– Pongamos que el bebé era de Snow -dijo, había enfado en su voz.
– Entonces me pongo a pensar que quizá pudo hacer lo que quizá hizo. Es decir, puedo imaginar que se tomara la vitamina una hora antes de suicidarse. Es su rutina. Intenta que las cosas vuelvan a la normalidad, superar lo que ha perdido en ese callejón, o lo que ha hecho en ese callejón. Luego, incluso completamente borracha, empieza a darse cuenta. Lleva dentro al hijo de Snow. Ha matado al padre de su bebé. Está viviendo una pesadilla. Y no va a acabar nunca. Baja la mirada, no puede creer que se haya cortado las venas. ¿Cómo puede ser madre? Su cólera, su dolor y su sentimiento de culpabilidad se fusionan…
– Y sólo quiere que acabe.
– No ver más sangre. Quiere que termine.
– El cuchillo de tapicero -dijo Clevenger. El taxi paró delante del Hyatt.
El portero le abrió la puerta.
– Bienvenido, señor. ¿Lleva equipaje?
Clevenger le hizo que no con la mano. Pagó al taxista, se bajó y cerró la puerta. No notó el aire frío en la cara.
– Lo único que digo es que puede que valga la pena considerar esa teoría -dijo Coady-. No sé si encaja desde el punto de vista psicológico.
Eso era una pregunta.
– Podría encajar -dijo Clevenger-. Creo que sí.
– No estamos asegurando ni descartando nada -dijo Coady visiblemente envalentonado-. Aún pensamos interrogar a George Reese, y a cualquier otro sospechoso.
– Bien.
– ¿Tienes lo que necesitabas de los Snow?
– No he podido hablar con el hijo, Kyle -logró decir Clevenger-. No estaba en casa. Al menos eso es lo que me ha dicho Theresa Snow. Creo que es posible que intente mantenerlo alejado de mí.
– ¿Por qué?
– No lo sé.
– Puedo sacarlo de la calle ahora mismo -dijo Coady.
– ¿Cómo?
– El análisis de orina para la condicional de hoy ha dado positivo. Por opiáceos. Es una infracción. ¿Quieres pasarte luego a interrogarle?
– Acabo de llegar a Washington -dijo Clevenger.
– ¿A Washington? ¿Qué hay ahí?
– Collin Coroway llegó ayer.
– ¿Quién lo ha investigado?
– ¿Qué importa eso?
– ¿Tenías pensado informarme?
– Como te he dicho, acabo de llegar. He tomado la decisión en el último momento. -Sabía que eso no respondía a la pregunta de Coady-. Tendría que habértelo dicho.
– Es mi caso.
– Es tu caso.
Coady guardó silencio durante unos segundos.
– ¿No querrás dejarlo? -dijo. Un par de segundos más-. Te necesito en esto más que nunca. Puede que tenga una teoría sobre lo que pasó, pero aún estoy a años luz de poder probarla. Y podría estar muy equivocado. Lo sé.
– Yo no dejo ningún caso -dijo Clevenger, consciente del esfuerzo que hacía para sonar convincente.
– Convocaré a Kyle Snow mañana a primera hora. ¿Qué tal a las nueve?
– Ahí estaré.
– Plasta mañana.
Clevenger colgó y entró en el vestíbulo del Hyatt. Intentó concentrarse en encontrar a Collin Coroway, pero su mente no dejaba de reproducir lo que acababa de escuchar. El escenario que Coady acababa de pintar no era en absoluto descabellado. Si Grace Baxter estaba embarazada de John Snow, su odio hacia él por abandonarla a ella y al niño ofrecía un móvil creíble para cometer un asesinato. Y la desesperación que habría sentido tras su muerte pudo conducirla a una implosión psicológica total.
Recordó haberle dicho a Coady por qué no encajaba con un suicidio que Baxter se hubiera cortado el cuello. Eran los hombres los que escogían los métodos más violentos, excepto en los casos en que una persona, hombre o mujer, tenía alucinaciones. Le había puesto un ejemplo: una mujer que creía que la sangre del diablo corría por sus venas. Pero ¿y si aquello que Grace odiaba y de lo que tenía que deshacerse no era un demonio, sino la nueva vida que crecía en su interior? ¿Y si la muerte de Snow hizo que viera al bebé como un intruso, que la sangre de éste era la de aquél, mezclándose con la suya, envenenándola? Habría querido morir desangrada.
