Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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– Supongo que es posible -dijo.

– Sólo intento pensar como lo haría su equipo de abogados defensores de cinco millones de dólares -dijo Coady-. Pero lo arreglaré para que venga a comisaría y podamos interrogarle.

– Tengo muchas ganas de hablar con él de nuevo.

– Pero tenemos que ser muy cautos con esto del Beacon Street Bank.

– ¿Cautos?

– Es un banco importante. Un empleador importante. Las acciones se vendrán abajo cuando el Globe publique que Baxter es el centro de la investigación, lo que no tardará nada en producirse, dado el número de periodistas que están cubriendo la historia. Tendré noticias del alcalde Treadwell, si no del gobernador. Querrán asegurarse de que no la cago.

– Nadie podrá decir que te has precipitado. Hay preguntas importantes que debe responder. ¿Qué hizo con la nota? ¿Qué pensaba sobre que su mujer se acostara con John Snow? ¿Dónde estaba ayer, digamos, a las cuatro y media de la mañana?

– Ya te he dicho que lo arreglaré.

– Está bien -dijo Clevenger.

– Ya tienes a Kyle Snow listo. Te espera en la cárcel del condado, cuando quieras.

– ¿Está en la cárcel?

– No le ha gustado la idea de pasarse por la comisaría para que le interrogáramos, así que le he retirado la libertad bajo fianza por dar positivo en el análisis.

Lindsey no había mencionado que su hermano estuviera detenido.

– ¿Cuándo lo has encerrado?

– Hará una hora. Quizá puedas lograr que hable ahora que está encerrado.

– Lo intentaré. Me pasaré mañana por la mañana.

– Ya me contarás cómo te va.

– Lo haré.

* * *

Frank Clevenger se marchó a casa a esperar a Billy y a Jet Heller.

Eran las nueve y veinte. Encendió el ordenador e introdujo uno de los cinco disquetes con los archivos copiados del disco duro del portátil de John Snow. Seleccionó un directorio y vio que contenía los típicos archivos del sistema operativo de Microsoft, junto con otros archivos de programas corrientes como Word y el antivirus Norton. Pero mezclados entre éstos había veinte archivos que comenzaban con las letras VTK, numerados consecutivamente, de VTK1.LNX a VTK20.LNX. Sin duda parecían archivos relacionados con el Vortek. Abrió el primero. Contenía páginas y páginas de lo que parecía un código informático. O los archivos estaban dañados, o constituían una jerga de programación que Clevenger no podía descifrar. Introdujo el siguiente disquete, y el siguiente, y obtuvo el mismo resultado. Había un total de 157 archivos con las siglas VTK, y todos y cada uno de ellos eran indescifrables.

Clevenger descolgó el teléfono y marcó el número de su amigo Vania O'Connor en Portside Technologies, en Newburyport, al norte, cerca de la frontera con New Hampshire. O'Connor era un genio informático de treinta y cinco años con una lista de clientes de Fortune 500 que seguramente nunca visitaban su despacho en un sótano sin ventanas y con las paredes repletas de centenares de textos especializados en programación y localización y corrección de fallos.

O'Connor contestó al primer tono.

– Mmm. Mmm -canturreó, con su voz de barítono característica.

– Soy Frank. Siento llamar tan tarde.

– ¿Qué hora es?

Clevenger miró el reloj.

– Las diez y cuarto. -Se preguntó por qué Billy no había vuelto aún.

– ¿De la noche, o de la mañana?

Clevenger sonrió. No dudaba de que a veces O'Connor pudiera perder totalmente la noción del tiempo, trabajando debajo de la casa donde él, su mujer y sus tres hijos tenían una existencia sorprendentemente normal. Y al pensar aquello, que O'Connor se dedicaba a su don y a su familia a la vez, Clevenger se preguntó de nuevo por qué John Snow había sido incapaz.

– De la mañana -bromeó.

– Imposible -dijo O'Connor-. Nos toca a nosotros llevar la merienda a la guardería. Nicole llevaría horas gritándome.

Nicole era la maravillosa hija de seis años de O'Connor. -Tocas demasiadas teclas.

