Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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– ¿Y usted qué cree?

– ¿Sinceramente? Creo que habría sido más fácil deshacerse de Grace Baxter. Le distraía.

– John se lo contó.

– No había secretos entre nosotros.

Parecía que Snow no había mantenido en secreto su relación con Grace Baxter en absoluto. Heller lo sabía. Coroway lo sabía. Había colgado un retrato suyo en su casa.

– También estoy investigando su muerte -dijo Clevenger.

– Lo sé.

Ninguna sorpresa. Coroway parecía saberlo todo sobre la investigación.

– ¿Alguna idea?

– Creo que no podía vivir sin él.

– Cree que se suicidó.

– A menos que encuentren pruebas sólidas y fehacientes de lo contrario. Había amenazado con suicidarse.

– ¿Cuándo?

– La primera vez que John le dijo que habían terminado, hará cosa de un mes. Dijo que se cortaría el cuello.

A Clevenger se le cayó el alma a los pies.

– Y tan sólo fue la última y más sublime forma de desconcertarle -dijo Coroway.

«Dijo que se cortaría el cuello.» Las palabras resonaron en la cabeza de Clevenger. Miró a Coroway, pero vio a Grace Baxter en el cuarto de baño, con el cuchillo de tapicero en la mano.

– ¿Se encuentra bien, doctor?

Clevenger se obligó a concentrarse.

– ¿De qué otros modos le desconcertaba?

– La tenía metida en la cabeza. Es la única forma que se me ocurre para describirlo. Estaba obsesionado con ella, como un crío de quince años. -Se calmó-. Era algo totalmente nuevo para John. Tiene que entenderlo, Theresa y él vivían juntos. Tuvieron hijos juntos. Pero nunca estuvieron juntos, juntos. John amaba su cerebro. Y ella también. Era un ménage ä trois. En cuanto se enamoró de otra persona, todo se volvió confuso. De repente, se sintió un hombre en lugar de una máquina.

Algo que también podía amenazar el futuro de Snow-Coroway. Los beneficios de la empresa dependían del cerebro de Snow.

– ¿Se alegró por él? -preguntó Clevenger.

– Durante un tiempo, sí, claro. Era fantástico verlo. Todo cambió. Estaba de mejor humor. Rebosaba energía como nunca. Hasta se compraba ropa decente, por el amor de dios. Le fascinaban cosas por las que antes no había mostrado ningún interés en absoluto: el arte, la música, incluso su hijo. Despertó a la vida.

Theresa Snow no había mencionado el interés renovado de su marido por Kyle.

– Pero su trabajo…

– Su trabajo se fue al garete.

El análisis que Coroway hacía sobre Snow tenía sentido, dado lo que Clevenger conocía de él. Pero su opinión de que el Vortek no iba por buen camino no era fácil de confirmar. Por lo que sabía Clevenger, Coroway podía haber patentado el invento hacía una hora. Y no había olvidado que se había empotrado contra una furgoneta al alejarse a toda velocidad del Mass General, mientras John Snow se desangraba.

– ¿Vio a John en las últimas veinticuatro horas? -le preguntó.

Coroway volvió a inclinarse hacia delante.

– No se haga el delicado conmigo. Si no hubiera encontrado el parte del accidente a estas alturas, yo estaría tan preocupado por usted y North Anderson como lo estoy por el detective Coady.

Coroway podía ser culpable de asesinato o no, pero nadie podía acusarle de no ser directo o estar mal informado.

– De acuerdo. ¿Lo vio ayer por la mañana en el Mass General?

– No lo encontré. Le llamé al móvil. No me contestó.

– ¿Por qué lo estaba buscando?

– Quería intentar por última vez que reconsiderara operarse -dijo Coroway-. Fue un impulso de última hora. Por eso fui en mi coche al aeropuerto, en primer lugar. Había dispuesto que una limusina me recogiera a las seis menos cuarto en mi casa en Concord. Luego tuve la sensación… -Meneó la cabeza con incredulidad.

– ¿De qué? -preguntó Clevenger.

