– ¿Ha dicho qué quería? -preguntó Clevenger.
– No. Pero ha dicho que no era urgente. No estaba llorando ni parecía afligida ni nada.
Moffett se había vuelto extremadamente cautelosa después de lo sucedido con las llamadas de Grace Baxter, lo cual hacía que Clevenger aún se sintiera peor por no haberlas devuelto.
– ¿Ha dejado algún número?
– Su móvil. 617-555-8131.
– La llamaré.
– ¿Puedo comentarte algo raro sobre ella? -preguntó Moffett.
Clevenger había aprendido a que no lo confundieran la juventud de Moffett, sus rizos rubios o su voz dulce; era de lo más espabilada.
– Dispara.
– Me hablaba como si me conociera. Y hablaba de ti como si esperaras que se pasara por aquí. Como si lo hiciera todos los días. Ha podido convertirse al instante en mi mejor amiga. Así de fácil. ¿Vive en una especie de mundo de fantasía o qué le pasa?
– No lo sé -dijo Clevenger-. Viva en el mundo en que viva, mantente alejada de ella.
– Captado.
– ¿Algo más?
– North no está, pero me ha dicho que te recordara que le llamaras cuando salieras de la reunión, que debe de ser el caso, puesto que me has llamado.
– Lo haré.
Clevenger llamó a Anderson y enseguida lo puso al día sobre la reunión con Coroway. Decidieron que Anderson se pasaría por el Mass General durante el turno de once de la noche a siete de la mañana con una fotografía de Coroway sacada de internet. Valía la pena comprobar si algún trabajador recordaba haber visto a Coroway en el vestíbulo, en la cafetería o en el aparcamiento, o cerca del callejón donde encontraron a Snow.
La siguiente llamada fue a Lindsey Snow.
– ¿Diga? -contestó.
– Soy el doctor Clevenger -dijo.
– ¿Qué tal? ¿Estás en tu consulta?
Su tono era inapropiadamente informal.
– No -dijo Clevenger-. Me han dicho que te has pasado.
– ¿Cuándo vas a estar? ¿Puedo ir a verte?
Clevenger miró la hora. Las cinco y diez. Si cogía el vuelo de las seis a Boston, podía estar en la consulta a las ocho. De todas formas, Billy no llegaría a casa de la operación hasta más tarde. Sabía que iba a hablar sin la autorización de Theresa Snow con su hija de dieciocho años, pero no era algo prohibido en la investigación de un homicidio. Y seguramente podría arreglarlo para que Moffett se quedara hasta tarde, para que hubiera por ahí una tercera persona.
– Claro -dijo-. ¿Por qué no te pasas hacia las ocho?
– No estoy bien -dijo Lindsey; de repente, su voz sonó casi desesperada-. Me siento vacía.
– Has perdido a tu padre.
– Lo he perdido todo.
Parecía como si ya no pudiera aguantar más.
– Lindsey, si necesitas hablar con alguien ya -le dijo-, no debe darte vergüenza ir a urgencias. Me reuniré contigo en el Hospital de Cambridge.
– No puedo hablar con la mayoría de gente.
– ¿Me prometes que estarás bien estas dos horas?
– Estaré bien -dijo en voz muy baja.
Clevenger se sintió atrapado en una repetición de la terapia con Grace Baxter, pidiéndole otro «contrato no suicida», como si eso lo garantizara todo. Pero también sabía que Lindsey no había dicho nada que justificara que la policía la llevara a un hospital contra su voluntad.
– ¿Estás segura? -le preguntó.
– Estás preocupado por mí -dijo ella, hablando ahora entre lágrimas-. Qué majo. -Se aclaró la garganta-. No lo estés. Yo mato a los demás, ¿recuerdas?
– Lindsey… ¿Dónde estás?
– Te veo a las ocho. -Y colgó.
Clevenger volvió a llamarla, pero saltó el buzón de voz.