– Lo sé -dijo O'Connor-. Déjame adivinar. Me llamas para saber por qué al abrir el Explorer mientras utilizas una hoja de cálculo de Excel no puedes acceder a la función de previsión mensual, lo que tiene gracia, porque es exactamente en lo que estoy trabajando en este preciso momento.

– Parece interesante.

– La bomba.

– ¿Cuánto tiempo llevas con eso?

– No lo sé.

– Siento mucho interrumpirte.

– Algo me dice que lo superarás. ¿Qué pasa?

– Tengo unos disquetes con todo tipo de archivos. Son del disco duro de un portátil. Algunos parecen bastante normales, pero hay ciento cincuenta y siete que comienzan con las letras VTK y acaban con LNX.

– Ciento cincuenta y siete.

– Los he abierto todos. No sé si están infectados con algún virus o escritos en clave. Sea lo que sea, para mí no tienen ningún sentido. -Oyó la llave en la cerradura de la puerta del loft y caminó hacia allí.

– No me los mandes por correo electrónico -advirtió O'Connor-. Sabe dios con qué estarán infectados.

Lo dijo como si a Clevenger le quedara un día de vida.

– ¿Qué te parece si te los llevo? Te prometo que no te atosigaré.

– Cuando quieras.

– ¿Mañana por la mañana? -preguntó Clevenger.

– Antes de las ocho y media o después de las nueve y cuarto. Ya sabes, nos toca a nosotros…

– Llevar la merienda, sí. -La puerta se abrió. Oyó a Billy y a Heller hablando.

– Arándanos -dijo O'Connor-. Es el Montessori. Fomenta la comida sana. Yo prefiero la comida energética. Esta noche ya voy por el tercer paquete de chocolatinas picantes.

Billy entró vestido con un pijama quirúrgico y una cazadora vaquera, seguido de Heller, que llevaba un pijama quirúrgico y un abrigo tres cuartos de lana negro. Calzaba sus botas de cocodrilo negras.

– Te veo hacia las ocho -le dijo Clevenger a O'Connor.

– Largo, con leche y cuatro azucarillos.

– Hecho. -Colgó-. ¿Qué tal ha ido? -le preguntó a Billy

Billy sonrió y miró a Heller, que le devolvió la sonrisa.

– Impresionante -dijo Billy-. Completa y totalmente impresionante.

– Quédate un rato -le dijo Clevenger a Heller.

– ¿Aún te apetece tomar esa copa? -le preguntó Heller-. Creo que Billy está bastante cansado.

– Destrozado -dijo Billy. Le enseñó un libro-. Leeré un poco antes de dormir.

Clevenger leyó el título: Estructura cerebral y medular, del doctor Abraham Kader. Apenas podía creer que Billy sostuviera aquel libro en la misma mano que normalmente reservaba para el paquete de Marlboro y los CD de Eminem.

– Es un clásico -dijo.

– Kader es amigo mío -dijo Heller.

«Cómo no, por supuesto», pensó Clevenger.

– Está dedicado -dijo Billy-. «De un sanador a otro.»

– Por eso se lo he regalado a Billy -dijo Heller-. Podría ser cierto de nuevo.

– Tendrías que haber venido -dijo Billy-. Cerramos y, como treinta minutos después, se despertó en recuperación y… -Volvió a mirar a Heller, quien, asintiendo con la cabeza, le dio el visto bueno para que rematara el relato-. Veía -anunció Billy con reverencia.

– Increíble -dijo Clevenger.

– Como le he dicho a Billy -dijo Heller-, nosotros no hemos tenido nada que ver. Dios le ha dado la vista a esa mujer. -Levantó las manos-. A mí, me ha dado esto. -Las dejó caer a los lados-. Y si al final resulta que Billy llega a ser neurocirujano, será porque lo llevaba dentro desde siempre, esperando a que viera la luz.

Clevenger no podía discutir la esencia del soliloquio de Heller, pero su forma de expresarla dejaba claro que aún lo dominaba esa ola maníaca que lo había arrastrado al quirófano.

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