Una esponja…
Repentinamente excitada, Lucie cogió su móvil, rebuscó en sus contactos y llamó al forense.
– ¿Doctor? Soy Lucie Henebelle. ¿Le molesto?
– Espere un momento, se lo digo al negrazo manido que tengo sobre la mesa… No, dígame. ¿Qué quiere saber, Lucie?
Lucie sonrió, el forense la conocía muy bien. Hay que reconocer que era una «buena clienta».
– Puede parecer estúpido, pero… Se trata de algo de lo que he oído hablar, pero para lo que no tengo respuesta: ¿el ojo puede conservar algún tipo de huella de lo que sucedió justo antes de la muerte?
– Perdone, ¿a qué se refiere?
– ¿Una imagen violenta, por ejemplo? ¿La última imagen antes del cese de las funciones vitales? ¿Un conjunto de granos de luz que podrían ser reconstruidos, no sé, analizando las células fotorreceptoras excitadas, o partes del cerebro que hubieran conservado la información en algún lugar?
Silencio. Lucie se sentía incómoda, probablemente el forense se echaría a reír.
– El fantasma del optograma…
– ¿Cómo dice?
– Me está hablando del fantasma del optograma. Hacia finales del siglo XIX, la creencia popular era que un asesinato, por la violencia y su carácter instantáneo, podía impresionar la retina del muerto como si ésta fuera una película sensible…
Película sensible, ojo, celuloide… Unas palabras que aparecían una y otra vez en bucle desde el inicio del caso.
– Algunos médicos de la época se interesaron por el tema. Creían que de la retina de un cadáver se podía extraer el retrato de un criminal. El fantasma del optograma es la grabación directa del asesinato por el cuerpo en el que ha sido perpetrado. En aquella época se creía que, fotografiando el globo ocular desprendido de su órbita, una vez eliminado el cristalino, se podrían interpretar las pruebas tangibles del crimen. Algunos médicos llegaron a utilizar ese método para colaborar con la policía, y se llegó a detener a gente. Probablemente a inocentes.
– Y… ¿esa impresión retiniana es verosímil?
– No, no, evidentemente. Como su nombre indica, forma parte del mundo de los fantasmas.
Lucie planteó una última pregunta.
– Y, en 1955, ¿aún creían en eso?
– No. En 1955 no estaban tan atrasados, créame.
– Gracias, doctor.
Se despidió y colgó.
El fantasma del optograma…
Fantasma o no, el asesino o los asesinos habían pretendido llamar la atención sobre la imagen, su poder, su relación con los ojos. Ese órgano sensitivo debía de ser importante para el asesino, simbólico. Ese instrumento increíble era el pozo que ofrecía luz al cerebro, el túnel que conducía hasta el conocimiento del mundo físico. Y era también, desde el punto de vista artístico, el origen del cine. Sin ojo, no hay imágenes y no hay cine. La relación era tenue, pero existía. Lucie consideraba desde aquel momento al asesino como una personalidad escindida entre lo médico -el ojo como órgano que se diseca- y lo artístico -el ojo como medio de comunicación y portador de imágenes-. Al ser dos los asesinos, tal vez cada uno tuviera una competencia. Un médico y un cineasta…
Sumida aún en sus cavilaciones, Lucie se detuvo frente a una sandwichería. Su móvil vibró. Era Kashmareck. Sin preámbulos, le dijo:
– ¿En qué andas?
– Acabo de salir de la policía científica con algunas noticias, llego enseguida.
– Perfecto. Sé que es tarde, pero nos vamos a la clínica universitaria Saint-Luc, cerca de Bruselas.
Lucie compró un bocadillo y se puso de nuevo en camino.
– ¿Otra vez Bélgica?