Todavía estaba recuperándose de ese pensamiento cuando llegó al mostrador de recepción.
– ¿En qué puedo ayudarlo? -le preguntó un hombre indio de aspecto amable y unos treinta años.
– ¿Le importaría llamar a la habitación de Collin Coroway y decirle que estoy aquí?
El hombre consultó en el ordenador.
– ¿Quién le digo que pregunta por él?
– El doctor Clevenger. Frank Clevenger.
– Un momento. -Descolgó el teléfono, llamó a la habitación, escuchó. Transcurrieron diez segundos, quince. Negó con la cabeza.
– Parece que no está.
Clevenger imaginó que saldría ganando si le sonsacaba información a un empleado para realizar el máximo trabajo de campo posible. Levantaría menos alarma que pasearse por el hotel.
– ¿Le importaría preguntarle al conserje si el señor Coroway ha contratado un servicio de coches con chófer? Quizá aún pueda alcanzarle.
– Lo comprobaré. -Llamó al conserje y preguntó si sabía si Coroway había salido del hotel. Obtuvo la respuesta y colgó-. Ha tenido suerte. Cogió un coche en dirección al 1.300 de Pennsylvania Avenue. Al edificio Reagan. ¿Quiere que le pida uno?
Qué servicio tan estupendo tenían en el Hyatt.
– Por favor -dijo Clevenger-. De la misma compañía, si no le importa.
Por primera vez, el hombre lo miró con cierto recelo.
– Para la cuenta de gastos -dijo Clevenger, guiñándole el ojo.
– Por supuesto. Ningún problema, señor.
* * *
Quince minutos después Clevenger iba camino del 1.300 de Pennsylvania Avenue en un Lincoln Town Car de Limusinas Capitol.
– ¿De dónde es? -le preguntó un hombre corpulento de unos sesenta años con voz de barítono.
– De Boston -dijo Clevenger-. ¿Y usted?
– De Los Ángeles. -Se rió-. No soportaba el clima.
Clevenger supo que el chiste era una invitación a preguntarle el verdadero motivo de su marcha. Le habría gustado no hacerle caso, centrarse por completo en Snow y Baxter. Pero nunca había opuesto ninguna resistencia a las historias de los demás.
– Hacía demasiado calor para usted -dijo.
– En cierto modo.
Otra puerta abierta.
– O sea que no fue por el clima, quiere decir.
El conductor negó con la cabeza.
– Por una mujer.
– ¿La cosa acabó mal?
– Peor.
El ritmo de la historia iba subiendo.
– ¿Y eso? -preguntó Clevenger, recostándose para escuchar.
– Tenía dos hijos cuando la conocí. Pero me sentí atraído por ella desde el primer momento. ¿Sabe qué quiero decir? Así que salí con ella un año y poco. Todo iba bien. Me quería, y yo a ella. Los niños empezaron a llamarme papá, algo que quizá debí considerar un problema, puesto que su verdadero padre estaba en la cárcel. -Levantó un dedo para remarcar su siguiente afirmación-. Por atraco a mano armada, pensaba yo.
– Atraco a mano armada -dijo Clevenger.
Otra vez el dedo.
– Me casé con ella. La niña pequeña tenía once años. De repente, la madre me acusa de adularla.
– Querrá decir acariciarla. No hizo caso a la corrección.
– No hice nada. Se lo juro por mis padres. Nada. Le llevé una toalla después de que se duchara. Abrí la puerta del baño cinco centímetros, volví la cabeza para respetar su intimidad. Su madre estaba en el pasillo. Lo vio y se puso a gritar. Como una loca. En resumidas cuentas, que me detuvieron.
– ¿Por?
– Por abusos deshonestos y malos tratos. Mi mujer dijo que forcé la puerta. Y la niña, a quien resulta que acababa de reprender por sacar tres suficientes y dos suspensos, dice que la toqué. -Se puso la mano en el pecho-. No pasó. -Miró por el retrovisor, seguramente para comprobar si Clevenger le creía o no. Pareció satisfecho-. Contraté a un abogado, le di treinta de los grandes para que demostrara que era inocente, y lo logró. Pero en un caso así, no hace falta que haya pruebas, sólo la palabra de la víctima. Lo retiró todo en el estrado. -Asintió para sí-. Le doy tres oportunidades para adivinar por qué estaba en la cárcel el padre.
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