Un movimiento junto a la ventana llamó la atención de Kincaid. El viento había levantado un remolino de hojas en el césped del vicario. Dio unas cuantas vueltas y luego se desmoronó. Unas cuantas hojas fueron empujadas hacia la ventana y golpearon levemente los cristales.
– Usted ha dicho que conocía a Matthew, pero en realidad es a Julia a quien debe de haber llegado a conocer bastante bien.
El vicario agitó el poso del té en su taza.
– No estoy seguro de que nadie conozca bien a Julia. Siempre fue una niña callada. Allí donde Matthew se metía de lleno, Julia simplemente miraba y escuchaba. Esto hacía que una respuesta de ella, si bien rara, fuera tanto más encantadora, y cuando se interesaba por algo parecía un interés genuino, no un mero entusiasmo transitorio.
– ¿Y luego?
– Ella me habló, claro, durante su enfermedad. Pero era un batiburrillo, desvaríos infantiles. Y cuando se recuperó se encerró en sí misma. La única vez que volví a ver a la niña que había sido fue en el día de su boda. Tenía ese resplandor que tienen casi todas las novias el día de su boda y que la suavizaba. -Con tono afectuoso, la sonrisa del vicario invitaba a ser comprensivo.
– Casi lo puedo imaginar -Kincaid pensó en la sonrisa que había visto cuando Julia les había abierto la puerta pensando que era Plummy quien venía-. ¿Dice que los casó? Pero pensaba…
– Connor era católico, sí. Pero no era practicante y Julia prefería casarse aquí, en St. Barts. -Señaló con la cabeza la iglesia cuyo característico doble campanario era apenas visible al otro lado del sendero-. Orienté tanto a Connor como a Julia antes de la boda y debo decir que ya entonces tenía mis dudas.
– ¿Por qué? -Kincaid había empezado a tener muy buena opinión de las percepciones del vicario.
– De alguna extraña manera me recordaba a Matthew, o Matthew si hubiera llegado a ser adulto. No sé si puedo explicarlo… Era quizás demasiado superficial para mi gusto. Con un encanto tan extrovertido es a veces difícil saber lo que pasa por debajo de la superficie. Una unión desafortunada, en cualquier caso.
– Por lo visto -coincidió con ironía Kincaid-. Pero estoy algo confundido. ¿Quién no quiere conceder el divorcio a quién? Desde luego Julia parece haber llegado a sentir aversión por Connor. -Hizo una pausa, ponderando sus palabras-. ¿Cree usted que podría haberlo matado, vicario? ¿Es capaz de ello?
– Todos llevamos la semilla de la violencia en nosotros, señor Kincaid. Lo que siempre me ha fascinado es el precario equilibrio que la sostiene. ¿Qué factor provoca que una persona cruce la frontera y otra no? -Los ojos de Mead contenían una sabiduría acumulada durante toda una vida de observar lo mejor y lo peor del comportamiento humano. Y a Kincaid se le ocurrió que sus vocaciones no eran tan diferentes. El vicario parpadeó y continuó-: Pero para contestar a su pregunta le diré que no, no creo que Julia sea capaz de matar a nadie, sin importar las circunstancias.
– ¿Por qué dice «nadie»? -preguntó Kincaid, desconcertado.
– Sólo porque hubo rumores cuando murió Matthew, y acabará oyéndolos si rebusca entre las piedras durante el tiempo suficiente. Las acusaciones a la cara pueden haber sido refutables, no así los cuchicheos a espaldas de ella.
– ¿Qué decían quienes cuchicheaban? -preguntó Kincaid sabiendo la respuesta de antemano.
Mead suspiró.
– Sólo lo que uno puede esperar, siendo la naturaleza humana como es y sabiendo que estaba celosa de su hermano. Insinuaron que no trató de salvarlo… que incluso lo empujó.
– Entonces, ¿estaba celosa de él?
El vicario se incorporó un poco en su silla y por primera vez sonó algo irascible.
