– Sharon. Míreme. -Se movió hacia la joven, alargó la mano y dio palmaditas en las de ella-. No podía saberlo. Ninguno de nosotros es tan perfecto como para vivir cada minuto de su vida como si fuera el último. Con la quería y sabía que usted lo quería. Es lo único que importa.
Sus hombros se movieron convulsivamente. Kincaid se deslizó hacia atrás silenciosamente, mirándola, hasta que vio que su cuerpo se relajaba y empezaba a balancearse de manera casi imperceptible. Luego dijo:
– ¿Con no le dijo nada más acerca de adónde iba o a quién iba a ver?
Negó con la cabeza sin levantar los ojos.
– He pensado y pensado. Cada palabra que dijo, cada palabra que yo dije. Nada.
– ¿Y no lo volvió a ver aquella noche?
– Ya le he dicho que no lo vi, ¿no? -respondió, levantando la cabeza de entre las piernas. El llanto le había dejado manchas en su pálida piel, pero se sorbió la nariz y se pasó los nudillos por debajo de los ojos con naturalidad-. ¿Y por qué quiere saber todo esto?
Al principio, su necesidad de hablar, de liberar parte de su dolor, había sido más importante que todo lo demás. Pero ahora Kincaid vio que recobraba su natural recelo.
– Con, ¿había bebido? -preguntó.
Sharon se recostó en la silla, desconcertada.
– No lo creo. Al menos no lo parecía. Pero a veces no se notaba, al principio.
– Tenía un buen saque ¿no?
Se encogió de hombros.
– A Con le gustaba la cerveza, pero no se pasaba, como otros.
– Sharon, ¿qué cree que le pasó a Con?
– ¡Ese estúpido cabrón se fue a pasear a la esclusa, se cayó y se ahogó! ¿A qué se refiere con «qué le pasó»? ¿Cómo diablos voy a saber yo lo que le pasó? -estaba casi gritando y le aparecieron unas brillantes manchas de color rojo en las mejillas.
Kincaid supo que acababa de ser víctima de la ira que Sharon no podía descargar en Con. Estaba enfadada con Con por morirse, por dejarla.
– Es difícil que un hombre adulto se caiga en el canal y se ahogue, a menos que haya tenido un ataque al corazón o esté completamente borracho. Hasta que no hayamos hecho la autopsia no podremos descartar estas posibilidades, pero creo que descubriremos que Connor tenía buena salud y que estaba relativamente sobrio. -Mientras hablaba, los ojos de Sharon se ensancharon y se echó atrás en la silla, como si así pudiera escapar de la voz de Kincaid. Pero él continuó implacable-. Su garganta tenía magulladuras. Pienso que alguien lo ahogó hasta que perdió el conocimiento y luego lo empujó oportunamente al río. ¿Quién le habría hecho eso, Sharon? ¿Lo sabe?
– La puta -dijo en un suspiro. Por debajo del maquillaje su cara palideció.
– ¿Qué…?
Se levantó impulsada por su propia ira. Se tambaleó y perdió el equilibrio hasta caerse de rodillas delante de Kincaid.
– ¡Esa puta!
Unas finas salpicaduras de baba le llegaron a la cara. Pudo oler el jerez en su aliento.
– ¿Quién, Sharon?
– Ella hizo todo lo que pudo para arruinarle la vida y ahora lo ha matado.
– ¿Quién, Sharon? ¿De quién está hablando?
– De ella. De Julia, claro.
* * *
La mujer que tenía al lado lo golpeó con el codo. Los fieles se estaban poniendo en pie, cogiendo y abriendo los misales. Sólo había oído fragmentos del sermón, expuesto con voz suave y erudita por el vicario calvo. Kincaid se levantó rápidamente, buscó un misal y miró a su vecina para encontrar la página.
Cantó distraído. Repitió mentalmente su entrevista con la amante de Connor Swann. A pesar de las acusaciones de Sharon, no pensaba que Julia Swann tuviera la fuerza física necesaria para estrangular a su marido y empujarlo al canal. Tampoco había tenido tiempo, a menos que Trevor Simons estuviera dispuesto a mentir para protegerla. Nada tenía sentido. Se preguntó cómo le debía estar yendo a Gemma en Londres, si habría descubierto algo útil en su visita a la ópera.
