– ¿Eso podrían provocarlo determinadas imágenes?
– Sé en lo que está pensando. Esa película, que al parecer le ha dejado ciego… El señor Sénéchal me ha hablado mucho de ella. Sí, es posible, en teoría, y a la vista de las circunstancias creo que ésa es la causa, puesto que la ceguera se produjo en plena proyección. El quid de la cuestión, sin embargo, es que el paciente afirma que las imágenes proyectadas no le impresionaron. Está acostumbrado a ver ficciones y ese ojo cortado del que me ha hablado al inicio de la película no le sobrecogió. Por lo que respecta al resto, y por lo que cuenta, no parece traumático. Ni siquiera pudo ver el final del cortometraje, pues ya estaba ciego.
– ¿No vio la escena del toro?
– ¿Un toro? No, no lo ha mencionado. En cambio, ha hablado mucho acerca de sentirse indispuesto, de una angustia creciente y progresiva. Como si algo le asiera la garganta y le asfixiara hasta hacerle perder la vista.
Lucie también la había sentido, aquella misma sensación de ahogo. Se frotó los brazos. Y, sin embargo, entre el corte del ojo y la degollación del animal, que Ludovic no había visto, no había nada inquietante, sólo una chiquilla que acariciaba unos gatos o desayunaba.
– ¿Es posible que eso lo hayan provocado unas imágenes ocultas?
El doctor se quedó en silencio mientras reflexionaba.
– ¿Se refiere a unas imágenes subliminales? Es una pista que habría que explorar.
– Y… ¿qué le sucederá a Ludovic? Podría…
El doctor detuvo sus pasos. Llegaban a su oficina.
– Debería recuperar la vista progresivamente. La cuestión es tratar de comprender el origen del trauma y hacer que salga a la luz. Mis colegas psiquiatras saben perfectamente cómo lograrlo, sobre todo mediante hipnosis. Si lo desea, le daré los datos del doctor que se ocupará del señor Sénéchal. No lo visite antes de mañana por la tarde. Y mientras, intente avanzar con el film.
Lucie tomó nota de los datos y regresó junto a su hija, reconcomida por aquella disparatada historia. El shock traumático, las pesquisas en casa de Ludovic, la sensación de malestar durante el visionado… ¿Qué escondía aquella misteriosa película? ¿Quién trataba de hacerse con el film? ¿Y por qué razón?
Sin hacer ruido, se lavó en el minúsculo baño y se puso el pijama. Inmóvil, se contempló en el espejo. No a ella sino a su reflejo, aquella proyección de luz sobre los objetos. El doctor Tournelle llevaba razón: el ojo no discernía más que un conjunto de colores, de formas, pero el cerebro, en cambio, veía a una mujer de treinta y siete años, con los rasgos cansados por falta de sueño, de amor y de sexo. El cerebro interpretaba cada pulsación luminosa y trataba de apegarse a episodios vividos.
Eso llevó a Lucie a pensar en los diferentes primeros planos del rostro de la chiquilla del columpio en el cortometraje. La pupila palpitante, los movimientos del iris. Aquella sensación de intrusión, de voyeurismo, con el filtro en forma de óvalo: el ojo que absorbe la luz y observa en silencio… Y, sobre todo, en aquel globo ocular cortado en dos, la primera secuencia de la proyección. Recordaba haber vuelto la cabeza, prueba de que su cerebro había reaccionado violentamente, de que se había producido una interpretación.
A partir de ello, su visión del film cambió. El realizador tal vez había insertado aquella secuencia inicial, muy impresionante, no por el mero deseo de hacer gala del terror, sino para significar algo: «Concéntrense y no se pierdan detalle de lo que voy a mostrarles» o «Hagan como yo con mi escalpelo. Abran los ojos…».
Abran los ojos…
A medianoche vibró su móvil, situado a los pies del sillón. En esta ocasión Lucie no se despertó; estaba demasiado cansada.
El SMS rezaba: «Claude Poignet, el restaurador. Pase mañana hacia mediodía. Tengo noticias extrañas acerca de su película».
