Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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¿Tiene esa mujer derecho, moral y éticamente, a dejar su casa, a su familia y a sus amigos, abandonarlos de un modo tan absoluto que ya no tenga recuerdos de ellos? Al haber traído al mundo a sus hijos, ¿le pertenecen para el resto de sus días, o es libre de celebrar el pasado y avanzar para construirse un futuro nuevo sin ellos?

La respuesta debe ser un «sí» rotundo.

Una persona puede estar muerta espiritualmente, con la carcasa de su alma yendo a la deriva dentro de una jaula de piel y huesos que le ha sobrevivido. ¿Qué clase de madre o padre, hermano o hermana, marido o esposa antepondría su apego a un pasado común al futuro de esa persona, a su renacimiento?

El amor verdadero jamás exigiría semejante sufrimiento.

Clevenger bajó el diario. Se dio cuenta de la visión del mundo tan distinta que tenían él y John Snow. Clevenger creía que las personas podían cambiar y crecer, independientemente de las circunstancias que conspiraran para limitarlas. Con la motivación y la orientación adecuadas, y, sí, incluso a veces con el medicamento adecuado, podían reinventarse y superar el pasado. Vivir una vida satisfactoria era eso. Podía ser doloroso, a veces atroz, pero era un dolor al que había que enfrentarse. Traspasar ese sufrimiento a otras personas, eliminándose a sí mismo quirúrgicamente de un drama para poder comenzar otro, parecía verdaderamente inmoral. Puede que restableciera el volumen sanguíneo del alma de una persona, pero en muchas otras provocaría una hemorragia.

Pensó en cómo Theresa Snow había calificado a su marido de narcisista, incapaz de equilibrar las necesidades de los demás frente a las suyas. Y quizá ése era el quid de la cuestión. Pero aún quedaba por formular una pregunta: ¿qué había llevado a John Snow a creer que era un muerto dentro de un cuerpo vivo, que su historia había acabado?

Algo ya había matado a John Snow antes de recibir una bala en ese callejón.

Clevenger pasó más hojas del diario. Las siguientes diez páginas más o menos estaban llenas de cálculos y dibujos relacionados obviamente con el Vortek, el último invento de Snow, ahora en manos de Collin Coroway. Clevenger miró el misil, dibujado a mayor tamaño en algunos puntos, más pequeño en otros, a veces con alas, otras veces sin ellas. En algunos de los dibujos estaba abierto, y Snow había esbozado unas bobinas en el interior.

Clevenger pasó otra hoja y se descubrió mirando una página que era un caos de letras, números y símbolos matemáticos. Los caracteres eran incluso más diminutos de lo habitual para la letra de Snow y se apiñaban en líneas confusas aquí, curvas allí, incluso en nubes amorfas de letras y números. Sostuvo la página a cierta distancia y siguió mirándola. Y, entonces, lo que parecía un caos poco a poco comenzó a tomar forma. Pelo. Ojos. Una nariz. Labios. Miró más tiempo y con más detenimiento. Y entonces se dio cuenta, asombrado, de que estaba contemplando el rostro de Grace Baxter.

Capítulo 11

El Four Seasons

Un día de primavera, nueve meses antes

Todo parecía nuevo. Los días eran largos, el sol brillaba, y las flores del Public Garden estallaban con rosas, azules y blancos alrededor del estanque, donde las barcas flotaban bajo los árboles susurrantes.

Las ventanas de la suite estaban abiertas; las cortinas, descorridas; el viento cálido hinchaba los visillos de gasa. Tumbados en la cama desnudos, con la brisa por manta, perdidos en el ruido blanco del tráfico distante, Grace Baxter y John Snow casi podían imaginar que estaban fuera los dos juntos, tumbados en la hierba mullida del parque.

Era el turno de John en el juego que Grace le había enseñado, un juego de intuición en el que uno de ellos imaginaba lo que quería el otro, adivinaba dónde besar o tocar escuchando el cambio más mínimo en la respiración, esperando que el vello se erizara, los músculos se relajaran o tensaran. Un suspiro. Un escalofrío.