El servicio concluyó. A pesar de que los feligreses se saludaron unos a otros y charlaron alegremente mientras salían de la iglesia, no oyó mencionar ni a Connor ni a los Asherton. Le echaron una curiosa ojeada un poco tímidamente, pero nadie se dirigió a él. Siguió a la gente hasta el cementerio, pero en lugar de regresar al hotel, se levantó el cuello de la chaqueta, metió las manos en los bolsillos y fue a pasear entre las lápidas. Oyó en la distancia los sonidos de puertas de coches cerrándose y motores arrancando. El viento zumbaba en sus oídos. Las hojas se movieron encima de la gruesa hierba como pequeños ratones marrones.
Encontró detrás del campanario, bajo un extenso roble, lo que había estado buscando.
– La familia -dijo una voz detrás de él- parece haber sido bendecida y maldita más de lo ordinario.
Sobresaltado, Kincaid se dio la vuelta. El vicario estaba de pie contemplando la lápida con las manos entrelazadas y los pies ligeramente separados. El viento agitó las vestiduras contra sus piernas y sopló mechones de fino cabello gris por encima de su huesudo cráneo.
La inscripción decía sencillamente: MATTHEW ASHERTON, AMADO HIJO DE GERALD Y CAROLINE, HERMANO DE JULIA.
– ¿Lo conocía? -preguntó Kincaid.
El vicario asintió.
– En muchos aspectos era un niño extraordinario, transformado en algo superior por el mero acto de abrir la boca. -Levantó la vista de la lápida y Kincaid vio que sus ojos eran de un elegante gris claro-. Ah, sí. Lo conocía. Cantaba en mi coro. También le enseñé el catecismo.
– ¿Y a Julia? ¿También conocía a Julia?
El vicario, estudiando a Kincaid, dijo:
– Lo vi antes, una nueva cara entre los fieles. Un extraño paseando resueltamente entre las lápidas. Pero no me parece que usted sea un mero curioso. ¿Es amigo de la familia?
A modo de respuesta, Kincaid sacó sus credenciales del bolsillo y abrió la funda.
– Duncan Kincaid. Estoy investigando la muerte de Connor Swann -dijo, pero mientras pronunciaba las palabras se preguntó si ésa era toda la verdad.
El vicario cerró los ojos por un momento, como si estuviera comunicándose en privado. Luego los abrió y parpadeó antes de fijarlos con una penetrante mirada en Kincaid.
– ¿Por qué no pasa adentro a tomar una taza de té? Podremos hablar protegidos de este deplorable viento.
– La brillantez es suficiente carga para un adulto, y mucho más para un niño. No sé cómo hubiera salido Matthew Asherton si hubiera vivido para hacer realidad lo que se esperaba de él.
Se sentaron en el estudio del vicario y tomaron té en tazas disparejas. El vicario se había presentado como William Mead, y mientras encendía la tetera eléctrica y ponía los tazones y el azucarero en una bandeja, le dijo a Kincaid que su esposa había fallecido el año anterior.
– Cáncer, la pobre -levantó la bandeja e indicó a Kincaid que lo siguiera-. Ella estaba segura de que no me las podría arreglar solo. Pero de alguna manera uno llega a arreglárselas. Aunque -añadió, mientras abría la puerta del estudio-, debo admitir que mantener una casa nunca fue uno de mis fuertes.
El estudio lo confirmaba, pero se trataba de una clase cómoda de desorden. Parecía como si los libros hubieran saltado de las estanterías y se hubieran esparcido por toda superficie disponible como un ejército invasor amigo. Las zonas de pared que no contenían libros estaban cubiertas por mapas.
Kincaid dejó el tazón en el pequeño espacio que el vicario había vaciado para él y fue a examinar un ejemplar de aspecto antiguo cuidadosamente preservado tras un cristal.
– Mapa de Chilterns por Saxton, 1574. Es uno de los pocos que muestra Chilterns entero. -El vicario tosió un poco detrás de la mano, luego añadió con honestidad, hábito que Kincaid pensó que debía tener de toda la vida-. Sólo es una copia, por supuesto. Pero lo disfruto de todas maneras. Es mi hobby: la historia del paisaje de Chilterns.
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