Los altos ventanales daban al descuidado jardín trasero del Elíseo. En el salón des Ambassadeurs, cerrado por obras, el techo ornamentado se combaba de manera alarmante. Le había sorprendido ver el palacio, un símbolo nacional, en semejante estado, necesitado de reparaciones. En Alemania eso no se permitiría. Nunca había entendido a los franceses, y dudaba que ahora pudiera entenderlos mejor.
Al otro lado vio a Ilse, vestida de poliéster color beis, charlando amigablemente con la mujer de Quimper, vestida con un Versace a medida.
El vino, tinto y blanco, fluyó en abundancia. El picoteó su comida y no probó casi nada. Simulaba que la sala de banquetes decorada se encontraba en Hamburgo, y no en París. Quería creer que se encontraba en el Marais hacía que fuera más difícil aparcar los recuerdos. El domingo también fingiría, en la apertura de la cumbre, el gesto simbólico que le habían ordenado desde Bonn para crear armonía. Unter den Linden .
Se sirvieron quesos y frutas sobre una escultura de hielo con la forma de la Marianne, el símbolo de la República francesa, mientras la orquesta tocaba la marsellesa. Cazaux, con las mejillas encendidas, se situó a su lado. El maquillaje de televisión no podía disimular por completo su piel irregular. Le ofreció a Hartmuth una copa de champán.
– Tengo que hacerles un poco la pelota para pacificar a los conservadores. Es la única forma dijo Cazaux.
Hartmuth vaciló.
– En esencia, lo que estas provisiones validan son los campos de concentración para inmigrantes. Necesitamos volver a diseñar y pensar…
– Se producirán más revueltas si no se aprueba este tratado. Pero esto es solo el comienzo… El sonoro zumbido de las voces captó la atención de Cazaux y se detuvo. Se volvió hacia la multitud y sonrió-. Brindemos por una armoniosa relación de trabajo.
Hartmuth elevó la copa, que relucía a la luz de la lámpara de cristales colgantes. El fotógrafo los captó cuando levantaban sus copas en forma de tulipán, el uno al otro, para brindar.
Hartmuth estaba a punto de asaltar al fotógrafo cuando el flash se disparó de nuevo. Apareció la mujer de Quimper, ligeramente bebida y riéndose, y abrazó a ambos. Después de eso, todo fue confusión de felicitaciones y palmadas en la espalda.
Como consejero comercial, consolidaba las políticas, ostentaba poder, pero permanecía en la sombra, alejado del ojo público. Nunca había permitido que su rostro apareciera en los periódicos. Nunca.
¿Quedaría alguien vivo que pudiera recordarlo? ¿No se habían ocupado de ellos los convoyes que se dirigían a Auschwitz? Por supuesto, la cirugía realizada sobre su rostro quemado en Stalingrado, había cambiado su apariencia. A pesar de ello, estuvo preocupado durante el resto de la velada.
Esa noche, más tarde, se despertó y se dirigió a la ventana. No podía dormir. Todo lo relacionado con Sarah, muerto y enterrado durante tantos años, afloraba a la superficie.
Mientras miraba la place des Vosges, brumosos globos de luz brillaban a través de las ramas de los árboles, iluminando la verja de metal y las fuentes que escupían chorros de agua. Cada impulso le decía que hiciera lo que en realidad quería hacer. El lugar en el que se encontraban estaba muy cerca. Cuando cerraba los ojos lo veía de nuevo. Escondido bajo unas ramas, igual que en 1942 cuando ella se lo había mostrado. Cuando Sarah vivía, se había deslizado allí dentro y le había dicho, con sus almendrados ojos, que fuera…
Solo hubo un tiempo para un breve adiós antes de que embarcara a su tropa rumbo a Stalingrado en 1943. Atrapado en un campo para prisioneros de guerra en Siberia durante dos años, la nieve lo había dejado ciego y desesperado por la congelación. Hasta que los Hombres Lobo lo ayudaron a escapar, dándole una nueva identidad y un nuevo rostro.
