Deborah Crombie - Un pasado oculto

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Connor Swann, yerno de Sir Gerald Asherton, director de orquesta, y de su mujer, Dame Caroline, cantante de ópera, es hallado muerto en una esclusa del Támesis en la encantadora campiña de los alrededores de Henley. Ante las dudas acerca de las circunstancias de su fallecimiento, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James son designados para encargarse de dilucidar el caso, y pronto se percatan de que no se trata de un accidente. Otro suceso trágico ya había golpeado a los Asherton veinte años atrás con la muerte por ahogamiento de su hijo Matthew ante los ojos de Julia, hermana del niño. Aunque aparentemente los dos sucesos no tienen relación, no se descarta que exista un nexo. Con los hábiles interrogatorios y el acercamiento a la vida íntima de los personajes, ambos policías construyen pieza a pieza el telón de fondo de la verdadera historia. El flash de una imagen que surge con fuerza de la mente de Kincaid será la clave para descubrir el móvil que ha provocado el luctuoso hecho.

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– ¿Y abandonó el teatro tras la copa con Sir Gerald, señor Godwin?

– No directamente. Hablé brevemente con una de las chicas de la sección de Vestuario. -Las monedas de su bolsillo tintinearon suavemente cuando cambió de postura.

– ¿Durante cuánto tiempo? ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Recuerda a qué hora firmó su salida en la hoja de registro?

– En realidad no, sargento. -Agachó la cabeza tan tímidamente como un escolar haciendo novillos-. Me refiero a lo de firmar. Porque no había firmado al entrar y eso está muy mal visto.

– ¿No firmó al entrar? Pensaba que era obligatorio para todo el mundo.

– Teóricamente. Pero esto no es una prisión de alta seguridad. Debo admitir que no me sentía demasiado sociable cuando llegué el jueves por la noche. Cuando entré al vestíbulo la representación ya había empezado, de modo que le hice una señal a uno de los acomodadores y me quedé al fondo, de pie. -Sonrió a Gemma-. He pasado gran parte de mi vida laboral de pie, supongo, para sentirme cómodo quedándome en una sola posición durante largo rato. -Y para demostrarlo, abandonó el taburete y se quedó de pie cerca de Gemma. Levantó una muestra de un tartán de satén de la mesa, lo sopesó, luego pasó los dedos por su superficie-. Esto puede quedar muy bien para Lucia

– Señor Godwin. Tommy. -Le llamó la atención que Gemma utilizara su nombre. Y por un breve instante ella percibió de nuevo ese silencio tras la cháchara superficial-. ¿Qué hizo cuando terminó la representación?

– Lo que le he dicho, fui directamente a ver a Gerald… -Calló cuando vio a Gemma negar con la cabeza-. Ah, ya veo a qué se refiere. ¿Cómo llegué al camerino de Gerald? Es muy sencillo si uno conoce bien la madriguera, sargento. En el auditorio hay una puerta que lleva al escenario. No está marcada, por supuesto, y dudo que nadie entre el público la note nunca.

– ¿Y se marchó del mismo modo? Después de hablar con Sir Gerald y -Gemma paró y buscó en sus notas- con la chica de la sección de Vestuario.

– Acertó a la primera, querida.

– Me sorprende que encontrara las puertas del vestíbulo todavía abiertas.

– Siempre hay unos cuantos rezagados y los acomodadores han de recoger.

– Y supongo que no se acuerda de qué hora era, o si alguien le vio salir -dijo Gemma en tono sarcástico.

Algo contrito, Tommy Godwin dijo:

– Me temo que no, sargento. Pero claro, uno no siempre cuenta con que haya de dar explicaciones a la policía sobre sus movimientos, ¿no?

Determinada a atravesar ese aire de perfecta inocencia, Gemma lo apretó algo más agresivamente.

– ¿Qué hizo cuando dejó el teatro, Tommy?

Apoyó una cadera contra el borde de la mesa de trabajo y cruzó los brazos.

– Me fui a casa, a mi piso de Highgate. ¿Qué más, sargento?

– ¿Solo?

– Vivo solo, exceptuando mi gata, pero estoy seguro de que ella responderá por mí. Se llama Salomé, por cierto, y debo decir que le pega…

– ¿A qué hora llegó a casa? ¿Por casualidad lo recuerda?

– De hecho sí. -Hizo una pausa y le sonrió, como esperando palabras de elogio-. Tengo un reloj de pie y recuerdo oír dar la hora poco después de llegar, de modo que debió ser antes de medianoche.

Estaba en punto muerto. Él no podía demostrar su declaración, pero sin más pruebas ella no tenía modo de refutarla. Gemma lo miró fijamente, preguntándose qué habría bajo ese convincente aspecto.

