Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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– Claro -dijo Heller-. El dos o tres por ciento de las personas que hay aquí presentarían impulsos de actividad eléctrica si les hiciéramos un electroencefalograma. Clevenger sonrió.

– ¿Aquí? Yo diría que el cinco o el diez por ciento.

– Por eso espero que vayas superando el sentimiento de culpabilidad que tienes por Grace Baxter. Olvídate de la diabetes, la hipertensión y la epilepsia. Es totalmente imposible que alguien prediga con exactitud si una persona padece depresión mortal. Ni siquiera hay un microscopio para ello. Ni un electroencefalograma. Nada de nada.

Jack se acercó a la mesa con otro whisky y lo dejó delante de Heller. Le dio un golpecito en el hombro al marcharse de la mesa.

Heller no le respondió con ningún gesto.

– Déjame hacerte una pregunta -dijo Clevenger-. ¿Qué me dices de Snow? ¿De su electroencefalograma?

– ¿Qué pasa con él? Le hicimos de todo. Electroencefalogramas, resonancias magnéticas, tomografías por emisión de positrones.

– ¿Los resultados eran clarísimos, o requirieron alguna interpretación?

– Eran muy claros -dijo Heller. Levantó el vaso y bebió un trago.

– Entonces, presentaba un caso clásico de epilepsia -le guió Clevenger.

– Si es que existen casos clásicos -dijo Heller-. Tenía crisis generalizadas tónico-clónicas, pérdida de conciencia, se mordía la lengua durante los ataques, que iban acompañados de una actividad eléctrica anormal en múltiples partes del cerebro, incluidos el lóbulo temporal y el hipocampo.

Clevenger bebió un trago de coca-cola light y se aclaró la garganta.

– Y la patología, la actividad eléctrica anormal, satisfizo al Comité de Ética. Sólo les preocupaban los efectos secundarios de la operación.

– Mira, cuando tratas con el comité de un hospital, sabes tan bien como yo que te formulan todas las preguntas habidas y por haber, reales o imaginarias. En pocas palabras: era la vida de Snow. Odiaba los ataques. Quería deshacerse de ellos.

Aquello dejaba sin responder la pregunta de si uno o más miembros del Comité habían tenido dudas respecto a si la epilepsia de Snow era real o no. Clevenger decidió insistir.

– ¿Qué mostró el electroencefalograma? Tú lo has llamado «actividad eléctrica anormal». Pero, como bien has dicho, todas las enfermedades son un espectro. ¿En qué lugar del espectro estaba el caso de Snow? Si no hubiera presentado espasmos musculares tónico-clónicos tan espectaculares ni se hubiera mordido la lengua y todo eso, ¿habrías diagnosticado epilepsia basándote sólo en el electroencefalograma?

– Pero los tenía -dijo Heller. Hizo una pausa-. ¿Qué me estás preguntando realmente?

– Si yo supiera que en realidad lo de Snow eran pseudoataques, tendría que haberme preguntado por su estabilidad psicológica general -dijo Clevenger.

– Sí -dijo Heller. Sonrió, pero de un modo forzado-. Pero eso no es lo que has insinuado. Lo que quieres saber en realidad es si le habría realizado una operación neurológica experimental a John Snow simplemente para liberarle de sus relaciones, de su pasado, con o sin epilepsia. Para darle una vida nueva. ¿Me equivoco?

Clevenger no tenía en mente esa pregunta en concreto, pero estaba claro que Heller sí.

– ¿Lo habrías hecho?

– Quizá.

– ¿Aunque los ataques, o pseudoataques, fueran consecuencia del estrés?

– No seas tan concreto, Frank. Eres psiquiatra. No sé si importa que la patología exacta estuviera en su cerebro o en su psique. Iba a extirparle buena parte de los dos. Circuitos defectuosos y relaciones muy estresantes. Supongo que se habría liberado de los síntomas de cualquier forma.

– Entonces, ¿qué pasa con un paciente que no tenga ataques? -preguntó Clevenger-. ¿Qué pasa si alguien sintiera que está al final de su vida y necesitara una salida, poner el contador a cero?

– No lo sé. Una parte de mí piensa: «¿Quién soy yo para negárselo?».

Aquella respuesta cogió a Clevenger por sorpresa. Había etiquetado a Heller de purista, alguien a quien le ofendería la idea de utilizar un bisturí para algo que no fuera extirpar un tejido enfermo.

