– Acabo de hablar con Theresa y Lindsey Snow -dijo Clevenger.
– ¿Algo que deba saber?
– Snow las tenía a las dos absortas, de distinta forma. Lo adoraban. La idea de perderlo pudo hacer que sintieran que lo estaban perdiendo todo.
– ¿La idea de perderlo por culpa de otra mujer o en una operación de neurocirugía? -preguntó Anderson.
– Las dos cosas. -Clevenger recordó el retrato que había sobre la chimenea-. Snow tenía un cuadro de Grace Baxter en la pared de su salón.
– ¿Qué?
– De un artista llamado Kullaway. No sabría decir si su mujer sabía o no que era Baxter. No soltó prenda sobre si se olía que tenían una aventura.
– ¿Un retrato de tu amante a plena vista de tu mujer y tus hijos? Un poco enfermizo. ¿De qué va todo esto?
– No estoy seguro. Si tuviera que lanzar una suposición, diría que va de la incapacidad de John Snow para relacionarse con su familia como personas reales.
– ¿Qué quieres decir?
– Esperaba que fueran perfectos. La otra cara de la moneda es que no los veía como seres humanos, con sus virtudes y sus defectos, y sus sentimientos. Quería estar cerca de Baxter, así que se la llevó a casa. Y punto. Recogí el diario de Snow que tenía Coady. Básicamente son bocetos y cálculos, algunas reflexiones sobre la intervención. Pero también había hecho un dibujo de Baxter. Muy detallado, muy emotivo en su modo de dibujarla. Es casi como si ella poseyera la fórmula para traspasar las defensas que Snow empleaba para guardar las distancias con todos los demás. Creo que es posible que la amase de un modo muy distinto a como amaba su trabajo, a su mujer o incluso a su hija. De un modo más profundo.
– No has mencionado al hijo.
– No lo he visto -dijo Clevenger-. Su madre me ha hablado un poco de él. Tiene un trastorno de aprendizaje. Snow no sabía cómo relacionarse con él. Parece que se pasó la vida haciendo como si no existiera.
– Snow no era ningún sol. A ver, nadie se merece lo que le pasó, pero no era el tipo más majo del mundo.
– No -coincidió con él Clevenger. Volvió a pensar en Billy en lo devastador que había sido para él tener un padre que lo consideraba un inútil-. Parece que Snow se sentía mucho más cómodo con cosas previsibles y programadas que con las relaciones. Cuando de niño sufres ataques, cuando sabes que puedes perder el conocimiento en cualquier momento y acabar en el suelo con convulsiones, puedes llegar a obsesionarte con mantenerlo todo bajo control, con funcionar bien. Con un misil o un sistema de radar podía conseguirlo. Pero con un hijo o una hija, o una amante, es mucho más difícil.
– Pero tenía la capacidad emocional para estar con más de una mujer.
– Estar, sí. Pero amar, no lo sé. La verdad es que me pregunto si la única que despertó su pasión fue Baxter.
– Snow tenía cincuenta años. ¿Me estás diciendo que nadie más consiguió llegar a él?
– Es posible -dijo Clevenger.
– Pero ¿por qué Baxter? Snow era famoso. Era rico. Guapo. Tenía que atraer a muchas mujeres.
– Quizá ella era su «mapa del amor».
– ¿Su qué?
– Su mapa del amor. En la Facultad de Medicina tuve a un profesor que se llamaba Money, John Money. Entrevistó a niños de primer y segundo curso; les enseñó fotografías de niños y niñas y les preguntó quién creían que era mono, y por qué. Si una de las niñas decía que le gustaba la foto de un niño en particular. Money le preguntaba qué era lo que le gustaba. Quizá ella contestaba que era su forma de sonreír, que subía un poco más el lado izquierdo de la boca que el derecho. Así que Money introdujo todas las respuestas, todas las peculiaridades que le gustaban, en una base de datos. Las de esa niña, y la de un millar de niños más. Resulta que lo que les gustaba a los siete u ocho años, sus ideales de belleza, no habían cambiado mucho. La niña a quien le gustaba el niño de sonrisa torcida se casó con un hombre que tenía la misma sonrisa, un poco más subida en el lado izquierdo que en el derecho. Algunos niños nunca encontraron lo que buscaban y nunca fueron muy felices en sus relaciones.
