Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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– No creo que nunca me acostumbre a este trabajo -manifestó.

Coady rechazó la invitación.

– Pero está la nota de suicidio.

– Me gustaría tener una copia.

– Te la haré. -Se aclaró la garganta-. No tengo ninguna prueba sólida que implique a George Reese en la muerte de su esposa -dijo-. Y sigo creyendo que de ahí a pensar que cometió un doble homicidio en un período de veinticuatro horas hay un gran paso. Sería un plan increíblemente estúpido, y él no lo es. Sigo viendo a Snow solo en ese callejón.

Clevenger no quería discutir el tema.

– George Reese no es el único que podía estar furioso por lo de la aventura -dijo-. Aún no me he entrevistado con ningún miembro de la familia Snow.

– ¿Cuándo lo harás?

– Me gustaría que fuera mañana.

– Lo arreglaré. Puedo interrogar a Reese cuando quiera. Pero cuanto más sepamos sobre la relación de su esposa con John Snow por otras fuentes, mejor.

– Parece que estamos de acuerdo -dijo Clevenger.

Coady tampoco aceptó esa rama de olivo.

– Una cosa más -dijo-. Reese te ha amenazado cuando te has ido.

– ¿Qué ha dicho exactamente?

– Que deberías estar tú de camino al depósito de cadáveres, no su mujer.

– Gracias por contármelo.

– Puedo ofrecerte protección policial basándome en esas palabras -dijo Coady-. Es un hombre de recursos.

– Gracias, pero no -dijo Clevenger.

– Ya he pensado que no la aceptarías. -Su voz fue apagándose-. Tres, tres meses y medio, no se puede salvar a un bebé, ¿verdad? Quizá cuatro.

Clevenger cerró los ojos. Se dio cuenta de que a Coady le preocupaba haber podido hacer algo para salvar al bebé de Grace. Era un pensamiento irracional -ni siquiera sabía que estaba embarazada en aquel momento-, pero eran los pensamientos irracionales los que tenían el poder de atormentarte.

– No -dijo Clevenger-. El niño no habría sobrevivido. -Sabía que Coady necesitaría algo aún más definitivo que aquello cuando las dudas volvieran de noche; quizá no esa noche, quizá dentro de seis semanas, o seis años-. Imposible -dijo-. Del todo.

– Claro -dijo Coady, recobrándose. Se aclaró la garganta-. Hablamos mañana.

Capítulo 9

13 de enero de 2004

Mike Coady llamó a Clevenger cuando pasaban unos minutos de las siete de la mañana para decirle que tenía luz verde para reunirse a las diez con la familia Snow en su casa de Brattle Street, en Cambridge. Antes de ir hacia allí, pasó por la comisaría de policía y recogió el sobre que Coady había dejado para él. Dentro había una copia del diario de Snow y cinco disquetes con los archivos del portátil de Snow.

Llegó a Harvard Square a las nueve y treinta y cinco y aparcó en Massachusetts Avenue, a medio kilómetro de la casa de Snow. Abrió el sobre y sacó el centenar de hojas.

Lo primero que le sorprendió fue el encabezamiento de la primera página: «Renaissance», renacimiento en francés. Lo segundo fue la letra de Snow: era tan pequeña que apenas se leía. Debía de haber mil palabras por página. Algunas estaban rodeadas con un círculo; otras, con un rectángulo; otras, subrayadas. Las frases traspasaban los márgenes, subían hasta la parte superior de la página, daban la vuelta, llenaban todo el espacio de arriba y continuaban por el otro lado, como si los pensamientos de Snow no encontraran resistencia.

Clevenger pasó las hojas y vio que en algunos puntos había dibujos esquemáticos y cálculos matemáticos que interrumpían el texto.

Entonces Clevenger se fijó en otra cosa: no había errores, ni una sola palabra tachada o escrita encima de otra. Todas aquellas letras minúsculas estaban perfectamente trazadas. En lo que parecía un caos había un orden absoluto, como un rompecabezas de cien mil piezas que encajaban para formar un laberinto perfecto.

Comenzó a leer, a veces girando la página en horizontal o al revés para seguir el texto.

