Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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Cary Shuman era uno de ellos, un gacetillero descarnado que, en caso de creer que existía la posibilidad de destapar una historia, habría excavado tranquilamente debajo del asfalto de las peores calles de Chelsea.

– ¿Alguna pista, doctor? -gritó mientras Clevenger caminaba hacia la entrada.

Clevenger no se detuvo.

– ¿Es cierto que Grace Baxter era paciente suya?

Eso rompió su ritmo de zancada, pero Clevenger se obligó a seguir caminando.

– Lo has conseguido -dijo Kim Moffett, saliendo de detrás de su mesa cuando Clevenger cruzó la puerta. Había accedido a quedarse hasta tarde. Llevaba una chaqueta negra de cuero, unos Levi's rotos y unas zapatillas de piel de Prada, una indumentaria bastante típica de ella.

– Gracias por quedarte -dijo Clevenger.

– No hay de qué.

– ¿Va todo bien?

– Genial. Tengo compañía de sobra si me siento sola-dijo, señalando con la cabeza a Shuman y sus amigos, que estaban fuera, en la calle.

Clevenger sonrió y se dirigió a su consulta.

– ¿Sabes? No tienes buen aspecto -le dijo Moffett-. ¿Has dormido?

– Estoy bien -contestó él. Se detuvo y se volvió hacia ella-. Gracias por preguntar. -Ya nadie lo hacía.

– ¿Quieres que te pida algo de cenar?

– Ya comeré algo de camino a casa.

– Mentiroso.

Clevenger le sonrió, se dio la vuelta y entró en la consulta. Apenas se había quitado el abrigo cuando sonó el intercomunicador.

– Lindsey Snow ha venido a verte -dijo Moffett.

– Que pase. -Clevenger le abrió la puerta.

Lindsey lo miró con timidez cuando pasó por delante de él al entrar en la consulta. Vestía los mismos vaqueros ajustados y el mismo jersey negro que llevaba en la casa, pero estaba más tranquila y se había maquillado, echado perfume y recogido el pelo.

– Me alegro de que hayas venido -dijo Clevenger. Le señaló la silla que había ocupado Grace Baxter-. Por favor.

Ella se sentó.

Clevenger se sentó en la silla de su mesa, la hizo girar para ponerse frente a ella y vio que estaba llorando.

– ¿Por qué no puedo mantenerme serena? -le preguntó.

– Quizá porque no se supone que debas hacerlo -dijo Clevenger.

Lindsey se secó las lágrimas, pero éstas no dejaron de brotar.

La dejó llorar. Observándola, vio de nuevo cómo se balanceaba entre la adolescencia y la edad adulta, con una sensualidad inexperta que tenía que colocarla en una especie de tierra de nadie: era demasiado mujer para los chicos de su edad y demasiado joven para un hombre plenamente adulto.

Al cabo de un minuto más o menos, pareció que se le agotaban las lágrimas.

– Antes no te lo he contado todo -dijo.

Clevenger esperó, recordando que al presionarla sólo había conseguido que se distanciara.

– He hecho algo horrible.

Otro anzuelo. No lo mordió.

– ¿Estás segura de que te sientes cómoda hablándome de ello? -le preguntó.

Ella sólo se encogió de hombros.

Pasaron varios segundos. Clevenger se preguntó si estaría mostrándose demasiado distante.

– No vas a asustarme.

Lindsey cerró los ojos, tragó saliva, luego los abrió y lo miró a los ojos.

– No le dije sólo que se muriera. Hice que quisiera morir. Le quité algo que hacía que quisiera vivir.

– ¿El qué?

– Una mujer. -Se sonrojó. Bajó la mirada al suelo-. Estaba con otra.

Por el resentimiento que percibió en su voz, era como si su padre le hubiera sido infiel a ella y no a su madre.

– ¿Con quién? -preguntó Clevenger.

– Se llamaba Grace Baxter. Tenía una galería de arte.

– Apretó las rodillas una contra la otra-. También se ha suicidado. Justo después que mi padre. -Dejó caer la cabeza-. Soy mala persona.

– ¿Cómo descubriste que ella y tu padre estaban juntos?