– Sí. Hemos revisado las llamadas efectuadas por la víctima. Entre otros, Poignet habló con un tal Georges Beckers, especialista de las imágenes y del cerebro. Me diste su tarjeta. Trabaja en neuromarketing. No sabía siquiera que existiera ese oficio. Justo después de escanear el film, Claude Poignet le envió la dirección del servidor en el que había guardado una copia, y le pidió que lo analizara. Tenemos el film digitalizado, Lucie. Nuestros servicios están descargándolo. Voy a poner a trabajar de inmediato en ello a un especialista en lenguaje labial y a técnicos de la imagen. Vamos a despiezarlo al detalle.
Lucie suspiró en silencio. Los asesinos habían sido derrotados por la tecnología. Habían asesinado para guardar su secreto y éste se difundía en aquellos mismos instantes a través de los ordenadores de la policía.
– Y Beckers, ¿ha descubierto algo?
– Según él, Wlad Szpilman ya había pasado por su centro de investigación con el mismo film hará unos dos años. Szpilman conocía al director de entonces, fallecido de un paro cardíaco hace unos meses.
Lucie reflexionó, antes de responder.
– Wlad Szpilman debió de tener la misma intuición que el restaurador. Según su hijo, era de los que veían la misma película decenas de veces, tenía ojo de experto. Debió de acabar por sospechar que el film ocultaba cosas extrañas y por ello hizo analizarlo. Dos años es mucho tiempo, sin embargo.
– Vamos para allá ahora mismo. Hemos hablado con Beckers y nos espera. ¿Estás bien?
Ella miró su reloj. Más de las ocho.
– Déjeme pasar primero por el hospital. Quiero ver a mi hija y decirle por qué hoy no podré quedarme a dormir a su lado.
Sharko se preguntaba si realmente iba a entrar en el Cairo Bar, un local cutre en una callejuela sombría y sin iluminación del barrio de Tewfikieh. A lo largo de la callejuela dormían carretones cubiertos simplemente con una sábana, y gatos negros, los mau, saltaban por lo alto de las paredes de cal. Sharko descendió los escalones que conducían al café. Para penetrar en su interior era necesario, realmente necesario, que a uno le gustaran las emociones fuertes. Un rótulo descolorido indicaba Coffee shop, y los grandes cristales estaban cubiertos de hojas de periódico enganchadas unas a otras, que impedían ver qué se tramaba en el interior. La fachada era tan sórdida como las de los miserables sex-shops que florecen en las calles de París.
El policía comprobó una última vez que llevaba consigo su identificación de policía, aunque sinceramente dudaba de que allí le pudiera ser de alguna utilidad, y se adentró en la boca del lobo. Sobre él se abatió un mareante olor a hachís, mezclado con el de la menta y el muasel de los narguiles. La luz estaba tamizada, el potente aire acondicionado roncaba. Las mesas de madera maciza, las lámparas antiguas de estilo vienés, los objetos de arte de bronce colgados de las paredes y las grandes jarras de cerveza daban a aquel lugar la apariencia de un pub inglés. Una camarera, caucásica y con poca ropa, oscilaba entre las siluetas con la bandeja cargada de vasos que desbordaban de alcohol. Sharko esperaba encontrarse con rostros picados por la viruela, devastados por la droga y el bebercio. Le sorprendió la buena apariencia de la clientela, formada en su mayoría por jóvenes. Y vestidos como Michou.
Locas. Se había metido en un antro de locas.
¡Lo que faltaba!
Mientras ojos de color miel no le perdían de vista, avanzó con paso seguro hasta la barra, tras la cual había un tipo de piel blanca, iris azules y cabello rubio. Sharko miró su reloj -el taxi le había dejado allí diez minutos antes de la hora convenida- y señaló con el mentón una botella de color ámbar, con una etiqueta en la que se leía Old Brent.
– Whisky, por favor…
El barman le miró de arriba abajo con particular insistencia antes de servirle su copa. Sharko fue abordado de inmediato por la derecha. ¡Ya empezaban los preliminares! El tipo tendría unos veinte años, piel morena, cabello cortado como un recluta. Alrededor del cuello se había anudado un fular rosa bajo una camisa amarilla. Le murmuró a la oreja:
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