– ¿Los ataques?
– Lo que fueran.
– ¿Cree que fingía?
– No de forma consciente -dijo Coroway-. Creo que cuando se estresaba, cuando un problema era mayor que su capacidad para resolverlo, tenía una forma de escapar. Creo que cogió ese hábito de pequeño. Porque nunca nadie le dijo que no pasaba nada si fracasaba. Así que se convirtió en algo automático. En un reflejo.
Coroway estaba describiendo los pseudoataques, ataques que parecían crisis epilépticas, pero que de hecho eran una especie de reacción histérica al estrés. A quien los sufre se le ponen los ojos en blanco, tiene convulsiones en las extremidades, pero en realidad no tiene ningún problema en el cerebro.
– No estoy diciendo que John no sufriera ataques -prosiguió Coroway-. Creo que más bien era como cuando alguien se desmaya al recibir una mala noticia. No es porque tenga una bajada de tensión, según tengo entendido, sino un colapso emocional.
– En su historial médico del Mass General dice que se mordió la lengua en más de una ocasión durante las convulsiones. Hace falta mucha emoción para eso.
– John necesitaba convencer a todas las personas que lo rodeaban de que estaba enfermo, empezando por su familia cuando era niño. Pero lo que más necesitaba era convencerse a sí mismo. Creo que se habría arrancado la lengua a mordiscos si con ello evitaba la verdad.
– Y la verdad e ra…
– Que tenía límites.
– ¿No cree que Jet Heller confirmó si la epilepsia era real o no? ¿Cree que operaría a alguien cuyo cerebro era esencialmente normal?
– ¿Quiere mi opinión? Las pruebas eran escasas. John interpretaba cualquier anormalidad en los TAC o los electroencefalogramas como una prueba de que su sistema nervioso le estaba traicionando. Creo que Heller veía las cosas del mismo modo. Y creo que ése era el problema que el Comité de Ética del General le vio a la intervención. Tenían a un neurocirujano temerario tan ávido de titulares que le habría abierto el cerebro a John para evitar que volviera a estornudar.
– ¿Y tanto miedo le daba a John que el Vortex fuera un fracaso?
– El Vortex sólo era un símbolo -dijo Coroway-. Lo que le daba miedo era ser humano.
Aquello daba una perspectiva totalmente nueva sobre qué buscaba Snow al operarse. Pero no cambiaba los hechos.
Coroway se había alejado a toda prisa de la misma manzana de la ciudad donde su socio había recibido un disparo. Había huido del estado. Y no había vuelto. Podía volar de Washington a París, y de ahí a quién sabe dónde, si le apetecía.
– ¿Tiene pensado volver pronto a Boston? -le preguntó Clevenger.
– Mañana, seguramente -dijo Coroway-. Quizá pasado. Ojalá pudiera estar con nuestros trabajadores, pero la muerte de John me ha dejado con más trabajo que nunca. Y la mayoría está aquí, con nuestros proveedores y clientes, incluidos los tipos del Congreso. Debo tranquilizarlos y decirles que seguimos en el negocio.
– ¿Van a seguir? -preguntó Clevenger.
Coroway frunció los labios casi de forma imperceptible.
– Nadie es indispensable -dijo-. Yo he construido Snow-Coroway tanto como John. Él era un genio, pero hay personas con mucho talento trabajando por debajo de él. -No parecía creerse sus propias palabras-. Y tengo que recordarme que, a pesar de lo creativo que era, nos hizo dar palos de ciego durante meses con el Vortek. Debimos dejar el proyecto mucho antes.
Los ojos de Clevenger volvieron a fijarse en los gemelos de Coroway, los pequeños cazas dorados. Su pregunta había sido ingenua. El negocio era el negocio. El espectáculo debía continuar sin Snow.
– ¿Quién cree que lo mató? -preguntó.
– No tengo ni idea -dijo de inmediato.
Parecía que era lo único que Coroway no sabía.
– ¿No sospecha de nadie?
– Ése es su trabajo.
– Por eso se lo pregunto.
Coroway se puso en pie y caminó hacia la ventana.