No se le había dado nada bien la primera ni la segunda ni la décima vez que habían jugado, y se habían reído juntos por ello. John no sabía percibir las necesidades de Grace. Ella tenía que cogerle la mano y colocarla donde quería que la tocase, acercarle cuando quería que la abrazara, susurrarle al oído los secretos de su excitación. Pero ahora se le daba mejor. Estaba desarrollando el mismo radar emocional y sexual que tenía Grace.

Se apoyó en un codo a su lado, transportado por la visión de su cabellera caoba desplegada sobre la sábana blanca, por el modo en que sus ojos se volvían de color esmeralda cuando el sol daba con ellos, por su largo y gracioso cuello, sus pechos perfectos, por cómo se movía su abdomen al respirar.

Tres meses de encuentros -en ocasiones una vez por semana, en otras dos- no habían menguado en absoluto su deseo de verla. Las más de cien horas que habían pasado al teléfono sólo lo habían dejado sediento de oír su voz de nuevo. La atracción que sentía por Grace lo había arrancado del aislamiento que había conocido durante la mayor parte de su vida, y le estimulaba ver cómo se derrumbaban los muros que había levantado a su alrededor.

Posó la mano en la rodilla de Baxter, sintió que presionaba el muslo contra el suyo. Subió la mano por su pierna unos centímetros. Grace deslizó la rodilla entre sus piernas y le presionó la entrepierna con el muslo. Snow se inclinó hacia ella y la besó con suavidad, dejando su boca un poco hambrienta, tal como le gustaba. Al ver que ladeaba un poco la cabeza, la besó en la línea de la mandíbula, luego en el cuello. La respiración de Grace se aceleró y soltó un suspiro a medio camino entre el dolor y el placer. Vio que extendía los omóplatos y buscó con la mano el pecho de Grace. Ella subió el pie hasta la mitad de la espinilla de Snow. También sabía qué significaba aquello. Cubriéndola de besos, se abrió paso hasta su abdomen. Ella separó las rodillas. Y siguió bajando y besándola.

Más tarde. Snow apoyó la cabeza en el estómago de Grace, que subía y bajaba con su respiración, un ritmo hipnótico. Y recordó la pregunta que le había hecho la primera vez que se encontraron en el hotel: ¿por qué se centraba tanto en lo que podía ser visto y lo que no? ¿Por qué perfeccionar radares, y diseñar métodos para eludirlos, se había convertido en el trabajo de su vida? Hasta aquel momento concreto, no había tenido la respuesta.

Era más fácil -dijo en voz baja.

– ¿Mmm? -ronroneó ella.

– Cuando cenamos en el Aujourd'hui, la primera vez que nos vimos aquí, me preguntaste por qué estaba tan interesado en detectar lo que hay ahí fuera, en el cielo, en el espacio.

– Lo recuerdo.

– Creo que quería evitar mirar en mi interior.

– ¿Por qué?

– Porque nunca estuve seguro de si había algo que ver -dijo.

Ella le pasó los dedos por el pelo.

– Claro que lo había. Tan sólo perdiste de vista quién eras, por alguna razón.

– Por alguna razón.

Pasaron unos segundos.

– ¿Cuál? -preguntó ella.

Snow lo pensó.

– De niño, fascinaba a la gente -dijo-. Me fascinaba a mí mismo, lo que podía hacer con mi cerebro.

– ¿Qué era lo que podías hacer?

– Cálculos. Resolver problemas. Ecuaciones científicas complicadas.

– Un pequeño genio -dijo ella.

– Eso decía la gente.

– ¿Tus padres estaban orgullosos de ti?

– Mucho.

– Así que lo que hacías pasaba por lo que eras.

¿Cómo podía ver directamente el corazón de las cosas?, se preguntó Snow. Y ¿cómo podía adoptar el tono de voz preciso que le daba la tranquilidad de saber que él estaba a salvo contándole su verdad?

– Sí -contestó.

– Amaban tu cerebro.

– Cuando funcionaba -dijo, con una breve carcajada, pero su sonrisa desapareció rápidamente.

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