Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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– Tenía carácter.

– ¿Cómo lo expresaba? -preguntó Clevenger. Volvió a mirar el cuadro.

– Haciendo sentir a la gente como si estuviera muerta -contestó.

– ¿Disculpe? -preguntó Clevenger, centrándose de nuevo en ella.

– Si no encajabas en la visión que John tenía de la realidad, no te trataba como si fueras real, así de sencillo. Al poco de casarnos, a veces discutíamos, por nada demasiado importante, y podía pasarse semanas sin hablarme. Tenía la habilidad de fingir que una persona había desaparecido de la faz de la tierra.

Lo cual era, esencialmente, lo que John Snow pretendía hacer con las personas de su vida, por cortesía del bisturí de Jet Heller. A Clevenger no le hizo falta preguntarle a Theresa Snow por qué había estado casada veinte años y pico con alguien tan ególatra. La respuesta tenía que ser que no estaba preparada psicológicamente para una relación más profunda. Vivir con Snow le había proporcionado todo lo que conlleva una familia, incluidos una casa elegante e hijos, pero todo eso venía acompañado de la garantía de que estaría sola emocionalmente. Esa clase de trueque puede funcionar a la hora de sostener un matrimonio entre dos personas limitadas, pero también puede abonar el terreno para los problemas: si Theresa Snow llegó a creer que su marido había intimado de verdad con otra persona, infringiendo su código de aislamiento mutuo, puede que sintiera que era la única perjudicada, abandonada a su soledad. Y eso pudo enfurecerla mucho.

Clevenger se preguntó cuánto sabía la mujer de Snow acerca de Grace Baxter, si es que sabía algo. Y esa pregunta hizo que se diera cuenta de por qué le resultaba tan familiar el cuadro que colgaba sobre la repisa de la chimenea. Le recordaba a Baxter. Pero no cuando la había visto muerta. Ése no era el punto de referencia. Era el dibujo que había visto en el diario de John Snow. Éste había dibujado la cabeza y los hombros de Grace desde exactamente la misma perspectiva. Había tenido el descaro suficiente como para llevar el retrato a su casa.

– ¿Le gusta? -le preguntó Theresa Snow.

– ¿Disculpe?

– El cuadro -dijo-. Parece cautivado.

– Es muy bueno.

– La encontró John. -Se giró para mirar el cuadro-. Es magnífica, ¿verdad?

¿Estaba siendo esquiva, se preguntó Clevenger, hablando en clave sobre Baxter?

– El artista es de Boston -prosiguió-. Ron Kullaway -Señaló con la cabeza detrás de Clevenger-. Ése de ahí también es suyo.

Clevenger se volvió hacia el cuadro que colgaba sobre la otra chimenea, una escena invernal de la pista de hielo del Public Garden, llena de patinadores.

– Extraordinario. -Se dio la vuelta.

– Hasta hace poco, a John no le había interesado mucho el arte. Se volvió un entendido muy deprisa. Coleccionó varias obras importantes.

– Sería agradable para ambos -dijo Clevenger, percibiendo lo falsas que habían sonado sus palabras.

– Creo que a John le entusiasmaba -dijo Snow, con total naturalidad-. Yo nunca llegué a entender su pasión.

Clevenger quería abrir la puerta para que Theresa Snow le dijera que sabía lo de Grace Baxter, si es que lo sabía.

– ¿Lo consideraba un buen marido, a pesar de su narcisismo? -le preguntó.

Snow se quedó mirando a Clevenger varios segundos, impasible.

– Era mi marido -dijo al fin-. No era el hombre perfecto que él imaginaba. Pero yo le perdonaba sus defectos. No esperaba que fuera normal. Era extraordinario.

Eso no respondía a la pregunta de Clevenger.

– Me preguntaba si ustedes dos se llevaban bien -insistió-. La mañana de la operación su chófer lo llevó al hospital.

– ¿Y?

– Me preguntaba por qué.

Por primera vez, Theresa Snow parecía un poco enfadada.