Lo habían utilizado para sabotear e infiltrarse entre los aliados. Con su ayuda, había prosperado en la nueva Alemania. Lentamente habían ascendido a posiciones más poderosas e influyentes en el Gobierno de Bonn. Bonn estaba repleto de otros como él. A Hartmuth nunca le había importado demasiado. Estaba vivo, pero había perdido lo que de verdad quería: a Sarah.
Si los detectives franceses a los que había contratado a través de canales diplomáticos no habían podido encontrarla en los años cincuenta, ¿Cómo podía encontrarse aquí ahora? Probablemente la habrían fusilado por colaboradora, eso fue lo que dijeron., o le habrían afeitado la cabeza y la habrían enviado a un campo de concentración en Polonia, donde habría muerto.
Sacó un muelle oculto dentro de su maletín. Con mucho cuidado, extrajo un grueso sobre. Con las esquinas dobladas, y amarillento, por el tiempo, era todo lo que le quedaba de Sarah, además de un dolor que no desaparecía. Vació el contenido sobre el escritorio del hotel y comenzó a ordenar sus recuerdos metódicamente.
Después de siete meses de tenaz trabajo, la agencia de detectives parisina solo había encontrado estos documentos con olor rancio. Pero él siempre llevaba la foto rasgada, una descolorida instantánea sepia, con la mitad de su rostro, arrancada del álbum familiar, cuando el superior estaba distraído. El informe de los detectives constataba que los prisioneros no duraban mucho en los campos de trabajo polacos.
¿Qué no haría él por tener siquiera la oportunidad de visitar su tumba ?- Hartmuth suspiró. Su pequeña judía le había hecho un hombre, y ella solo tenía entonces catorce años.
No podía soportarlo más. Tenía que ir a ver. ¿Por qué no? Quizá eso dejara que descansaran algunos demonios y fantasmas. Al dejar el vestíbulo, informó educadamente al portero que se quedaba con la llave. Se palpó el estómago y el portero sonrió con complicidad.
Se repetía una y otra vez que ella no estaría allí, por supuesto; todo eso ocurrió hace cincuenta años. Reflexionaba sobre el paso del tiempo mientras sus pasos resonaban por la estrecha rue des Francs Bourgeois .
Las únicas personas eran una pareja entrelazada que se reía y detenía cada pocos metros para abrazarse, hasta llegar a su portal y desaparecer en el interior. Siguió por la rue des Francs Bourgeois hasta que encontró el edificio que reconoció como la antigua Kommandantur donde él trabajaba.
Ahora era la oficina de correos del Marais. Giró a la izquierda y entró en el oscuro callejón empedrado que tan bien recordaba.
Una parte importante del Marais se encontraba surcada por cantones medievales y abigarrados patios como ese, húmedos y con olor a alcantarilla. Se detuvo a escuchar, pero no había nadie tras él. La única luz además de la de la farola era el resplandor amortiguado tras alguna cortina cerrada.
Hartmuth miró hacia arriba, pero no había ojos vigilantes como en el pasado, solo la salamandra de mármol tallada sobre la entrada al patio. Se le formó un nudo, aún mayor, en el estómago.
Recordaba muy bien la salamandra y a la familia que vivió detrás de ella. La policía francesa, a la que él supervisaba, los había hecho salir escaleras abajo con sus estrellas amarillas cosidas a los abrigos, mientras ellos protestaban y decían que tenía que tratarse de un error. La redada había tenido lugar durante el día, cuando ella estaba en la escuela. Pero los vecinos lo habían visto todo detrás de sus ventanas cerradas. El sabía que estarían vigilando. La furgoneta había estado aparcada justo donde él se encontraba ahora, bajo el arco de la rue du Parc Royal , con la salamandra de mármol esculpida y con el escudo de armas de Francisco I.
Ahora los edificios eran boutiques y modernas zapaterías en lugar de tiendas de especialidades kosher y talleres de ropa. Donde la calle se unía al retorcido callejón medieval de la rue de Payenne , Hartmuth inhaló lo más profundamente que le fue posible. Anduvo despacio sin hacer ruido y sintió que tenía dieciocho años. Suplicó a Dios que ella estuviera allí, aunque sabía que no podía ser. No estaba.
Читать дальше