– He puesto a los de Thames Valley tras la pista de Kenneth Hicks -dijo, sirviéndose un poco más de vino en la copa.
– ¿El corredor de apuestas? ¿Por qué querría deshacerse de su fuente de ingresos? Ahora no va a cobrar nada de Connor Swann.
Kincaid se encogió de hombros.
– Quizás sus jefes querían que fuera un ejemplo, empezar rumores entre los grandes jugadores, del tipo «esto es lo que te espera si no pagas, colega».
Gemma se acabó la pasta y apartó el plato. Luego cogió otro pedazo de pan y lo untó distraídamente con mantequilla.
– Pero él pagaba regularmente. El sueño de un corredor de apuestas, diría yo.
– Puede que tuvieran una discusión acerca de un pago. Quizás Connor descubrió que Kenneth no declaraba todas las ganancias y amenazó con decírselo a su jefe.
– No sabemos que lo hiciera. -Gemma se levantó y empezó a recoger los platos-. En realidad, sabemos muy poca cosa. -Dejó los platos otra vez en la mesa y contó con los dedos-: Necesitamos saber exactamente lo que hizo Connor durante ese día. Sabemos que almorzó en Badger’s End y que iba a encontrarse con alguien, pero no sabemos quién. ¿Por qué vino a Londres? ¿A quién vio en el Coliseum? ¿Adónde fue aquella noche después de volver de Londres? ¿A quién vio entonces?
Kincaid le sonrió.
– Bueno, eso nos indica al menos por dónde comenzar -dijo, y sintió alivio al ver de nuevo en su compañera su actitud combativa.
Después de que Gemma hubiera puesto a Toby a dormir, Kincaid trató de ayudarla a lavar los platos, pero en la cocina no cabía más que uno.
– ¿Sardinas? -sugirió mientras se abría paso por detrás de ella para guardar el pan. La coronilla de ella le llegaba justo a la barbilla y de pronto fue consciente de las curvas de su cuerpo. Se dio cuenta de lo fácil que sería poner las manos en sus hombros y sostenerla entre sus brazos. Su cabello le hacía cosquillas en la nariz y dio un paso atrás para estornudar.
Gemma se dio la vuelta y lo miró de una manera que no supo interpretar. Luego dijo, alegremente:
– ¿Por qué no te sientas en la silla mientras acabo?
Estudió con recelo el objeto en acero cromado y cuero negro y dijo:
– ¿Estás segura de que no es un instrumento de tortura? ¿O una escultura? -Pero cuando se sentó con cuidado en ella, la encontró enormemente cómoda.
Su expresión debió delatarlo porque Gemma se rió y dijo:
– No te fiabas de mí.
Acercó una silla y charlaron amigablemente mientras terminaban el vino. Kincaid se sintió en paz, liberado de la agitada tensión que lo había perturbado antes y reacio a levantarse e irse a casa. Pero cuando vio a Gemma ahogar un bostezo, dijo:
– Nos hemos de levantar temprano los dos. Mejor que me vaya. -Ella no puso objeción alguna.
No fue hasta que se encontró en el coche que se dio cuenta de que no le había dicho nada de Sharon Doyle y sus acusaciones a Julia Swann por el asesinato de su marido. Histeria, pensó, encogiéndose de hombros. No valía la pena explicarlo.
Una vocecilla le recordó que tampoco le había hablado de la enfermedad de Julia tras la muerte de su hermano y su única excusa para esta omisión era que dar a conocer la historia del vicario apestaba a traición de tal manera que no podía explicarlo.
* * *
Los bastidores del Coliseum deberían de haber preparado a Gemma para la Lilian Baylis House. Pero la descripción de Alison la había inducido a error. «Una casa vieja, grande y de difícil acceso. Había sido un estudio de grabación de Decca Records». Con esta descripción Gemma imaginó un lugar elegante, con un gran jardín y poblado de viejos fantasmas de estrellas de rock.
Lo de «difícil acceso» había demostrado ser un eufemismo. Ni siquiera su usadísima guía London A to Z le impidió que llegara media hora tarde a su cita con Tommy Godwin. Apareció nerviosa, con los cabellos escapándosele del clip y apenas sin aliento tras haber corrido tres manzanas desde el único aparcamiento disponible. Notó como empezaba a salirle una ampolla justo donde su nuevo zapato rozaba con el talón.