– Necesitaré su dirección, señor Godwin, así como el nombre de la persona con quien habló después de ver a Sir Gerald. -Arrancó una página de su cuaderno de notas y miró mientras Tommy Godwin escribía la información con su cuidada caligrafía de zurdo. Repasó mentalmente la entrevista y se dio cuenta de qué era lo que le había estado fastidiando y lo hábilmente que Tommy Godwin lo había esquivado.

– ¿Conocía bien a Connor Swann, señor Godwin? Nunca lo ha mencionado.

Tapó con cuidado el bolígrafo de Gemma y se lo devolvió. Luego empezó a doblar el papel en cuadrados perfectos.

– Lo vi de vez en cuando a lo largo de los años, por supuesto. He de confesar que no era santo de mi devoción. No me explico por qué Gerald y Caro continuaron aguantándolo cuando incluso Julia no lo hacía. Pero quizás ellos sabían algo sobre él que yo desconocía. -Arqueó una ceja y obsequió a Gemma con una semisonrisa-. Pero claro, la opinión que tiene uno sobre el carácter de una persona nunca es infalible, ¿no cree, sargento?

8

La rotonda de High Wycombe le recordó un juguete que Kincaid había tenido de niño, una serie de engranajes de plástico entrelazados que giraban alegremente cuando uno daba vueltas a la manivela. Pero en este caso, cinco mini rotondas rodeaban una rotonda grande. Los seres humanos metidos en cajas de acero eran los que giraban y nadie en la hora punta de ese lunes estaba alegre. Vio un hueco en el tráfico que venía en dirección contraria y se lanzó, sólo para ser recompensado con el dedo de un camionero impaciente.

– Lo mismo digo, colega -farfulló Kincaid mientras escapaba, agradecido, de la última de las mini rotondas.

Un atasco en la M40 lo había retrasado y llegó al Hospital General de High Wycombe media hora tarde para la autopsia. Kincaid llamó a la puerta de la sala de autopsias y la abrió lo justo para dejar pasar su cabeza. Dando la espalda a Kincaid había un hombre pequeño, vestido con un pijama quirúrgico verde, que estaba de pie frente a una mesa de acero inoxidable.

– El doctor Winstead, ¿supongo? -preguntó Kincaid-. Perdone que llegue tarde. -Entró en la sala y dejó que la puerta oscilara hasta que se cerró detrás de él.

Winstead le dio un toque al interruptor de pie de la grabadora mientras se daba la vuelta.

– ¿Comisario Kincaid? -Desplazó el micrófono de la boca con el dorso de la muñeca-. Siento no poder estrecharle la mano -y a modo de demostración levantó una mano enguantada-. Me temo que se ha perdido casi todo lo más divertido. He empezado un poco antes para tratar de avanzar faena. Tendría que haber terminado a su tipo el sábado, o ayer a más tardar. Pero hubo un incendio en unas viviendas subvencionadas y nos pasamos el fin de semana identificando restos.

Era rechoncho, tenía una mata de pelo grisáceo rizado y unos ojos negros como de animalito de peluche. Winstead hacía honor a su nombre. Kincaid pensó que su visión de Winnie the Pooh, bisturí en mano, no andaba tan errada. Y como tantos patólogos forenses que había conocido, Winstead parecía indefectiblemente jovial.

– ¿Ha encontrado algo interesante? -preguntó Kincaid, igualmente contento de que el cuerpo de Winstead bloquease parte de la mesa de acero. A pesar de haberse acostumbrado a ver la enorme incisión en forma de Y y el cuero cabelludo levantado, nunca disfrutaba de la vista.

– Me temo que nada para lanzar cohetes. -Dio la espalda a Kincaid y puso a trabajar de nuevo sus manos enguantadas-. He de terminar un par de cosas y luego podríamos escaparnos un momento a mi despacho, si quiere.

Kincaid se quedó mirando mientras el aire frío de los ventiladores le llegaba a torrentes por detrás del cuello. Al menos no tenía que lidiar con los olores ya que el agua fría y la refrigeración habían retrasado bastante los procesos naturales del cuerpo. A pesar de que soportaba ver casi todo, todavía tenía que esforzarse mucho para reprimir las arcadas que le venían en respuesta a los olores de un cuerpo en descomposición.

Una mujer joven en pijama quirúrgico entró en la sala y dijo:

– ¿Estás listo, Winnie?

– La tarea de recoger se la dejo a mi asistente -le dijo Winnie a Kincaid por encima del hombro-. A ella le gusta hacer el trabajo bonito. ¿No es así, Heather, querida? -añadió sonriéndole-. Le proporciona una sensación de satisfacción en el trabajo. -Se sacó los guantes, los tiró en un cubo de la basura y se lavó bien las manos en el lavabo.

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