Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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– Sea cual sea tu don, debes respetarlo -le dijo Clevenger a Billy pero oyó cómo sus palabras quedaban ahogadas por el eco persistente de Heller.

– Exacto -dijo Heller.

– He ayudado a cerrar -le dijo Billy a Clevenger. -Fantástico -dijo Clevenger

– Alguien que sienta pasión por la cirugía no puede quedarse sólo mirando -dijo Heller-. Billy ha sujetado los retractores durante cuatro horas seguidas. No ha dicho ni pío. Se ha ganado el derecho a poner el último par de grapas.

– No sé por qué, pero creo que no será la última vez que quiera entrar en un quirófano -dijo Clevenger.

– No hay problema -dijo Heller-. Se ha portado como un campeón. Capaz. Respetuoso. Le ha caído bien a todos.

– Voy a empezar con esto -dijo Billy, levantando el libro. Miró a Heller-. Gracias.

– A ti.

Clevenger observó cómo se estrechaban la mano.

– Buenas noches -le dijo Billy a Clevenger, y luego se fue hacia su cuarto.

– Buenas noches, colega -le dijo-. Te quiero. -Se había acostumbrado a que Billy rara vez lo abrazara o le dijera que lo quería; el chico procedía de una familia donde lo único que obtenías por ser vulnerable era más dolor. Pero se sintió especialmente lejos de Billy con Heller ahí-. ¿Qué hay de esa copa? -le preguntó a Heller. Le apetecía mucho.

– ¿Adónde vamos?

– ¿Al Alpine? Es cutre, pero está al final de la calle.

– No es que vaya de gala precisamente -dijo Heller.

Fueron caminando al Alpine, un cuchitril en el que la barra ocupaba casi la mitad del local. Cuando beber había sido prácticamente lo único que Clevenger quería hacer, la prominencia de aquella barra le parecía adecuada, incluso relajante. Nadie iba al Alpine por el café o la decoración: paneles oscuros de madera, alfombras de interior o exterior, un techo suspendido; sino porque estaba a un tiro de piedra de los bloques de tres pisos a los que llamaban hogar y porque la cerveza costaba un dólar y el gin-tonic, dos.

Heller pidió un whisky, sin hielo.

– ¿Y tú, doctor? -le preguntó a Clevenger el barman, de cuarenta y pocos años, metro noventa de estatura y todo músculo.

Clevenger dudó. Sería tan fácil decirle que pusiera dos… tan fácil como saltar de un rascacielos. Pidió una coca-cola light .

– Te hemos echado de menos -dijo el barman.

– Yo también. Jack -dijo Clevenger.

– Pero parece que las cosas te van bien. Te han dado un caso importante. Ese profesor que se suicidó, o lo que fuera.

– Sí-dijo Clevenger.

– Dame la primicia. ¿Se suicidó o qué?

– Aún estamos investigando.

Jack le guiñó un ojo.

– No sueltas prenda. No te culpo. -Miró a Heller-. ¿Quién es éste del pijama?

– Es cirujano -dijo Clevenger-. Acaba de salir de quirófano.

– Dos médicos en este antro -dijo Jack. Sirvió las bebidas-. Yo invito.

– Gracias -dijo Heller.

– Tenlo en cuenta, por si tienen que operarme de una hernia o de apendicitis.

– Es neurocirujano -dijo Clevenger.

– Neuro… -dijo Jack-. Del cerebro. -Miró a Heller entrecerrando los ojos-. Espera… espera… espera un segundo. Eras su cirujano. El del profesor muerto.

Heller se puso tenso.

– Eso es.

– Jet Heller.

– Sí.

– Debe de haber sido duro. Toda esa publicidad preoperatoria sobre que al tipo iban a hacerle una lobotomía, y luego va y el cerebro le salta por los aires.

– Ha sido muy difícil -dijo Heller.

– Habría sido bonito colgarse esa medalla. Siento que la cosa no saliera bien -dijo Jack.

– No me preocupaba colgarme una medalla -contestó Heller.

Jack metió la mano debajo de la barra para sacar una botella de Johnnie Walker etiqueta roja.

– Sí, claro. Apuesto a que odias los titulares.

