Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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– Conseguiré los nombres de los miembros de los consejos de administración de las empresas más importantes de la industria -dijo Anderson-. Podemos preguntar a nuestros contactos para ver si hay algún modo de entrar. Quizá alguno de mis amigos de Nantucket pueda ayudarnos.

Anderson había sido jefe de policía de Nantucket antes de trabajar con Clevenger.

– Genial. Te llamo cuando salga de hablar con Kyle Snow. Voy camino de la cárcel. -Cogió la salida. El Crown Victoria también.

– Estupendo.

– Espera. Creo que alguien me sigue -dijo Clevenger.

– ¿Dónde estás?

– En el norte, cerca de Newburyport.

– ¿Le has dejado los disquetes a O'Connor?

– Sí. ¿Puedes llamar a alguien de la policía de Newburyport para que se pase por su casa? Vive en el 55 de Jackson Way. Puede que me hayan seguido hasta allí.

– Entendido. Quédate en la autopista. No salgas por nada.

– Demasiado tarde. Acabo de salir en Georgetown. Carretera 133.

– Vuelve a la 95. Te llamo dentro de un minuto. -Colgó.

Clevenger oyó una sirena tras él. Miró por el retrovisor y vio una luz azul que parpadeaba en el salpicadero del Crown Victoria. Distinguió las figuras de un conductor y un acompañante masculinos. Se detuvo, sacó el arma de la funda y se la colocó debajo del muslo.

El conductor se quedó sentado al volante. El acompañante, un hombre alto de unos cincuenta y cinco años, con pelo ralo y gafas, se acercó a su ventanilla.

Clevenger la bajó.

– ¿Doctor Clevenger?

– ¿Quién quiere saberlo?

– Paul Delaney del FBI.

– Un placer. Podría haber llamado a mi consulta y concertar una cita.

Delaney sonrió.

– Lo siento mucho. Voy a tener que registrar la camioneta, doctor.

– No sin una orden.

– La tengo. -Delaney se metió la mano en la chaqueta del traje. Antes de que Clevenger pudiera reaccionar, notó el cañón de una pistola presionándole la nuca-. ¿Tiene ojos en el cogote? -le preguntó Delaney-. Lea mi orden. -Hizo un gesto con la cabeza hacia el Crown Victoria.

Cinco segundos después, la puerta del copiloto de la camioneta de Clevenger se abrió y el compañero de Delaney, un hombre voluminoso de al menos metro ochenta de estatura, metió el cuerpo en el coche y comenzó a registrar la parte inferior de los asientos y después la guantera. Se sentó en el asiento del copiloto.

– Tengo que cachearle, doctor -dijo.

El teléfono de Clevenger comenzó a sonar. Miró la pantalla. Era North Anderson.

– Acabaremos enseguida -dijo Delaney-. Ya devolverá la llamada después.

El hombre gordo pasó las manos por el pecho de Clevenger, los brazos y las piernas. Encontró el arma y la levantó para que la viera su compañero.

– Déjala en la guantera -dijo su compañero.

– Si me dijeran qué buscan, quizá se lo daría -dijo Clevenger-. Podemos saltarnos el procedimiento habitual.

– Los disquetes. Se los dieron por error.

El teléfono de Clevenger volvió a sonar.

– ¿De quién fue el error?

– Del detective Coady -dijo Delaney-. Un movimiento de aficionado. Debieron entregárselos al FBL -Señaló con la cabeza el móvil de Clevenger-. Conteste, si quiere. Quizá Billy le necesite.

Clevenger sabía lo famoso que era su hijo, pero no le sentó muy bien que Delaney pronunciara su nombre.

– Si está amenazando a mi hijo, será mejor que tenga autorización para apretar el gatillo.

Delaney no pestañeó.

– Le pido disculpas. Esto no tiene nada que ver con su hijo. Siento haberle mencionado. Pero respondiendo a su pregunta, tengo autorización para apretar el gatillo si no accede al registro y opone resistencia a que le detengamos.

El teléfono dejó de sonar y volvió a empezar de inmediato.

