– ¡Ah!- suspiró Marie-. Eso es buena señal.-fue a fregar unos vasos en el otro extremo de la barra.
Sarah cogió un periódico de la balda. Le dolían las piernas como consecuencia de la tendinitis, y sabía que le resultaría difícil volver a incorporarse si se sentaba de nuevo. Disfrutaba de su café en la barra, por no hablar de los francos que se ahorraba por no tomarlo en una mesa.
Echó un vistazo al Aujoud’hui, a las fotos de las modelos y los famosos atrapados en diversos escándalos. Rara vez, si lo hacía alguna, leía los mezquinos artículos de literatura barata que aparecían debajo.
De repente, la taza se le resbaló de los dedos y el café con leche se derramó por todo el mostrador. Mirándola había un rostro que ella conocía.
¿Cómo podía ser? Sacó las gafas de leer del bolso y miró la fotografía con atención. La rariz era distinta, pero los ojos eran los mismos. Entonces, cogió un bolígrafo de su bolso y pintó de negro el pelo blanco. No podía creerlo. ¿No llevaba mucho tiempo muerto? Sin querer comenzó a temblar y a respirar como si le faltara el aire.
– Ça va? No tienes buen aspecto-dijo Marie cuando apareció con un trapo para limpiar la barra-Te encuentras mal, ¿no?
Ella asintió temerosa de decir la verdad. La horrible verdad.
– Ven a sentarte-dijo Marie conduciéndola a un reservado.
Los movimientos normales de andar y sentarse no hicieron que se calmara. Apoyó la cabeza en la pegajosa mesa cubierta de tazas y platos, respiró profundamente y cerró los ojos. Estaba tan segura de que había muerto. Cuando dejó de temblar y su respiración volvió a la normalidad, se levantó y volvió a poner el periódico en su lugar.
Tenía el aspecto de cualquier otro artículo que mencionaba el nombre de alguien importante en cualquier revista del corazón. Debajo de la fotografía la reseña identificaba a un hombre como Hartmuth Griffe. Utilizó de nuevo el bolígrafo y dibujó charreteras y una esvástica sobre la chaqueta negra que llevaba puesta y entonces lo supo. Era Helmut.
Viernes a mediodía
– ¡Llama a un taxi!-gritó René-. Nos han adelantado la cita para la prórroga de la declaración de impuestos.
– Espera un momento.- Aimée sujetaba fuertemente el teléfono móvil delante de la taquilla de la estación de metro-. Nuestra cita es…
– Estoy en La Double Mort -interrumpió él-. Mañana el departamento de Hacienda se toma un receso de un mes. Si no tenemos ahora la reunión, nuestro caso entra en demora y podemos exponernos a una multa de ochenta mil francos. ¡Nos han dado hora para el arbitraje dentro de cinco minutos!
Eso se comía el anticipo de Soli Hecht y más. No les quedaría suficiente en la cuenta para pagar el alquiler. Echó mano de un taxi.
Mientras subía corriendo las escaleras de mármol de La Double Mort , el tintineo de las cadenas de metal de la chamarra de cuero hizo que el portero emitiera un pequeño silbido. La dirigió una sugestiva mirada y meneó la lengua mientras pasaba la fregona a los escalones. A punto estuvo de patinar en el resbaladizo mármol y subió a trompicones escaleras arribas. El lascivo portero se le acercó como para hablar con ella.
– ¡Cuidado, que muerdo!-gruño Aimée
– bien-dijo él-. Es lo que me gusta.
– Pues ponte la vacuna de la rabia-dijo ella en un siseo.
Atrapada en su atuendo de skinhead , se arropó con el abrigo de Lili Stein. Un abrigo de alta costura perteneciente a una mujer asesinada, de los años cincuenta y que olía a naftalina, no era la apariencia más adecuada para una reunión con unos destripa-números.
Su imagen de vestida para matar habría sido más apropiada para hacer frente a un traje de raya diplomática. Se alisó el pelo, retiró el pintalabios oscuro y subió con cuidado el resto de las escaleras. En caso de duda, ¡actúa con descaro!