Los músculos de la mandíbula de Heller se tensaron.

Jack comenzó a servir la copa de Heller.

– Estás hablando con Jack Scardillo. Llevo once años tras esta barra. -Le acercó la bebida-. ¿Dejamos el tema?

– Mejor -dijo Heller, clavándole la mirada.

Jack llevaba tras la barra el tiempo suficiente como para saber con certeza una cosa: cuándo un cliente estaba dispuesto a saltar la barra. Esbozó una sonrisa que reveló un par de dientes inexistentes.

– He estado un poco cabrón. -Extendió la mano.

Jet Heller se la estrechó, pero su mirada seguía siendo glacial.

– No pasa nada -dijo.

– Vamos a sentarnos -le dijo Clevenger a Heller-. Todos hemos tenido un día largo.

Clevenger y Heller se sentaron a una mesa situada junto a la ventana frontal, debajo de un letrero luminoso de Budweiser.

– Siento lo que ha dicho -le dijo Clevenger.

– No he puesto suficiente distancia con la pérdida de John para bromear sobre ello -dijo Heller. Señaló con la cabeza la coca-cola light de Clevenger-. ¿No bebes?

Clevenger podía oler el whisky de Jet Heller, casi saborearlo.

– Hoy no.

– Bien hecho. ¿Te importa que yo beba? -En absoluto.

Heller bebió un trago largo de whisky. Clevenger se bebió la mitad de la coca-cola light.

– Has ganado tu batalla en el quirófano.

– Me siento genial -dijo Heller-. Porque recuerdo todas y cada una de las veces que he perdido. Me alegro de que la primera experiencia de Billy no haya sido una de ésas. -Bebió otro trago de whisky-. Y tú, ¿qué tal? ¿Superando la desagradable muerte de Grace Baxter?

– Aún estoy intentando entenderla -dijo Clevenger.

Heller se quedó mirando el contenido del vaso.

– En medicina hay pocas cosas que sean exactas -dijo.

A Clevenger le gustaba la dirección que estaba tomando Heller. Parecía que podrían volver al caso Snow.

– En psiquiatría, te refieres -dijo.

Heller levantó la vista.

– En todas las especialidades. La patología, por ejemplo. Es un campo en el que se diría que las respuestas están clarísimas. Tomas muestras de tejidos, las colocas en un portaobjetos y las miras en el microscopio. Imaginas que podrás decir «sí, no hay duda, es cáncer», o «no, no hay ninguna duda, no lo es». Pero no es así. Patólogos muy competentes pueden ofrecer lecturas distintas sobre un mismo espécimen. Tuve que mandar unas muestras de tejido a cuatro laboratorios distintos antes de tener la seguridad de que estaba ante un caso de cáncer, y no era un caso raro, sino un tumor benigno. E incluso entonces, acabé decantándome por la opinión de una persona y no por la de otra. El Mass General contra el Hopkins. El Hopkins contra el Instituto Nacional de Sanidad. Porque en realidad las enfermedades son espectros.

– Algunas -le dijo Clevenger para provocar.

– Todas. Fíjate en la diabetes. Hay casos claros, pero los hay que son dudosos, y los hay que son subclínicos. Quizá el paciente la padezca, quizá no. Le haces una glucemia, y te da una lectura equívoca, así que tienes que hacerle una en ayunas y luego ver los niveles de hemoglobina glicosilada. Quizá valga la pena tratarla, quizá no. Pasa lo mismo con la hipertensión. Hay un montón de casos claros, pero no tienen nada que ver con el arte real de la medicina. Éste entra en juego cuando la tensión de alguien habitualmente es normal, pero sube un poco con un café o con demasiado estrés; ahí es donde hay que valorar si existe o no enfermedad. -Se acabó el whisky.

– Con la epilepsia pasaría lo mismo -dijo Clevenger, notando, por una milésima de segundo, una sensación maravillosamente cálida en la garganta. Miró a Jack y señaló el vaso vacío de Heller.

Éste asintió, pero no dijo nada.

– A lo que me refiero es que habrá gente que presente una actividad cerebral anormal, pero que no llegue al nivel de la epilepsia propiamente dicha -dijo Clevenger.

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