El cartel azul oscuro con las iniciales ENO identificaban claramente la casa y fue una suerte porque no se parecía en nada a la fantasía de Gemma. Era una casa cuadrada, pesada, de ladrillos rojos oscurecidos por el hollín. Estaba encajonada entre una tintorería y un taller de repuestos de automóvil en una bulliciosa calle comercial que salía de Finchley Road.
Ahogó el pensamiento de que ahora no estaría en tal lío si se hubiera concentrado en conducir en lugar de pensar en la visita de Kincaid a su casa. Se arregló el pelo y abrió la puerta.
Un hombre estaba apoyado contra la jamba de la puerta del cubículo de recepción y charlaba con una joven en tejanos.
– Vaya -dijo él, poniéndose derecho y estrechándole la mano a Gemma-, veo que después de todo no tendremos que llamar a sus colegas para que salgan en su busca, sargento. Sargento James, ¿no? -La miró de reojo, como si estuviera asegurándose de no cometer ningún error-. Por su aspecto deduzco que ha tenido algunos problemas para llegar aquí. -Mientras la joven entregaba a Gemma una tabla similar a la que Danny utilizó en el Coliseum, él la estudió y meneó la cabeza-. Deberías haberla avisado, Sheila. No se puede pedir ni siquiera a la policía de Londres que sepa orientarse sin problemas por la selva que hay al norte de Finchley Road.
– Ha sido espantoso -dijo Gemma agradecida-. Sabía dónde se encontraban sus oficinas pero no podía llegar aquí desde donde estaba, no sé si me entiende. No estoy segura de cómo lo he conseguido.
– Seguro que desea ir a arreglarse -dijo él-, antes de tenerme a su merced. Por cierto, soy Tommy Godwin.
– Lo he imaginado -replicó Gemma, escapando agradecida al baño. Una vez a salvo tras la puerta examinó consternada su reflejo en el moteado espejo. Su traje azul marino, lo mejor de Marks and Spencer, podía considerarse ropa de beneficencia al lado de la informal elegancia de Tommy Godwin. Todo en el hombre, desde la seda de su americana al cálido brillo de sus zapatos de cuero sin cordones, indicaba buen gusto y el dinero gastado para satisfacerlo. Incluso su cuerpo alto y delgado se prestaba a ello, y su pelo rubio y encanecido llevaba un corte elegante y caro. Un toque de pintalabios y un peine poco podían ofrecer a modo de defensa, pero Gemma se las arregló como mejor pudo, luego se enderezó y salió a ponerse al frente del interrogatorio.
Lo encontró en la misma pose relajada que antes.
– Bien, sargento, ¿se encuentra mejor?
– Mucho mejor, gracias. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?
– Le puedo ofrecer cinco minutos ininterrumpidos en mi oficina. Escalera arriba, si no le importa. -La dirigió con un leve toque de la mano en su espalda. De nuevo, Gemma sintió que su oponente se había mostrado más hábil-. Ésta es oficialmente la oficina de compras, territorio del coordinador de vestuario -continuó, conduciéndola por una puerta que había al final de las escaleras-, pero la usamos todos, como podrá adivinar.
Cada centímetro disponible de la pequeña habitación parecía ocupado: papeles y bocetos de vestidos caían de las mesas de trabajo al suelo, rollos de tela estaban apoyados en las esquinas como viejos borrachos aguantándose unos a otros, y los estantes de las paredes contenían hileras de grandes libros negros.
– Biblias -dijo Godwin, siguiendo su mirada. La cara de Gemma debió de mostrar sorpresa demasiado obviamente, porque él sonrió y añadió-: Así es como se llaman en realidad. Mire. -Pasó el dedo por las encuadernaciones, luego bajó un tomo y lo abrió en la mesa de trabajo-. Escenas de la calle , Kurt Weill. Cada producción del repertorio tiene su propia biblia. Mientras la producción se esté representando, la biblia es observada hasta el más mínimo detalle.
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