– Le pareceré un refugiado de una línea telefónica de parapsicología.

– Quedará entre nosotros.

– Tuve la sensación de que necesitaba protegerle. -Hizo una pausa-. Lo único que pude sacar en claro, de esa sensación, fue que necesitaba protegerle de él mismo, que si iba a verlo, y le decía de una vez por todas que se estaba comportando como un estúpido, entonces… -Se contuvo-. Necesitaba que le protegiera de alguien.

– ¿No cree que se suicidara?

– He oído que Coady iba a presentar esa idea -dijo Coroway-. Espero que la haya desechado. Si no, es momento de que se vaya.

Con aquello se evidenciaba la influencia que Coroway creía tener sobre la policía de Boston.

– ¿No es posible ni remotamente que se suicidara? -le preguntó Clevenger-. El arma era suya. Muy poca gente tenía acceso a ella.

– John no era de los que abandonan -dijo con rotundidad.

– La gente se pone enferma -dijo Clevenger.

– Iba a deshacerse de lo que le afligía. Al menos de lo que él creía que le afligía. Iban a abrirle el cerebro para extirparle las placas de circuito defectuosas. Iba a demostrarme a mí y a todo el mundo que el Vortek no era un producto de su imaginación, que podía hacerlo realidad.

Lo que Snow había estado a punto de demostrar en realidad era que podía abandonar a todo el mundo, Coroway incluido.

– Ustedes dos habían arreglado todo legalmente para cubrir la posibilidad de que John no fuera capaz de seguir en la empresa.

– Iban a operarle el cerebro. Podía pasar cualquier cosa.

Era momento de ser un poco más concreto.

– ¿Dónde exactamente intentó encontrarlo en el Mass General? -preguntó Clevenger.

– Bien. Vamos a dejarnos de minucias -dijo Coroway, con su indiferencia característica-. Primero, en el vestíbulo. Luego, en la cafetería. La cajera me vio; una mujer asiática, de unos cuarenta años, complexión delgada y con gafas.

Parecía que el entrenamiento que Coroway había recibido en la marina se ponía en funcionamiento.

– Llamé a la consulta de Heller -prosiguió-. No me lo cogieron. Imaginé que John había entrado antes en quirófano. Así que me dirigí al aparcamiento, donde pagué seis dólares en la cabina de salida. Un chico joven. Veinte, veintidós años, gafas gruesas. Pelo moreno rizado.

– Un viaje rápido.

– Tenía que coger un avión.

– A las seis y media -dijo Clevenger. El parte del accidente situaba a Coroway marchándose del Mass General pocos minutos antes de las cinco de la mañana. El aeropuerto de Logan estaba a unos quince minutos.

– Me había dejado algo que necesitaba en el despacho.

¿O tenía que limpiarse?

– Así que fue a Snow-Coroway.

– Después de chocar contra una furgoneta. Los agentes de seguridad de la empresa confirmarán que llegué sobre las cinco y veinte. No llegué a Logan hasta minutos antes de las seis.

– ¿Oyó algún disparo cuando estuvo en el hospital?

– No. Pero oí sirenas. En aquel momento, no sabía a qué venía tanto alboroto. -Calló, cerró los ojos y se los frotó con el pulgar y el índice.

Clevenger dejó que pasaran unos segundos.

– ¿Por qué no quería que se operara? -preguntó.

– No quería un socio ciego y mudo.

– Creía que los riesgos eran demasiado altos.

Coroway lo miró.

– ¿Para que los beneficios reales fueran nulos? Así es. El Vortek estaba acabado. Lo anoté en los libros como una pérdida total. Por eso he venido aquí en primer lugar, para devolver el dinero a InterState. No pensé ni por un segundo que la operación consiguiera lo que John creía.

– ¿Se lo dijo tan directamente?

– Cientos de veces. -Miró a Clevenger a los ojos-. Pero no se lo dije todo. No le dije lo que creía en realidad de sus ataques. Me prometí que lo haría, en el hospital ayer por la mañana.

– ¿Qué iba a decirle?

– Que no creía que fueran reales.

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