la congregación. Rebecka se dejó caer en una silla. Notó que Anna-Maria tenía la mirada pensativa.
– Es del encuentro de la noche del asesinato -dijo Anna-Maria-. ¿Quieres verlo?
Rebecka asintió. Pensó que debería decir algo para justificarse. Algo así como que no había comido, o cualquier cosa. Pero se quedó callada.
Detrás de Thomas se podía ver el coro. Algunos ratificaban con un grito lo que él iba diciendo. Tanto ellos como las personas de la congregación acompañaban el mensaje gritando «aleluya» y «amén».
«Está cambiado -pensó Rebecka-. Antes llevaba camisa a rayas de cuello redondo, vaqueros y chaleco de piel, y ahora parece un corredor de bolsa con un traje de Oscar Jacobsson y con gafas a la última moda. Además, los de la congregación parecen unos horteras pretenciosos de H &M.»
– Es un buen orador -comentó Anna-Maria.
Thomas Söderberg iba alternando las bromas desenfadadas con la seriedad más grave. El tema era abrirse a lo que la religión ofrecía. Hacia el final del breve sermón invitaba a todos los presentes a que se acercaran y se dejaran llenar por el Espíritu Santo.
«Acércate y rezaremos por ti», dijo acompañado de Viktor Strandgård, los otros dos pastores de la iglesia y algunos miembros del Consejo de Ancianos.
«Shabala shala, amén -exclamó el pastor Gunnar Isaksson. Caminaba de un lado a otro agitando las manos-. Acércate, tú, que has sufrido enfermedad y dolor. No es la voluntad del Señor que permanezcas enfermo. Hay aquí una persona que sufre migrañas. El Señor te ve. Acércate. El Señor dice que hay aquí una hermana que tiene problemas de úlcera. Ahora Dios va a poner fin a tu tormento. Ya no necesitas más pastillas. El Señor ha neutralizado el ácido corrosivo de tu cuerpo. Acercaos y recibid el regalo de la sanación. Aleluya.»
Una muchedumbre se acercó. Al cabo de unos minutos el altar estaba rodeado de personas en éxtasis. Algunas estaban tiradas en el suelo. Rezaban, reían y lloraban.
– ¿Qué están haciendo? -preguntó Anna-Maria Mella.
– Se entregan al poder del espíritu -contestó Rebecka-. Cantan, hablan y bailan a través del espíritu. Pronto habrá algunos que empezarán a profetizar. Y el coro se pondrá a cantar algún himno para acompañarlos.
En efecto, el coro entonó un himno de fondo y cada vez se acercaba más gente. Muchos lo hacían bailando como embriagados.
Cada dos por tres la cámara enfocaba a Viktor Strandgård. Llevaba su Biblia en una mano mientras rezaba con intensidad por un hombre obeso que iba con muletas. A su espalda, Viktor tenía una mujer que le tocaba el pelo con las manos y que también se había puesto a rezar, como para imbuirse de la fuerza de Dios. Luego Viktor se acercó a un micrófono y comenzó a hablar. Empezó tal como solía hacerlo.
«¿De qué vamos a hablar?», le preguntó a la congregación.
Siempre predicaba así. Se preparaba rezando. Después la congregación decidía de qué querían que hablara. Gran parte del sermón era una conversación con los oyentes. También eso le había dado fama.
«Háblanos del cielo», gritaron algunos entre la multitud.
«¿Qué queréis que cuente del cielo? -dijo con una sonrisa cansada-. Para eso podéis comprar mi libro y leerlo. ¡Vamos! Otra cosa.»
«¡Háblanos del éxito!», dijo alguien.
«El éxito -dijo Viktor-. En el reino del Señor no hay atajos para alcanzar el éxito. Pensad en Ananías y Safira. Y rezad por mí. Rezad por lo que mis ojos han visto y están por ver. Rezad para que la fuerza de Dios siga fluyendo a través de mis manos.»
– ¿Qué ha dicho justo antes? -preguntó Anna-Maria-. Ana… -meneó la cabeza antes de continuar-… y Safira, ¿quiénes son?
– Ananías y Safira. Aparecen en los Hechos de los Apóstoles -respondió Rebecka sin apartar la vista del televisor-. Robaron dinero de la primera congregación y Dios los castigó con la muerte.
– Vaya, vaya, pensé que Dios sólo se cargaba a la gente en el Antiguo Testamento.
Rebecka negó con la cabeza.
Después de que Viktor hubiera hablado un rato, continuaron las súplicas. Un joven de unos veinticinco años, vestido con sudadera con capucha y tejanos ligeramente desgastados y un poco holgados, se acercó a Viktor Strandgård abriéndose paso entre la gente.
«Es Patrik Mattsson -pensó Rebecka-. De modo que sigue metido ahí.»
El joven de la sudadera fue a cogerle las manos a Viktor, pero justo antes de que la cámara cambiara de plano y enfocara al coro, Rebecka vio que Viktor se echaba hacia atrás, liberándose del agarrón de Patrik Mattsson.
«¿Qué ha sido eso? -pensó-. ¿Qué les pasa?»
Miró de reojo a Anna-Maria Mella, pero ella estaba agachada, buscando algo entre un montón de cintas de vídeo en una caja de cartón que había en el suelo.
– Aquí está la cinta de ayer por la tarde -dijo Anna-Maria, asomando por el otro lado de la mesa-. ¿Quieres ver un trozo?
En la cinta grabada al día siguiente del asesinato aparecía otra vez Thomas Söderberg predicando. Bajo sus pies, las tablas de madera eran ahora de un tono marrón por la sangre y había una gran cantidad de rosas esparcidas por el suelo.
En la congregación se respiraba un ambiente grave y fervoroso. Thomas Söderberg animaba a los miembros participantes a que se armaran para una guerra espiritual.
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