Los dos forenses y el antropólogo del Instituto de Medicina Legal de Rouen habían trabajado todo un día y una noche, y las autopsias prácticamente habían concluido cuando Sharko llegó al Instituto de Medicina Legal, a la mañana siguiente, ávido de plantear sus preguntas. Más adelante, en Nanterre, posiblemente habría que enfrascarse en la lectura de los centenares de páginas técnicas que saldrían de aquellas oficinas, así que era mejor estar informado y lograr que le explicaran a uno el máximo de cosas.
Más adelante… No tenía una prisa especial por regresar, aunque moverse por aquellos edificios consagrados a la muerte no fuera algo agradable. Le volvían a la memoria muchos recuerdos violentos, muchos crímenes sin respuesta, demasiados. Un niño hallado muerto en el fondo del Sena. Prostitutas degolladas en habitaciones sórdidas. Mujeres, hombres, apaleados, lacerados, cortados a pedazos, estrangulados… Dramas que habían sacudido su existencia y le habían empujado a funcionar a base de pastillas de Zyprexa.
Y, sin embargo, allí estaba. Allí y en aquel momento.
Antes de encontrarse con el forense se dejó atrapar por el especialista de huesos y dientes, el doctor Pierre Plaisant. El médico estaba a punto de marcharse a una conferencia sobre las caries de Lowenthal, específicas de los heroinómanos. Ambos intercambiaron unas palabras banales antes de entrar en el meollo del asunto.
– Los huesos son bastante reveladores. ¿Cómo lo quiere? ¿Simple o complicado?
Plaisant era alto y delgado, de unos treinta años. Un cerebro brillante bajo una frente alta y lisa como una peladilla. Detrás de él se extendían las radiografías de los cuerpos, ramificaciones de huesos comidas por los rayos X.
– Da lo mismo. Dígame lo suficiente para ahorrarme tener que tragarme las cincuenta páginas de detalles técnicos que me entregará Péresse.
El doctor condujo a Sharko junto a las superficies de trabajo graduadas: mesas de acero inoxidable con reglas longitudinales y transversales para medir los huesos, sobre las que reposaban cuatro esqueletos parcialmente reconstituidos. En aquella sala que más parecía una cocina que un laboratorio reinaba un olor a tierra seca y detergente. Los restos habían sido tratados al baño María para despegar las partes blandas.
– El quinto cadáver, el mejor conservado, le espera en la sala de autopsias antes de ir al frigorífico.
Tomó un lápiz y lo introdujo en la espina nasal anterior del esqueleto a su izquierda, el más pequeño.
– La punta del lápiz toca el mentón. Los zigomáticos son prominentes, la cara es plana y redonda. Probablemente se trata de un mongoloide. Los otros cuatro son caucásicos.
Primera buena noticia, la presencia de un cadáver asiático facilitaría la búsqueda en los archivos informáticos. Plaisant dejó el lápiz en la nariz del muerto, tomó un cráneo hendido, lo apoyó sobre las mandíbulas y lo empujó adelante y atrás. Comenzó a oscilar.
– El de los hombres siempre hace ese balanceo. El cráneo de las mujeres, por el contrario, no se mueve. Un cerebro demasiado pequeño -dijo con una sonrisa-, es broma…
Sharko mantuvo impasible el rostro, sin ganas de reír. Había pasado una noche agitada debido al ruido del tráfico y al zumbido de una mosca a la que había sido imposible aplastar. El doctor se dio cuenta de que su pulla jocosa no había caído en gracia y se puso serio.
– Lo he verificado con las pelvis, es más fiable. En todas las etnias, el hueso que arranca de la cresta del pubis está más alzado en las mujeres. Todos los sujetos son de sexo masculino.
– ¿De qué edad?
– A eso iba. Visto que no tienen dientes, me he basado en la unión de las suturas craneanas, las degeneraciones artrósicas de las vértebras y, sobre todo, el borde esternal de la cuarta costilla…
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