Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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Ella no se rió en absoluto.

– ¿Y si no funcionaba? -le preguntó-. ¿Y si hubiera dejado de funcionar? ¿Te habrían querido de todas formas?

Snow pensó en el primer ataque que tuvo, a los diez años. Recordó cuánto le gustó estar en el hospital, que su padre y su madre hubieran pasado más tiempo con él en esa habitación de paredes blancas que en todo el tiempo anterior. Y se dio cuenta de por qué había sido así. Estuvieron a su lado porque su cerebro estaba enfermo, no porque él lo estuviera. Aquello de lo que tan orgullosos estaban sufría cortocircuitos.

– No lo sé -le dijo a Grace-. No sé si alguna vez me quisieron.

– Lo siento -dijo ella, pasándole los dedos por el pelo-. Si no estás seguro de eso, es difícil estar seguro de nada, nunca.

– No importa -dijo.

– ¿Ah, no? ¿Por qué tienes que ser tan valiente, John? Podrías derrumbarte un poco y seguiría sin pasar nada.

Una parte de Snow quería contarle a Grace el resto de la historia: que su cerebro había sufrido cortocircuitos una y otra vez; que necesitaba cuatro medicamentos para hacer que funcionara de forma fiable incluso ahora, décadas después. Pero aún quería que las cosas fueran perfectas entre ellos. No estaba dispuesto a que lo viera como una persona débil. Quizá era porque tampoco creía que lo amara. Quizá ella tenía razón en todo lo que había dicho, incluso acerca de cómo había podido responder por fin a la pregunta de si era digno o no de su amor, o del de cualquiera, incluido el suyo propio, derrumbándose un poco, dejándola acceder a sus imperfecciones, permitiéndose ser humano con ella. Pero no podía asumir el riesgo. Cerró los ojos, dejó que el movimiento de la barriga de Grace acunara su dolor y lo hiciera desaparecer.

– ¿Y tú? -le preguntó-. ¿Te han querido alguna vez? Respiró hondo de nuevo.

– No -contestó-. Creo que nunca.

– ¿Ni de pequeña?

– Tú eras un genio. Yo era guapa.

– ¿Y eso era lo único que veía la gente?

– Era muy guapa. -Se echó a reír.

Esta vez, fue Snow quien reprimió la risa.

– Tus padres tenían que saber lo inteligente que eras. Podías ver y comprender cosas que otra gente no podía.

– Quizá ése era el problema.

– ¿Qué quieres decir?

– Podía verlos a ellos.

– Y ¿qué veías? -le preguntó.

– Comienza a dársete bien.

Se le daba lo bastante bien como para notar la reticencia de Grace a decir más.

Ella le pasó un dedo por la frente, le resiguió el borde de la oreja y bajó hasta la mejilla.

– Háblame de tu esposa -le dijo.

Snow volvió a apoyarse en un codo y la miró.

– ¿A qué viene eso?

– Pensaba en ella. ¿Cómo es? ¿Cómo es vivir con ella?

No respondió de inmediato.

– Puedes decírmelo -dijo Grace.

Snow subió hacia el cabezal de la cama y se tumbó a su lado. Tuvo que pensar mucho para encontrar algo coherente que decir.

– Es mejor persona que yo -dijo.

– ¿En qué sentido?

– Ha estado al lado de mi hijo y mi hija de un modo en el que yo no he estado.

– ¿Y cómo podías estarlo? No estabas ni para ti. Tu cerebro ha estado demasiado ocupado.

– Eso no es excusa.

– Sí que lo es -dijo ella. Se inclinó y le besó en la mejilla-. ¿Aún haces el amor con ella?

– Creo que nunca lo he hecho -contestó.

Esta vez, Grace lo besó en los labios.

– ¿Y tú con tu marido? -le preguntó-. ¿Aún haces el amor con él?

– Ni siquiera estoy en la habitación. Me voy a otro sitio, mentalmente. A una playa desierta. A una carretera entre las montañas. A algún sitio donde pueda estar sola.

Snow le dio un beso en la frente con ternura.

– ¿Por qué no vienes aquí?

Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza en su hombro.