– ¡Claro que estaba celosa! Como cualquier niño normal, dadas las circunstancias. -Sus ojos grises sostuvieron la mirada de Kincaid-. Pero también lo quería y jamás hubiera permitido que nada malo le ocurriera. Julia hizo tanto por salvar a su hermano como se podía esperar de una niña de trece años asustada, probablemente más. -Se levantó y empezó a poner los utensilios para el té en la bandeja-. No soy tan temerario como para calificar una tragedia de esta clase como un acto de Dios. Y los accidentes, señor Kincaid, a menudo son incontestables.
Kincaid colocó su tazón con cuidado en la bandeja mientras decía:
– Gracias, vicario. Ha sido muy amable.
Mead, con la bandeja en las manos, se quedó mirando por la ventana hacia el cementerio.
– No pretendo comprender cómo funciona el destino. En mi sector a veces es mejor no hacerlo -añadió, y el brillo apareció de nuevo-, pero siempre me lo he preguntado. Los niños cogían normalmente el autobús de la escuela para ir a casa, pero ese día llegaron tarde y tuvieron que ir andando. ¿Qué les hizo retrasarse?
Kincaid reorganizó los archivos de su escritorio y se pasó la mano por el pelo hasta dejarlo levantado como una cresta. La tregua de la tarde de domingo en Scotland Yard normalmente proporcionaba el momento perfecto para poner al día los papeles, pero hoy la concentración le eludía. Se desperezó y echó una ojeada a su reloj. Había pasado la hora del té y la repentina sensación de vacío en su estómago le recordó que tampoco había almorzado. Tiró los informes que había logrado terminar en la bandeja de salidas, se levantó y cogió la chaqueta del perchero.
Iría a casa, se encargaría de Sid, volvería a hacer su bolsa de viaje y quizás pediría comida china para llevar. Normalmente la perspectiva lo hubiera satisfecho, pero hoy no había conseguido aliviar la inquietud que lo había perseguido desde que dejó la vicaría y cogió el tren de regreso a Londres. La imagen de Julia se le apareció otra vez. Su cara era más joven, más suave, pero pálida en contraste con el pelo oscuro y mate por la fiebre, y se agitaba desconsolada en la cama, entre las sábanas blancas.
Se preguntó cuánta influencia política ejercían los Asherton y con cuánto cuidado debía andarse.
No fue hasta que salió del garaje de Scotland Yard y entró en Caxton Street que pensó en telefonear otra vez a Gemma. Había llamado varias veces durante la tarde sin poder localizarla, a pesar de que debía de haber acabado el interrogatorio en la ópera hacía horas. Miró el teléfono móvil, pero no lo cogió. Al dar la vuelta por St. James Park se encontró dirigiéndose hacia Islington en lugar de Hampstead. Hacía semanas que Gemma se había mudado al nuevo piso y su algo embarazosa alegría lo intrigaba. Aparecería por sorpresa para ver si por casualidad la encontraba en casa.
Luego recordó el cuidado que puso Gemma en evitar invitarlo a su casa de Leyton, pero trató de no pensar en ello.
* * *
Paró delante de la dirección que le había dado Gemma y estudió la vivienda que tenía delante. Era una construcción victoriana separada, de piedra lisa color miel. Se trataba de una más entre un batiburrillo de casas construidas entre dos de los edificios georgianos en forma de arco que había en Islington. Las dos ventanas en curva captaban la luz del atardecer y una verja de hierro rodeaba el cuidado jardín. En los escalones de la entrada, dos perros negros, grandes, de raza indeterminada lo miraban atentos, preparados para protestar si Kincaid fuera a cruzar los límites de la cancela. Reconoció la descripción que le había hecho Gemma y fue a aparcar el coche en el hueco más cercano. Regresó a pie, siguiendo la pared del jardín.
Las puertas del garaje estaban pintadas en un alegre color amarillo narciso, al igual que la puerta más pequeña a su izquierda. Encima había un discreto número 2 en negro que le confirmó que había dado con la dirección correcta. Llamó a la puerta y al no contestar nadie decidió sentarse en el escalón que llevaba al jardín. Apoyó la espalda contra las barras de la estrecha verja y esperó.
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