– Se lo pregunta por su propio marco de referencia -contestó-. Usted cree que cuando las personas se enfrentan a un peligro como el que supone una operación, sus familias deberían estar con ellos, físicamente. La mayoría de gente comparte su punto de vista. La verdad es que yo también. Pero la forma que tenía John de ver la realidad era que él era invulnerable. Jamás habría tolerado que los chicos o yo lo viéramos en un momento de debilidad, o miedo, antes o después de la operación. El apoyo que podíamos darle era dejarlo solo. Me dijo que Pavel lo llevaría, y supe que no debía insistir.

– ¿Si no, su marido fingiría que usted no existía?

– Me contenté con poder darle un beso de despedida y desearle que todo fuera bien.

– Comprendía al hombre con quien se casó.

– No estoy segura de si había alguien que le comprendiera. Le perdonaba sus limitaciones. Quizá fuera egoísta por mi parte.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó Clevenger.

– Me casé con un genio. Nunca me he arrepentido. Las capacidades intelectuales de John equilibraban sus carencias en el terreno de las habilidades sociales. Literalmente, el poder de su cerebro te sobresaltaba. Era magnífico estar cerca de él. No sé cómo describirlo. Supongo que era un poco como estar cerca de cualquier otra fuerza de la naturaleza. Un amanecer. Una tormenta. Quizá como vivir en la playa, hipnotizado por unas olas que podrían arrasar los fundamentos de tu casa. Pero mi hija no aprobaba ese trueque, y también tenía que vivir en nuestra casa. Creo que esa situación le dificultaba mucho la vida.

– ¿En qué sentido?

– La presión constante por ser perfecta -dijo Snow-. Es muy afortunada. Es guapa y su mente casi iguala a la de su padre, cuando se decide a utilizarla. Él la quería con locura. Pero creo que el esfuerzo constante por satisfacerle era una carga. Últimamente no se esforzaba tanto, y las cosas no iban tan bien.

– ¿Qué cambió?

– Creo que está distraída, en el buen sentido. Se ha centrado mucho en los estudios. -Sonrió, casi con timidez-. Y puede que por fin haya descubierto a los chicos. -La sonrisa desapareció-. Solía ser la sombra de John literalmente. Hacía los deberes en su despacho de casa mientras él trabajaba en sus proyectos. Le llamaba varias veces al día a Snow-Coroway para hablar con él. Todo eso estaba fracasando.

– ¿Y su hijo? ¿Cómo le afectaba a él vivir con su marido?

– Eso es otra historia. -Una mezcla de tristeza y frustración asomó a su rostro. Soltó un suspiro-. Kyle nunca pudo ganarse el amor de su padre, hiciera lo que hiciera.

– ¿Y eso por qué?

– Tiene… diferencias de aprendizaje.

Pareció que no le gustaba pronunciar esas palabras.

– ¿Dislexia?

– Sí, y problemas de concentración.

– ¿Cómo interfería eso en la relación con su marido? -preguntó Clevenger. Ya sabía la respuesta por las pruebas psicológicas del historial médico de Snow. La importancia que éste daba a la belleza, la fuerza y la inteligencia no encajaban con un niño que tenía «diferencias de aprendizaje».

– John consideraba que Kyle era fundamentalmente defectuoso. Desde que nació hasta los dos años y medio, lo adoraba. Era un niño precioso. Pero cuando se hizo evidente que era distinto… Al principio John removió cielo y tierra para encontrar una solución, para arreglarle. Lo llevó al Mass General, al Johns Hopkins… Incluso a Londres, a un programa que se centra en el aprendizaje asistido por ordenador. Cuando vio que no podía convertirlo en un chico normal, comenzó a evitarle.

– ¿Cómo lo hizo?

– Mandó a Kyle a escuelas especiales, desde muy pequeño. La primera estaba en Portsmouth, New Hampshire. Tenía siete años. Los días se hacían largos, con el viaje y todo eso. Se marchaba a las siete de la mañana y no volvía hasta las siete de la tarde, a veces más tarde. Desde sexto curso, estuvo en un internado de Connecticut. Sólo ha estado aquí viviendo con nosotros las veinticuatro horas desde que acabó el instituto en junio.

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