– Podría intentarlo -dijo-. Si tú también lo haces. Cuando estés con ella, quiero decir. De ese modo, nos acercarán.

– Lo haré.

– Bien -dijo Grace-. Ahora, túmbate. -Mientras él se tumbaba, ella se apoyó en un codo-. Me toca -dijo. Le tocó la rodilla con la punta del dedo y luego, despacio, comenzó a subir la mano por su muslo.

Capítulo 12

13 de enero de 2004

Clevenger aterrizó en el aeropuerto nacional Reagan cuando faltaban pocos minutos para las dos de la tarde. Comprobó el móvil y vio que tenía dos mensajes. Los escuchó de camino a la cola del taxi. El primero era del detective Coady que le decía que tenía noticias interesantes acerca de la autopsia de Grace Baxter. El segundo era de J. T. Heller, que le decía que había adelantado a aquella tarde la operación de la mujer ciega a quien esperaba devolver la vista. Sufría migrañas otra vez, y le preocupaba que el tumor estuviera creciendo con mucha rapidez. Se preguntaba si a Billy le gustaría presenciarla.

Clevenger marcó primero el número de la consulta de Heller; contestó Sascha, su recepcionista.

– Soy Frank Clevenger. El doctor Heller me ha llamado -dijo.

– Me ha dicho que le pasara la llamada enseguida -dijo-. Pero primero quería darle las gracias.

– ¿Por?

– Por lo que me dijo… sobre John Snow. Que a veces no puedes salvar a alguien. Que hacerle saber que te importa puede que sea todo lo que puedas hacer.

– Y muy poca gente lo hace.

– ¿Va a pasarse por aquí otra vez?

Clevenger notó que en su voz había verdadero afecto. Y una parte de él hubiera querido hacerle la pregunta siguiente: si Sascha quería verlo. Pero sabía que la respuesta no le diría demasiado. Le había ofrecido la absolución a su culpa, y seguramente eso era lo que ansiaba. El mensaje, no al mensajero.

– Seguro que me pasaré en algún momento -dijo.

– Bien, entonces, espero verlo -dijo en un tono más formal-. Espere.

– Frank -dijo Heller con voz resonante unos segundos más tarde.

Parecía que se hubiera tomado unos treinta cafés.

– He oído tu mensaje -dijo Clevenger-. Creo que sería estupendo para Billy.

– Tráelo al General, digamos… ¿a las cuatro?

– Por desgracia, estoy fuera de la ciudad -dijo Clevenger-. Pero intentaré que un amigo vaya a recogerlo al entrenamiento de boxeo y lo lleve, suponiendo que diga que sí. También puede coger el bus.

– Puedo ir a recogerlo -dijo Jet Heller-. No tengo nada hasta esta intervención. De todos modos, conducir podría irme bien para relajarme. Me pongo como loco antes de entrar en quirófano. No dejo de repasar mis movimientos, ¿sabes?

– Tus movimientos…

– Mi estrategia. Todas las operaciones son una guerra, colega. Y este tumor que se envuelve alrededor del nervio óptico de mi paciente tiene tantas ganas de vencer como yo. Es lo que desea desde que era la célula progenitora que se liberó del plan que Dios le tenía asignado y se puso a trabajar por su cuenta, plantándose donde no tenía ningún derecho a estar. Está intentando con cada rincón de su protoplasma apropiarse del plan de la Naturaleza y reconfigurarlo según su propio proyecto retorcido y mortífero. Pero ¿sabes qué?

Clevenger se preguntó si Heller habría cruzado la frontera que había entre la grandilocuencia y la manía.

– ¿Qué?

– Hoy es el día del Juicio Final.

– Para el tumor.

– Para el tumor. Para el desorden. Para la entropía. Hoy dios mediante, restableceré lo que Él en su sabiduría suprema pretendía. -Se rió de sí mismo-. ¿Qué te parece, Frank? ¿Un poco de litio para tu nuevo amigo?

Al menos Heller sabía que parecía necesitar medicación. Y quizá no fuera nada justo cuestionar su estabilidad. Quizá abrir la cabeza de una mujer y diseccionar partes de su cerebro requería la energía de un guerrero, la convicción de que estabas luchando contra el mal.

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