– Supongo que esos archivos serán importantes -dijo Clevenger-. No los tengo. -Señaló el teléfono con la cabeza-. ¿Le importa? Ahora es Billy.

– Conteste.

Clevenger pulsó el botón para responder.

– ¿Frank? -dijo Anderson.

– Cinco disquetes azules. Junto a mi ordenador del loft. Ve a… -Sintió una punzada de dolor cuando Delaney le golpeó en la nuca con la culata del arma. Entonces perdió el conocimiento.

* * *

Se despertó temblando, desplomado en el asiento del copiloto de su camioneta, en una esquina vacía del aparcamiento de un supermercado Shaw's en el centro comercial Georgetown Plaza. Se sentía como si alguien hubiera estado jugando a fútbol con su cabeza. Se pasó la mano por el cuero cabelludo, notó algo pegajoso y se miró los dedos. Tenía sangre. Delaney, o como fuera que se llamara en realidad, lo había noqueado con la pistola. Miró la hora. Las nueve cuarenta. Había estado inconsciente unos veinte minutos. Buscó el móvil, pero no lo encontró.

Abrió la puerta de la camioneta y se tambaleó hasta un teléfono público que había fuera de Shaw's. Metió 75 centavos y llamó a Anderson.

– ¿Dónde estás? -preguntó Anderson.

– En el Georgetown Plaza. Me han dejado inconsciente, me han traído aquí en mi camioneta y se han ido. ¿Estás bien?

– Sí. Parece que tenían tres equipos. Uno llegó al loft antes que yo y cogió los disquetes. También se llevaron tu ordenador.

– ¿Billy está bien?

– Sí. Le he llamado al móvil. Se había marchado del loft justo después de ti.

– ¿Y Vania?

– Han debido de seguirte hasta su casa. Se han llevado todo su software y hardware, incluidos los disquetes. Pero está bien, físicamente. Iba a llevar a su hija pequeña a la guardería cuando han saqueado el sótano.

– ¿Dónde está ahora?

– Se ha abrigado bien y se ha ido a navegar.

– Venga ya.

– En serio. El tipo debe de ser una especie de maestro zen. Ha dicho que no podía hacer mucho hasta que el FBI le devolviera su propiedad. Su barco aún está en el agua.

– ¿Dónde estás?

– En la consulta. Han pasado por aquí después de estar en el loft.

– ¿Se han llevado los ordenadores?

– Los ordenadores y todos los disquetes. Han revisado los expedientes, pero no parece que hayan encontrado nada interesante. Querían el BlackBerry de Kim, pero los ha mandado a la mierda, básicamente. Le han echado un vistazo y se han ido.

– No les culpo -dijo Clevenger. Sonrió, a pesar de todo, lo cual provocó que una punzada de dolor le recorriera la cabeza, de la base del cráneo a la frente. Cerró los ojos.

– ¿Estás ahí?

– Aquí estoy.

– ¿Puedes conducir, o quieres que vaya a buscarte?

– Puedo conducir. Voy a ver a Coady. Él tenía que saber que iba a pasar esto. Luego iré a ver a Kyle Snow a la cárcel de Suffolk.

– Me pondré a trabajar en el asunto del consejo de administración y todo eso.

– Nos vemos en la consulta. ¿A la una está bien?

– Te veo allí.

* * *

El sargento de la recepción de la policía de Boston acompañó a Clevenger al despacho de Coady y luego desapareció mientras éste se levantaba de detrás de una mesa metálica gris en la que se amontonaban los expedientes.

Clevenger se acercó a la mesa. Tenía la cabeza a punto de estallar. Le dolían los ojos cuando los movía.

– ¿Sabías que iba a pasar esto? -Se agarró al borde de la mesa para mantener el equilibrio.

– ¿Que si lo sabía?

– ¿Me pediste ayuda para mantenerme a raya? ¿Te preocupaba que Theresa Snow me contratara para investigar de verdad el caso?

Coady no respondió.

– ¿Alguien te pagó? -le presionó Clevenger-. ¿Coroway?

Coady se levantó.

– Pasas demasiado tiempo con tarados.

– ¿Cuándo metiste en esto al FBI?

A Coady se le enrojeció el cuello.

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