Unas pocas cabezas levantaron al vista desde sus escritorios cuando ella pasó como una exhalación en dirección a la sala marcada como “arbitraje”.
Cuando entró, el rostro sudoroso de René Friant mostró una mezcla de alivio y horror. Sus cortas piernas le colgaban del asiento. Todos y cada uno de sus centímetros retrocedieron cuando ella se sentó a su lado.
Ocho pares de ojos, todos masculinos, la miraron desde el otro lado de la larga mesa de madera. En cada sitio había un vaso de agua. Sobre una mesa cerca de ella se encontraban apilados cartuchos de tinta para la impresora, al lado de una vieja fotocopiadora. La mayoría de los hombres iban vestidos con traje gris. Uno de ellos levaba kipá.
– perdonen-dijo ella modosamente mirando hacia abajo-. Acaban de comunicarme que se había adelantado esta reunión.
Silencio.
El que llevaba el kipá la miró echando fuego por los ojos mientras se ajustaba los cortos puños de su entallada chaqueta.
– No veo registro de ingresos pasados en el informe recibido de Leduc Detectives-dijo sin apartar los ojos de ella-. Tampoco se mencionan deducciones.
Se remangó la camisa y ella vio descoloridos números tatuados sobre su antebrazo. Había estado en un campo de concentración, igual que Soli Hecht. Deslizó las manos cubiertas de tatuajes con los símbolos de las SS sobre su regazo.
El hombre a su izquierda se unió a la conversación.
– Estoy de acuerdo, superintendente Foborski. Yo tampoco he encontrado registros de lo que menciona.
Aquí estaba el superintendente, un superviviente de un campo de concentración, y ahí estaba ella vestida como una skinhead neonazi.
René le dirigió una furtiva mirada y puso los ojos en blanco. Bajo la mesa ella veía sus regordetas manos juntas en oración.
– Señor, esos registros…-comenzó a decir Aimée.
Pero el hombre junto a ella fue a coger su vaso, derramó el agua y de un golpe la tinta fue a caer a su abrigo. No importaba si fue un accidente o si lo había hecho a propósito. La tinta se convirtió en una gran mancha de color marengo que la cubría por completo.
Incluso fría y empapada, no estaba dispuesta a quitarse el abrigo. Probablemente los falsos tatuajes ya se deshacían por todo su pecho.
– Perdón, lo siento mucho-dijo él-. Deje que al ayude.
El abrigo de Lili Stein estaba destrozado. Ella intentó arreglar el desaguisado frotándolo.
– Insisto-dijo él tirándolo de la manga-.Podría ser tóxico.
– ¡Déjeme en paz. Monsieur!.- advirtió ella.
– ¿Esconde usted un arma, mademoiselle Leduc ?- Los ojos del superintendente Foborski echaban chispas-. Si no se quita esa prenda, llamará a seguridad para que le ayude.
Dejó caer los hombros. Con cuidado, sacó los brazos del empapado abrigo, chorreante y con olor a lana mojada. Las esvásticas y los rayos resultaban claramente visibles a través de los agujeros de su camiseta de tirantes.
Ocho pares de ojos se concentraron en sus tatuajes.
– Todo esto no es lo que parece…
– Este comité no considerará ninguna petición sin los impresos adecuados-interrumpió Foborski-. Es imposible proseguir con las negociaciones. Considere sus impuestos en demora. La sanción se aplicará con carácter retroactivo junto con una multa de cinco mil francos.-Despachó el asunto con un movimiento de la mano.
– ¡No!-Aimée se levantó y lo miró a los ojos-. Lo que intentaba decir-comenzó a decir de manera pausada-, es que se le han enviado todos esos impresos.
Rebuscó entre los archivos de René y extrajo inmediatamente una hoja de color azul.
– Creo entender que es usted el superintendente Foborski, ¿no es así?-El asintió imperceptiblemente con fuego en la mirada.
– Su despacho aceptó y selló el acuse de recibo de este resguardo.- Aimée se acercó airosa a Foborski y le puso la hoja delante-. Guárdela. Tengo más.
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