– ¿Eso no sería jugar a ser Dios? -preguntó Clevenger.

– Mejor que jugar a ser el diablo -dijo Heller. Sonrió y se acabó el segundo whisky-. Hoy ha sido increíble. De verdad. Esa mujer ha recuperado la vista. Pero John podría haber recuperado su vida. Ella era ciega. Él estaba muerto. -Se inclinó hacia delante-. Alguien le arrebató esa oportunidad, y a mí también. Lo que hizo esa persona es tan terrible como lo que hicieron John Wilkes Booth o Sirhan Sirhan. Quizá peor. Esa persona nos arrebató a todos la oportunidad de renacer, de resucitar. En cierto modo, esa persona mató al propio Jesucristo.

Quizá Jet Heller sí era un maníaco de verdad, pensó Clevenger.

– Supongo que buscarás a otro John Snow, entonces.

Heller negó con la cabeza.

– Él era uno entre un millón. Un explorador. Un Colón. Un John Glenn. No creo que haya otro hombre con su estabilidad psicológica y su inteligencia dispuesto a arriesgar la vista y el habla para empezar de cero. Y sí que presentaba una patología cerebral suficiente como para satisfacer al Comité de Ética. Apenas suficiente, pero suficiente. Para mí, era una ocasión única. Era mi oportunidad de hacer historia.

Clevenger volvió a sorprenderse por cómo Heller se tomaba la muerte de Snow como un ataque personal a su legado, por no mencionar a su Dios.

– Lo siento -fue lo único que se le ocurrió decir.

Esta vez, fue el propio Heller quien hizo un gesto a Jack para que le pusiera otro whisky. Volvió a mirar a Clevenger.

– He respondido a tus preguntas. ¿Qué tal si ahora respondes tú a las mías?

– Lo intentaré.

– Billy me ha dicho que has ido a Washington.

– Sí.

– ¿Te importa que te pregunte si el viaje estaba relacionado con el caso Snow?

– Estaba siguiendo una pista -dijo Clevenger.

Heller asintió.

– He hablado con Theresa Snow. Me ha contado sus sospechas.

– ¿Qué te ha dicho?

– Que cree que Collin Coroway mató a su marido, por el Vortek y la salida a bolsa de la empresa.

La viuda de Snow insistía mucho en su versión de la muerte de su marido.

– Bien… -dijo Clevenger.

Jack le llevó a Heller su tercer whisky y a Clevenger su segunda coca-cola light. Luego volvió a la barra, sin decir nada.

– He atado cabos -dijo Heller-. El Vortek y el viaje a Washington. ¿Has ido por casualidad a la oficina de patentes para comprobar si hay algún registro reciente a nombre de Coroway?

– No. Pero ¿por qué quieres saberlo, si no te importa que te lo pregunte? -le preguntó Clevenger.

– Cuando me dijiste que seguramente Snow no se había suicidado, empecé a pensar que podía tratarse de un crimen pasional. Grace Baxter, amante destrozada, mata a mi paciente y luego se suicida. Nadie abandona a nadie. Pero tú eres mejor en esto que yo. Y parece que estás investigando más allá de este panorama.

– No lo he descartado.

– ¿Te dice tu instinto que Collin Coroway mató a Snow?

– Mi instinto y mi experiencia me dicen que tenga en cuenta todas las posibilidades.

Heller se bebió la mitad del whisky.

– ¿Cuáles son las otras posibilidades?

– Eso es confidencial -dijo Clevenger.

– Por cortesía profesional, de médico a médico.

– Ayúdame a comprender por qué es tan importante para ti estar dentro de la investigación.

Heller pasó el dedo por el borde de su vaso.

– Ya lo comprendes. -Miró a Clevenger fijamente-. Hiciste sólo una hora de terapia con Grace Baxter, ¿verdad? Y estás esforzándote al máximo por averiguar quién la mató. Sé que no sólo es porque quieres aliviar tu conciencia. Es porque sientes que se lo debes, incluso después de tan sólo una hora. Porque era tu paciente. Es una conexión mística, inmensa. Trata de explicárselo a alguien que no sea médico, o a uno que no sea bueno de verdad, y no llegarás a ningún lado. ¿Tengo razón?

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