– Una vez llamó a casa -dijo Lindsey, volviéndolo a mirar-. Estuvo, no sé, rara por teléfono. Como si me conociera o algo. Y el modo en que pronunció su nombre… Me dieron náuseas. Le pregunté por ella a Collin, el socio de mi padre.

Aquello concordaba con lo que Coroway le había dicho a Clevenger.

– ¿Y qué te dijo?

– Que ella estaba…, ya sabes…, con mi padre.

– ¿Cómo te sentiste?

– Ya te lo he dicho, sentí que mi padre era un mentiroso. -Clevenger la miró fijamente. Ella le sostuvo la mirada-. Y ella, una puta.

Lindsey dirigía claramente el peso de su cólera hacia Baxter. Desde el punto de vista psicológico, tenía sentido. John Snow tenía un matrimonio sin pasión, pero una hija a la que consideraba perfecta. Ese desequilibrio pudo conducir fácilmente a Lindsey a tenerse por la mujer más importante de su vida. No había una rivalidad edípica en aquella casa. Su padre era suyo, hasta que apareció Grace Baxter.

– Una vez fui a la galería -dijo.

– ¿La encontraste?

Pareció asqueada.

– ¿Cómo podía no verla? Llevaba meses viéndola. ¿Has visto el cuadro de la chimenea del salón? ¿La mujer desnuda detrás de la ventana?

Clevenger asintió.

– Es ella. Así de retorcida era. Hizo que mi padre la llevara a la casa de su familia.

– ¿Qué sentiste al verla en la galería? -le preguntó Clevenger.

– Me dieron ganas de vomitar.

– ¿Le dijiste a tu padre que sabías lo suyo?

– No exactamente. Le dije que era un mentiroso. Le dije que ojalá se muriera.

La mentira, por supuesto, era que Snow sería de Lindsey si no fuera por su anodino matrimonio. Al ser la única mujer a la que Snow adoraba, la psique en desarrollo de ella se veía privada de poder llegar a la conclusión sana de que su padre era totalmente inalcanzable como hombre porque estaba enamorado de su madre. La aparición en escena de Grace Baxter demostraba que Snow deseaba salir de su matrimonio, ser apasionado; pero no con Lindsey. Nunca sería suyo.

– ¿Y qué te dijo él cuando le dijiste que ojalá se muriera? -preguntó Clevenger.

– Dijo… -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Que quizá mi deseo se cumpliera.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace unos meses.

– ¿Y hablasteis después de eso?

– No de cosas importantes. Apenas hablábamos. No había nada que decir. -Luchó por reprimir las lágrimas-. Entonces encontré algo.

– ¿El qué?

– Una nota.

– ¿De tu padre?

Negó con la cabeza.

– De esa… -Se frenó-. De ella. Una nota de suicidio.

A Clevenger se le aceleró el pulso.

– ¿Dónde la encontraste?

– En su maletín.

– ¿Miraste en su maletín?

– Era donde guardaba las facturas del hotel Four Seasons -dijo con amargura-. Era donde se veían. Una vez los seguí. Quería saber si habían vuelto a verse.

– ¿Recuerdas qué decía la nota?

– Toda esa mierda de que no se sentía viva sin él. Que esperaba que le perdonara el suicidarse. Y otras cosas muy asquerosas.

No quería que Lindsey se cerrara en banda, pero necesitaba saberlo.

– ¿Como cuáles? -preguntó.

Ahora parecía asqueada de verdad.

– Decía que cuando él «entraba en ella», ella «entraba en él».

Lindsey estaba describiendo la nota de suicidio que habían encontrado en la mesita de noche de Grace.

– ¿Qué hiciste con la nota? -le preguntó.

Apartó la mirada.

Clevenger esperó.

– Debí meterla de nuevo en el maletín.

– Pero…

Había algo nuevo en su mirada: un aire de superioridad moral que no había visto antes.

– Se la di a su marido, George Reese. Hice que mi hermano se la llevara a su despacho del Beacon Street Bank.

– ¿Le contaste a Kyle lo de Grace Baxter?

– Durante los últimos tres o cuatro meses él y papá estaban muy unidos. Como si, de repente, fueran amigos del alma; a pesar de que, en el fondo, papá había pasado de él toda su vida. No quería que se emocionara y que luego descubriera que nos iba a largar por ella.

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