RENAISSANCE

Existimos dentro de nuestro cuerpo, pero separados de él.

Por ley, se permite que una persona en pleno uso de sus facultades mentales deje morir su cuerpo, que rechace la atención médica que lo mantendría con vida, de acuerdo con sus creencias religiosas. Porque la religión de esa persona sostiene que la supervivencia del alma es primordial.

Existimos dentro de nuestro cuerpo, pero separados de él.

Un feto vive dentro de una mujer. Pero según el derecho común, esa mujer puede decidir eliminar esa parte de su biología por no concordar con su vida.

Un paso más. ¿Qué sucede si el espíritu que reside en el cuerpo de un hombre o una mujer desea deshacerse de la biología determinada que lo une a todas sus relaciones del pasado? Puesto que sólo la biología hace eso, nidos de neuronas en la circunvolución cingulada, el lóbulo temporal y el hipocampo. ¿Qué sucede si los recuerdos allí codificados ya no se corresponden con su sentido del yo? ¿Qué sucede si es consciente de esta espiritualidad con el mismo fervor con que una mujer puede saber que no es compatible con la vida que comienza a despertar en su vientre? El hombre sabe que su espíritu podría renacer si no estuviera encadenado al pasado. Sufre muchísimo por culpa de sus ataduras, incapaz de avanzar en dirección a sus sueños. ¿Por qué ese hombre merece menos preocupación que los demás? ¿Por qué no debería liberarse su alma? ¿Por qué su espíritu debe envejecer y morir con el cuerpo, cuando en verdad puede renacer eliminando simplemente los obstáculos adecuados del sistema nervioso?

Yo soy ese hombre, estrangulado por las sogas que me atan a un matrimonio sin amor, a hijos a los que no hago de padre, a amigos y a un socio que sólo son tales de nombre. Deseo liberarme de todos ellos.

Mi historia ha salido mal, y anhelo escribir otra.

Que ellos hagan su vida y yo haré la mía. Pero que me dejen comenzar de nuevo de verdad, libre del peso incluso de un recuerdo distante de ellos. Porque entonces no podrán reclamarme nada.

El hombre que conocen estará muerto.

Y yo renaceré.

La ciencia médica necesaria para lograr este renacimiento personal está próxima. ¿Tengo derecho a utilizarla? ¿Es moral separarme de mi pasado, dejar atrás limpiamente mi vida actual para comenzar otra?

En este punto. Snow había dejado de escribir y había llenado las páginas siguientes de dibujos y cálculos. Los dibujos eran tridimensionales y muy detallados; describían un cilindro en diversas posiciones: horizontal, en un ángulo de treinta grados, en uno de cuarenta y cinco, vertical. En una versión. Snow había dibujado flechas para indicar que el cilindro rotaba en sentido contrario a las agujas del reloj; en otra, en el sentido de las agujas del reloj; y aun en otras, sobre el eje transversal.

Los cálculos parecían largas soluciones a ecuaciones físicas. Debajo, Snow había escrito: «Toda acción provoca una reacción desigual y opuesta».

Clevenger pasó la hoja y se paró en seco. A mitad de la página de la derecha, rodeado de cálculos, había un dibujo de cinco por cinco de la cabeza y hombros de una mujer: Grace Baxter. Era obvio que Snow se había entretenido con él, dedicando tiempo a sombrear el pelo, los ojos, los labios, capturando las sutilezas de su belleza.

El retrato estaba imbuido de la emoción que no había ni en los esquemas y cálculos, ni en la redacción. Snow había puesto verdadera pasión en él.

Clevenger pasó varias páginas. Más cilindros y números, más reflexiones filosóficas.

Miró la hora. Las 10:47. Arrancó el coche y condujo hasta Brattle Street, paró delante del 119, una majestuosa casa colonial de ladrillo con dos mil metros cuadrados de terreno, detrás de cincuenta metros de muro de piedra y un sendero de entrada semicircular protegido por enormes robles. El lugar debía de valer al menos cinco millones de dólares. Fuera había aparcados una limusina Mercedes, un Land Cruiser y tres coches de policía.

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