– Así que realmente existe un amor perfecto para cada persona.
– Según Money, sí. Él cree que uno nace con un mapa del amor: un conjunto de características físicas codificadas en el cerebro que representan al compañero ideal. Si logras encontrar la parte física y alguien que conecte contigo psicológicamente, tienes un encaje perfecto. El amor verdadero, para siempre. Quizá sólo una persona entre un millón encaje de ese modo con otra persona. Quizá Baxter encajaba con Snow.
– ¿Crees que alguna vez encontrarás el tuyo? -preguntó Anderson.
– ¿Mi mapa del amor? -preguntó Clevenger. Se rió.
– ¿Lo crees?
Le vino a la mente la imagen de Whitney McCormick, la psiquiatra forense del FBI que había ayudado a Clevenger a resolver el caso del Asesino de la Autopista. La relación se había vuelto personal, luego complicada, y más tarde se había diluido en un segundo plano mientras Clevenger intentaba ser un padre aceptable para Billy, anteponiendo eso a todo. Hacía un año que no la veía.
– No lo sé -le dijo a Anderson-. Sería muchísimo más fácil encontrar la parte física que la psicológica. Tengo algunas curvas extrañas en mi psique que hacen que sea bastante difícil encontrar a alguien que encaje con ellas.
Anderson se rió.
– Igual que yo. Quiero a mi mujer, no me malinterpretes. Pero supongo que es posible que algún día mi mapa del amor me arrolle con un camión.
– ¿Qué crees que harías?
– No me suicidaría, eso te lo aseguro.
Clevenger sonrió.
– Llámame si averiguas algo sobre el coche de Coroway, ¿vale? Ya te informaré de lo que descubra en Washington.
Clevenger cogió el puente aéreo a Washington de las doce y media del mediodía. Había llamado a Billy al móvil para que lo esperara en el club de boxeo de Somerville hasta que llegara a casa, seguramente sobre las seis y media. Billy le contestó que no había problema. Si de él dependiera, se pasaría en el gimnasio veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
En cuanto el avión hubo despegado, Clevenger abrió el diario de John Snow y comenzó a leer la siguiente entrada:
¿Tiene un hombre el derecho de comenzar de nuevo su vida? ¿Es el dueño absoluto de su existencia, o es simplemente un socio comanditario?
Un hombre nace de unos padres. Es su hijo, y las vidas de éstos se despliegan junto a las de él, mezclándose, de forma que la trama de cada una depende en parte de las otras. Le cambian los pañales, lo acompañan de la mano en su primer día de colegio. Se preocupan constantemente con y por él durante décadas, celebran sus victorias, sufren sus derrotas. Pero ¿qué ocurre si la visión que tienen de su hijo tiene muy poco que ver con la naturaleza verdadera de éste? ¿Qué ocurre si no conocen su verdadero yo? ¿Sería justo para él, su hijo, cortar el hilo de su identidad del patrón de vida familiar, encontrarse a sí mismo perdiéndolos a ellos? ¿Tiene un hombre la libertad de olvidar de dónde procede, para avanzar sin restricciones hacia el lugar adonde su alma le dice que debe ir?
Otro ejemplo. Una mujer casada desde hace veinte años, con hijos adolescentes y un marido. Un hogar. Mascotas. Álbumes de fotos y libros de recortes repletos de recuerdos. ¿Qué sucede cuando esta mujer ya no siente ninguna pasión por compartir el futuro con su marido y sus hijos? ¿Qué ocurre si se siente como si no existiera?
¿Está deprimida? ¿Necesita Zoloft? ¿Una dosis más alta? ¿Dos medicamentos? ¿O es posible que su vida la haya alejado tanto de su verdad interior que se haya convertido, a efectos prácticos, en un zombi, en un muerto viviente?
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