Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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– Sólo una, comisario…

Pareció sonrojarse y pensó qué decir.

– Y ahora, ¿qué hacemos?

Sharko descubría cada vez más su juego. Gracias a la nota de Atef, todo parecía mucho más claro. La decisión de Nahed de ayudarle a pesar del riesgo de que su superior se enojara. La dirección y los detalles de Mahmud Abdelaal que había logrado obtener… Le aflojaban la correa pero le vigilaban. De momento, decidió actuar con tranquilidad, ya tendría tiempo de interrogarla más adelante.

– Creo que volveré al hotel, me ducharé y me acostaré. Desde que me he levantado en Francia esta mañana han pasado muchas cosas.

– Ni siquiera ha cenado. Le invito a un restaurante típico de Mohandesín, a orillas del Nilo. Sirven un pescado excelente y vino suizo, no vino francés.

Quería retenerle tanto tiempo como fuera posible. Sharko llegó a pensar que sin duda le había traducido algunas palabras erróneas en el terrado, e incluso en comisaría. Como Hasán Nuredín, ella jugaba en casa y él no podía hacer absolutamente nada. ¿Quién estaba detrás de aquello? ¿La policía? ¿La embajada? ¿En qué avispero se había metido?

– Me encantaría, pero no tengo hambre, gracias… Demasiado calor, demasiado cansancio, demasiadas picadas de mosquitos.

Sacó un mapa que había obtenido en el hotel.

– Podré volver al hotel solo, está justo aquí detrás.

Podemos vernos mañana a las diez frente a la comisaría, ¿de acuerdo? En realidad, no hay prisa. Las puertas se cierran una tras otra, y ya tengo claro que volveré con las manos vacías. Este caso no es el mío.

Ella bajó la mirada, aparentemente apenada. Sharko tenía ganas de tirarle de la lengua. ¡Menuda farsante!

– De acuerdo -concedió ella-. Hasta mañana…

Y antes de que él se marchara, añadió:

– Ese cerdo de Nuredín nunca ha puesto sus manos sobre mi cuerpo. Y nunca lo logrará.

Sus caminos se separaron. Sharko dejó que se alejara y vio cómo se volvía, varias veces. Aquello confirmaba sus dudas. Entonces se encaminó lentamente hacia la calle Zaruat, perpendicular a la calle Mohamed Farid. Pero nada más desviarse, desapareció corriendo por una calle tomada al azar.

El perrito bueno acababa de librarse de la correa.

Ahora, El Cairo y su noche ardiente le pertenecían.

Sintió una satisfacción sin límites.

21

En el departamento informático de la policía científica, a dos pasos de la brigada, Lucie sostenía en sus manos las ampliaciones de los fotogramas de película hallados en el lugar antes ocupado por los ojos de Claude Poignet. Dos superficies de papel satinado, de grano sucio, en blanco y negro. Las imágenes eran prácticamente idénticas. Se veía, en una posición un poco torcida, como si la cámara se hubiera caído, el bajo de un pantalón vaquero y una punta de zapato que Lucie no había percibido la primera vez. El fondo estaba sumido en la penumbra, pero se adivinaban las patas de una mesa y una pared. El suelo era de madera.

– ¿El calzado es de tipo bota militar?

Lucie se dirigía al técnico sentado frente a su ordenador, junto a ella. Julien Marquant, cuarenta años cumplidos, era uno de los fotógrafos de los escenarios de crímenes. A cada homicidio, ofrecía a los policías lo peor sobre papel satinado. Algunos fotografían a top models, él a muertos. Cabezas de suicidas reventadas con un calibre 22, ahogados hinchados por el agua, ahorcados… Julien era un excelente fotógrafo cuyo talento permanecería en los cajones de la policía. A aquella hora, ya muy tarde, era la persona más indicada para aclarar el tema a la brigada.

– Eso parece.

Le mostró las fotos que él mismo había hecho en el domicilio de la víctima. En particular las de la sangre hallada en el suelo del laboratorio, en el primer piso. Lucie estableció una relación que ahora le parecía evidente:

– Es en su domicilio… En casa de Claude Poignet. Tenía cámaras y películas. El film se rodó en su propia casa. ¡Mierda…!

– Sí. Las dos imágenes halladas en sus ojos eran negativos, procedían de una película original y no de una copia, que, por lo general, se tira en positivo.

