Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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¿ Kudiana o bargal, «por favor»?

– Ni lo uno ni lo otro. Déjame en paz, «por favor».

El poli cogió su vaso -allí servían dosis más que generosas- y fue a sentarse a un rincón. Observó a los clientes, y vio los modos de los ricos con sus trajes de marca y sus zapatos de importación, al acecho, y los pobres, mucho más afeminados, de una asombrosa belleza, vestidos con sus ropas modestas. El sexo o la prostitución debían de ser, allí como en todas partes, una manera de salir de la miseria, en una noche y gracias a unos cuantos billetes. Se saludaban a la egipcia, cuatro besos y manos que se palmean las espaldas, y si no se besaban en la boca no era por falta de ganas. Sharko se llevó el vaso a los labios con un suspiro y de pronto llegó hasta él una voz, desde detrás:

– Yo que usted, no me lo bebería. Dicen que un joven pintor se quedó ciego aquí después de beber ese whisky. El dueño, el inglés, fabrica él mismo su alcohol para doblar los beneficios. Es habitual en los viejos cafés de El Cairo.

Atef Abdelaal se instaló junto a él. Dio unas palmadas e indicó «dos» a la camarera. Sharko dejó su whisky sobre la mesa con gesto de asco, sin haberlo probado.

– Habla usted un francés impecable.

– Durante mucho tiempo frecuenté a un amigo de su país. Y trabajo con muchos compatriotas suyos instalados en Alejandría. Los franceses son buenos para los negocios.

Se inclinó por encima de la mesa. Había subrayado sus ojos con un trazo de kohl y se había peinado hacia atrás sus cabellos finos. Sus pupilas estaban sutilmente congestionadas a causa del hachís, que probablemente había consumido antes de llegar al bar.

– ¿No le han seguido?

– No.

– Sólo aquí podemos estar tranquilos. La policía ni se acerca, algunas de las personas que nos rodean son importantes hombres de negocios y controlan el barrio. Ahora que la policía sabe que nos hemos visto en el terrado, me vigilarán. He pasado por los tejados para llegar hasta aquí.

– ¿Por qué van a vigilarle? ¿ Y por qué me vigilan a mí?

– Para evitar que meta la nariz donde no debe. Devuélvame el papel que le di en el terrado. No quiero dejar ningún rastro de nuestro encuentro en este bar.

Sharko se lo entregó y con un gesto de cabeza señaló a los rostros hundidos en la penumbra.

– ¿Y esos que nos rodean? Nos han visto juntos.

– Aquí estamos al margen de la ley y de las reglas sociales. Nos conocemos por nombres de mujer, tenemos nuestros códigos, nuestro lenguaje. El único objeto de nuestros encuentros es la uasla, la relación homosexual entre kudiana , los pasivos, y bargal, los activos. Siempre negaremos haber visto a uno de los nuestros aquí, pase lo que pase. Son las reglas.

Sharko tenía la sensación de hundirse en las entrañas secretas y desconocidas de la ciudad, al ritmo de la noche.

– Explíqueme con mayor detalle el motivo de su visita a Egipto -dijo Atef.

Sharko contó la historia a grandes rasgos, sin desvelar los elementos confidenciales del caso. Habló sin entrar en detalles de los cadáveres descubiertos en Francia, de las semejanzas con el modus operandi que se usó con las jóvenes víctimas egipcias, del telegrama enviado por su hermano. Atef adquirió el aspecto sombrío de un yin. Su mirada se había enturbiado.

– ¿Cree realmente que esas dos historias tan alejadas en el tiempo y el espacio están relacionadas? ¿Qué pruebas tiene?

– No puedo decirle nada, pero noto que me ocultan cosas, que en el informe faltan documentos. Estoy atado de pies y manos.

– ¿Cuándo se marcha?

– Mañana por la tarde… Pero le aseguro que si hace falta volveré como turista, daré con las familias de esas pobres muchachas y las interrogaré.

– Es usted testarudo. ¿Por qué le interesa la suerte que corrieron unas miserables egipcias asesinadas hace tanto tiempo?

– Porque soy policía. Porque el paso del tiempo no debe apagar la ira que provoca un crimen.