– Quizá todos seamos un poco culpables.
Ese mea culpa recordaba vagamente a la peculiar confesión de Lindsey Snow.
– ¿Por?
– Todos necesitábamos a John en nuestras vidas, por razones distintas -dijo Coroway, esta vez con una voz más suave, menos segura de sí misma-. Grace, Theresa, los hijos de John. Yo. Quizá nadie tenga las manos limpias.
Clevenger quería presionar un poco más a Coroway.
– Hábleme de las suyas -le dijo.
Coroway se volvió hacia él. Estaba pálido.
– Le conté a Lindsey lo de Grace Baxter.
Clevenger imaginó los ojos fríos y vacíos de la chica.
– ¿Le contó que su padre tenía una aventura?
– No me enorgullezco de ello.
– Entonces, ¿por qué…?
– Es una chica muy convincente -dijo Coroway-. Estaba llorando, preguntándose qué había cambiado entre ella y su padre. Ella era la única persona de su vida que podía competir con el trabajo para ganarse su atención. John la adoraba. De repente, lo estaba compartiendo.
– Con Grace.
– Con Grace. Con Kyle, su hermano. Con Heller. Caray, con todo Estados Unidos, si lo piensa. De repente, su padre era famoso. Era difícil verla sufrir. -Meneó la cabeza con desaprobación. Parecía verdaderamente indignado consigo mismo-. Grace llamó a la casa para concretar la entrega de un óleo de la galería. Lindsey percibió unas vibraciones raras. Me preguntó si pasaba algo. Y se lo conté.
– Pudo mentirle.
– Debí hacerlo.
– ¿Por qué no lo hizo?
– Porque Baxter no era buena para él -dijo de inmediato. La respuesta no pareció satisfacerle a él más de lo que satisfizo a Clevenger-. Quería que volviera. Suena patético, ya lo sé. Me preocupaba el negocio. Y echaba de menos a mi amigo.
– ¿Me está diciendo que cree que Lindsey mató a su padre?
– John estaba jugando a un juego peligroso. Tenía a tres mujeres colgadas de él.
– Theresa, Grace y Lindsey.
– En cuanto a Theresa, ella quería su cerebro. No creo que le interesara demasiado lo que hiciera con el resto de su anatomía. Grace parecía más autodestructiva que otra cosa, con esas amenazas de cortarse el cuello y todo eso.
«Cortarse el cuello.» Las palabras no lo hirieron menos la segunda vez que las oyó.
– Lo que nos deja a Lindsey -logró decir.
Una mirada perdida asomó a los ojos de Coroway.
– Estaba tan furiosa… -dijo-. En cuanto se lo dije, supe… supe que jamás lo superaría.
– Se derrumbó.
– No. Eso fue lo que me preocupó. Se quedó muy callada. Muy quieta. -Volvió a centrar la mirada en Clevenger-. Entonces dijo algo que no entendí en absoluto.
– ¿El qué?
– Me dijo que no tenía ni idea de cuánto odiaba Kyle a su padre. -Meneó la cabeza con incredulidad-. No capté por qué hacía ese salto, de ella a su hermano. Pero creo que ahora quizá sí lo entienda.
Coroway se ofreció a llamar un coche para Clevenger después de la reunión, pero éste le dijo que había quedado para cenar pronto con un viejo amigo a unas manzanas tan sólo de allí. No iba a subirse a un sedán desconocido que hubiera pedido un hombre con cazas por gemelos y un socio que había aparecido muerto de un disparo en un callejón. Caminó tres manzanas, paró un taxi, se subió y le dijo al conductor que lo llevara de vuelta al Reagan National.
La primera llamada que realizó por el camino fue a su ayudante. Kim Moffett. Los medios de comunicación se habían enterado de que la policía de Boston había contratado a Clevenger para encontrar al asesino de Snow. Más de una docena de periodistas habían llamado a su consulta. Había equipos de televisión pululando por el aparcamiento. Moffett estaba tan sobrepasada por aquel caos que esperó hasta el final de la llamada para decirle a Clevenger que Lindsey Snow se había pasado por allí hacía veinte minutos.
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