Lucie lamentaba no haber reaccionado antes. Poignet le había explicado aquellas historias de tirajes en negativo y en positivo, de original y copia. Julien Marquant golpeó con el índice las fotos.

– ¿Quiere saber mi opinión? Creo que fueron los asesinos quienes manejaron la cámara. Debieron de, no sé…, situarla junto al cuerpo yaciente de la víctima, como si quisieran capturar las últimas imágenes que vio antes de morir.

Lucie sintió un escalofrío al mirar las fotos. Frente a ella se hallaban los últimos segundos de la vida de Claude Poignet, ante sus ojos. El pobre hombre se fue de este mundo con aquellas imágenes… Las de un desconocido calzado con botas militares que miraba cómo moría mientras otro le estrangulaba.

– Como si… Claude Poignet fuera él mismo la cámara. Esos cabrones querían ir hasta el interior de él.

– Exactamente. Como usted ha dicho, la víctima disponía de un laboratorio de revelado, una cámara antigua de dieciséis milímetros y bobinas de película virgen. Los asesinos se aprovecharon de ello. Filmaron, fueron al cuarto oscuro y sumergieron en el líquido de revelado las imágenes que les interesaban. A continuación, las cortaron para disponerlas en las cuencas oculares de la víctima. La operación, toda una técnica, debió de llevarles una hora.

Lucie apretó los labios. Aquellos dos enfermos no se habían contentado con hacerse con la bobina, sino que habían elaborado un guión digno de una película de terror pensado incluso para darle trabajo a la policía. Unos individuos que pensaban las cosas antes de hacerlas, organizados, tan seguros de sí mismos que hasta se habían permitido quedarse en el lugar del crimen a jugar. Lucie expresó sus sentimientos:

– Al hacerlo, nos han ofrecido amablemente dos elementos. La posición exacta del cuerpo antes de colgarlo y el calzado. Unas botas militares… Eso confirma que quien fue al domicilio de Szpilman y quien participó en el asesinato de Poignet es el mismo individuo. ¿Un militar, tal vez?

– O alguien que pretende hacerse pasar por un militar… O ni lo uno ni lo otro, cualquiera puede tener en su casa unas botas militares. Añadiría sobre todo que saben de cine. Uno de ellos sabe filmar, extraer la película de la cámara en un cuarto oscuro y revelarla. Créame que, sin algunas nociones, usted no podría ni siquiera poner en marcha uno de esos viejos aparatos.

– Los de las huellas no han descubierto nada en el cuarto oscuro, aparte de las de la víctima. Habrá que enviar de nuevo a los hombres allí, para que inspeccionen el material, las cámaras. Seguro que hay rastro del ADN de los asesinos, sobre todo si el ojo estuvo en contacto con el visor. Por fuerza tuvieron que cometer errores. No se puede jugar así con la muerte…

Cogió las fotos y le dio las gracias. Una vez en la calle, caminó lentamente, en plena reflexión. Se preguntaba por el cómo, el porqué. ¿Por qué los asesinos dejaron aquellas imágenes en el lugar de los ojos? ¿Qué trataban de demostrar aquellos sádicos?

Sumida en sus preguntas puramente psicológicas, pensó en Sharko, aquel curioso tipo al que había conocido durante sólo unos momentos frente a la estación del Norte. ¿Sería capaz él de dar con la respuesta gracias a sus conocimientos y sus años de oficio? ¿Sería mejor que ella frente a aquella escena del crimen particularmente dura e insólita? Ardía en deseos de hablarle de aquel nuevo homicidio, de ver cómo se las apañaría él a sus cincuenta años.

Por asociación de ideas, Lucie trató de atar cabos con el caso de Gravenchon. En aquél, las víctimas también habían sido enucleadas. Un médico, alguien del oficio, según Sharko. Ahora se le añadía también la competencia de «cineasta». El perfil comenzaba a dibujarse, aunque no pudiera adivinarse nada concreto. ¿Por qué el robo de los ojos? ¿Qué importancia revestían los ojos para quien los robaba? ¿Qué hacía con ellos tras robarlos? ¿Acaso los conservaba como trofeo? A Lucie le venía a la cabeza también la obsesión en el cortometraje por la retina, el iris… El tajo del escalpelo en la córnea, la palpitación de los párpados… Recordó también el comentario de Poignet: «El ojo no es más que una vulgar esponja que capta la imagen».

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