– Bellas palabras para un justiciero.

– Soy sólo padre y marido. Y me gusta ir hasta el final de las cosas.

La camarera les sirvió dos cervezas de importación y unos mez é s calientes. Atef invitó a Sharko a que se sirviera y habló en voz queda.

– Está atado de pies y manos porque todo el sistema policial egipcio está corrompido. En sus filas recluían a pobres e ignorantes, la mayoría de los cuales vienen del campo o del Alto Egipto, para que no se opongan al sistema. Les dan apenas para comer para que ellos mismos se vean obligados a corromperse. Proporcionan documentación falsa a cambio de dinero y chantajean a los taxistas y a los dueños de restaurantes, amenazándoles con quitarles las licencias. De El Cairo a Asuán, por todas partes se habla de violencia policial. Hace sólo unos años, nos condenaban por homosexualidad. Nos pudríamos en sus calabozos, se lo aseguro. Con menos de trescientas libras al mes para vivir, treinta de sus euros, se acomodan al sistema. La mitad de los policías de este país ignoran por qué hacen lo que hacen. Si les dicen que repriman, reprimen. Pero mi hermano no era de esa cuerda. Tenía los valores de los hombres del Saïd. Orgullo, respeto.

Atef sacó una foto de su cartera y se la tendió a Sharko. En ella se veía a un hombre erguido, joven, robusto, vestido de uniforme. Irradiaba la belleza orgullosa de los pueblos del desierto.

– Mahmud siempre soñó con ser policía. Antes de su admisión, se inscribió en la Casa de la Juventud de Abdín para hacer musculación, quería estar en forma para las pruebas de gimnasia de la academia de policía. Obtuvo un ochenta sobre cien en el examen de bachillerato. Era brillante. Y lo logró, sin dinero, sin sobornos. Nunca fue extremista, no tenía nada que ver con esa gangrena. Fue un montaje para hacerle desaparecer.

Sharko puso delicadamente la fotografía sobre la mesa.

– ¿Un montaje de la policía, dice?

– Sí, de ese hijo de perra de Nuredín.

– ¿Por qué?

– Nunca he sabido el porqué. Hasta hoy, cuando, gracias a usted, he comprendido que todo estaba relacionado con esa famosa investigación. Aquellas muchachas asesinadas de una manera salvaje…

Atef miraba al vacío, hacia su lata de cerveza. Con aquel maquillaje, desprendía una sensualidad muy femenina.

– Mahmud se metió a fondo en esa historia. Se llevaba a su apartamento los informes, las fotos, sus apuntes y notas personales. Me dijo que el caso fue archivado rápidamente y que sus superiores le habían asignado otro caso. Aquí, investigar mucho tiempo la muerte de una pobre gente no da dinero, ¿me entiende?

– Sí, comienzo a comprenderle.

– Pero Mahmud seguía investigando, discretamente. Cuando la policía registró su apartamento, después del hallazgo de su cuerpo carbonizado, se lo llevó todo. Y ahora me dice usted que todo ese material ya no existe. Alguien tenía interés en que desaparecieran.

Al menor ruido, Atef observaba a su alrededor. El humo de las chichas enturbiaba los rostros, ensombrecía los gestos atrevidos. Salieron unos hombres. A aquel lugar se entraba solo y se salía en pareja para una noche movida.

Sharko bebió un trago de cerveza. El ambiente era el fiel reflejo de la situación: tenso.

– Y su hermano, ¿le contó alguna cosa? ¿Algún detalle? ¿Había puntos en común entre las muchachas asesinadas?

El árabe sacudió la cabeza.

– Fue hace mucho tiempo, comisario. Y contándome tan poco tampoco me ayuda mucho.

– En ese caso, le refrescaré la memoria.

Sharko extendió las fotos de las víctimas sobre la mesa. Esa vez, explicó exactamente lo que Nahed le tradujo en el despacho sin aire acondicionado de la comisaría. El descubrimiento de los cadáveres, los elementos precisos del informe de la autopsia. Atef escuchaba atentamente, y ni tocaba su bebida o los mez é s.

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