Lo intentó de nuevo, con el mismo resultado. Pensó en llamar al Hospital de Cambridge, para que mandaran a un psicólogo de crisis a casa de los Snow en Brattle Street. Pero no tenía derecho a hacerlo y sabía que la mayor parte de su ansiedad ni siquiera se debía a lo que pudiera pasarle a Lindsey, sino a lo que ya le había sucedido a Grace Baxter.
Cerró los ojos y recostó la cabeza en el asiento, pero lo único que consiguió fue que las palabras de Collin Coroway volvieran a su mente: «Dijo que se cortaría el cuello». Abrió los ojos y miró por la ventanilla del taxi a los árboles desnudos que pasaban a toda velocidad. El sol estaba poniéndose, y el cielo le pareció más oscuro que hacía unos minutos.
* * *
Quiso dormir en el avión, pero no pudo. Cogió el diario de John Snow y lo ojeó. La mayoría de las entradas apretujadas entre los dibujos y cálculos de Snow eran refritos de su pregunta principal: si tenía derecho o no a salir de su propia vida. Pero a mitad del diario había un pasaje garabateado con letra especialmente pequeña, escrito en diagonal en la mitad inferior de una página. Y comenzaba con la palabra «amor».
El amor es el mayor obstáculo para renacer. En el amor, uno reivindica su derecho a otro ser humano, incorporando a esa persona a la imagen que tiene de sí mismo o de sí misma. A los amantes no sólo les resulta difícil imaginar que uno exista sin el otro, sino que se convierten en una tercera entidad: la pareja. Por eso el amor es tan liberador cuando surge.
Sin embargo, ¿no se produce también en cada apareamiento una muerte lenta del individuo, una desaparición del hombre y de la mujer el uno en el otro? ¿A eso se refiere la gente cuando habla de querer a alguien a muerte?
Te quiero a muerte.
¿Se merece más sobrevivir la pareja que los dos individuos?
La tecnología nos ofrece una solución. Cuando el amor se acaba, un bisturí adecuadamente guiado puede reconstituir por completo al individuo, liberándolo limpiamente de los tentáculos del otro arraigado profundamente en su alma.
El peculiar espíritu humano puede ser liberado del peso aplastante de la emoción y la experiencia compartidas bajo las que está enterrado.
El individuo puede renacer sin sentir culpa ni tristeza, ya que no existe el recuerdo de aquellos a quienes ha dejado atrás, sólo tiene frente a él el horizonte más prometedor, el potencial infinito de una historia completamente nueva.
Clevenger dejó de leer. El miedo de Snow a ser absorbido estaba en todo lo que escribía, su preocupación porque los «tentáculos» de su amante penetraran en su interior y no lo soltaran nunca, porque el amor romántico fuera una especie de cáncer embriagador que consumía las almas que unía. ¿Era eso lo que sintió al enamorarse de Grace Baxter? ¿Había decidido al final poner fin a su relación y seguir adelante con la operación por el terror que le producía dejar de existir si se enamoraba de ella completamente? ¿Y cómo habría reaccionado si hubiera sabido que una parte de él crecía ya en el vientre de ella?
Respiró hondo y meneó la cabeza. Le embargó una profunda sensación de tristeza. Se preguntó por qué. Al principio pensó que comenzaba a compadecer a Snow de verdad, a identificarse con él, un hombre convencido de que un abrazo era siempre el preludio de la asfixia. Un hombre que se había casado para que lo dejaran en paz. Pero entonces la imagen de Whitney McCormick volvió a su mente. Sólo permaneció con él una milésima de segundo, pero bastó para darse cuenta de que no sentía pena sólo por Snow. Sentía pena por sí mismo. Porque vivir ese infierno de niño no había hecho que las cosas le fueran mucho mejor. Al final, él también estaba solo. Podía preocuparse por sus pacientes. Podía querer a su hijo. Pero no estaba seguro de si iba a permitir que algún día alguien lo amara a él.
* * *
Debido al retraso que sufrió el avión de Boston, Clevenger llegó al Instituto Forense diez minutos antes que Lindsey Snow; pasó justo por delante de tres reporteros obcecados que debían de llevar horas merodeando por fuera de la verja de alambrada.
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